Es sumamente
interesante, así como muy provechoso, señalar las diversas líneas de verdad
establecidas en la Palabra de Dios y observar cómo todas estas líneas se hallan
inseparablemente vinculadas con la Persona de nuestro Señor Jesucristo. Él es
el centro divino de toda verdad; y a medida que mantengamos los ojos de la fe
fijos en él, cada verdad hallará su lugar correcto en nuestras almas y ejercerá
su debida influencia y su poder formativo en nuestra marcha y en nuestro
carácter. Lamentablemente, en todos nosotros existe una tendencia a tomar una
parte de la verdad —un aspecto— como si fuera el todo; a tomar una verdad
particular e insistir en ella hasta tal grado que interferimos con la saludable
acción de otra verdad, impidiendo así el crecimiento de nuestras almas. Es por
la verdad que crecemos, no por alguna verdad; por la verdad somos santificados.
Pero si sólo tomamos una parte de la verdad; si nuestro carácter es moldeado y
nuestro camino dirigido por alguna verdad particular, no podrá haber ningún
verdadero crecimiento, ninguna auténtica santificación. “Desead, como niños recién
nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella (por la Palabra)
crezcáis para salvación” (1ª Pedro 2:2). “Santifícalos en tu verdad; tu palabra
es verdad” (Juan 17:17). Por toda la verdad de Dios —como consta en las
Escrituras— el Espíritu Santo forma, modela y guía a la Iglesia colectivamente
y a cada individuo creyente. Podemos estar seguros de que, cuando alguna verdad
particular es indebidamente enfatizada, o alguna otra verdad prácticamente
ignorada, el resultado será un carácter defectuoso y un testimonio inadecuado.
Tomemos, por ejemplo, los dos grandes
temas mencionados en el título de este artículo: «Cristo como Cabeza y como
Señor». ¿No es importante dar a cada una de estas verdades su debido lugar? ¿No
es Cristo tanto Cabeza de su cuerpo —la Iglesia— como Señor de los miembros
individuales? Y, si lo es, ¿nuestra conducta no debería estar dirigida y
nuestro carácter formado por la aplicación espiritual de ambas verdades?
Incuestionablemente. Ahora bien; si pensamos en Cristo como Cabeza, ello nos
conduce a un claro y práctico ámbito de verdad. No pondrá trabas a la verdad de
su señorío, sino que tenderá a mantener el alma bien equilibrada, lo que es tan
necesario en un tiempo como el presente. Si pensamos en Cristo sólo como Señor
de sus siervos, individualmente, perderemos totalmente el sentido de nuestras
mutuas relaciones como miembros de ese solo cuerpo del cual él es la Cabeza, y
así caeremos en la independencia, actuando sin tener en cuenta para nada a
nuestros compañeros miembros. Nos volveríamos, tomando una figura, como hebras
de una escoba, manteniendo cada uno su propia individualidad de acción y
desconociendo prácticamente todo nexo vital con nuestros hermanos.
Pero, por otro lado, cuando la verdad
de Cristo como Cabeza encuentra su lugar apropiado en nuestras almas; cuando
sabemos y creemos que hay “un cuerpo” (Efesios 4:4), y que somos miembros los
unos de los otros, entonces, al reconocer plenamente que cada uno de nosotros,
en nuestra senda individual y en el servicio, es responsable ante ese “un
Señor” (Efesios 4:5), resultará, como una gran consecuencia práctica, que
nuestro andar y nuestros caminos afectan a cada miembro del cuerpo de Cristo
sobre la tierra. “Si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él”
(1ª Corintios 12:26). Ya no podemos más considerarnos como elementos
independientes, aislados, ya que nos hallamos incorporados como miembros del
“un cuerpo” por el “un Espíritu”, y estamos vinculados así con la «Cabeza
única» en los cielos.
Esta gran doctrina se desarrolla en
forma clara y plena en Romanos 12:3-8 y en 1ª Corintios 12, y llamamos la seria
atención del lector respecto de ello. No debemos olvidar que esta verdad de
Cristo como Cabeza, y de nosotros como miembros del cuerpo, no es algo que
pertenece meramente al pasado, sino que se trata de una realidad presente, una
gran verdad formativa que ha de ser tenazmente sostenida y llevada a la
práctica día a día. Hay “un cuerpo”. Subsiste tan perfectamente hoy como cuando
el inspirado apóstol escribió la epístola a los Efesios; de ahí que cada
creyente individual ejerza una buena o mala influencia sobre los demás
creyentes que habitan en el extremo opuesto de la tierra.
¿Esto parece increíble? Sólo puede
serlo para el razonamiento de la carne y la ciega incredulidad. Seguramente no
podemos confinar a la Iglesia de Dios —al cuerpo de Cristo— a una cuestión de
posición geográfica. Esa Iglesia —ese cuerpo— está unido. ¿Por qué cosa? ¿Por
la vida? No. ¿Por la fe? No. ¿Por qué, entonces? Por Dios el Espíritu Santo.
Los santos del Antiguo Testamento tenían vida y fe; pero ¿qué pudieron haber
sabido ellos de una Cabeza en el cielo o de un cuerpo en la tierra?
Absolutamente nada. Si alguien le hubiera hablado a Abraham acerca de ser
miembro de un cuerpo, él no lo habría entendido. ¿Cómo podía entenderlo? No
había nada semejante en existencia. No había cabeza alguna en el cielo y, por
ende, no podía haber ningún cuerpo en la tierra. Por cierto, el Hijo eternal
estaba en el cielo, como Persona divina de la eterna Trinidad; pero él no
estaba allí como Hombre glorificado ni como Cabeza de un cuerpo. Es más, aun en
los días de su carne, le oímos decir: “Si el grano de trigo no cae en la tierra
y muere, queda solo” (Juan 12:24). No hubo ninguna unión, ninguna cabeza,
ningún miembro, ninguna conexión vital hasta después de su muerte en la cruz.
Sólo cuando la redención llegó a ser un hecho consumado el cielo contempló esa
maravilla de maravillas, a saber, la humanidad glorificada en el trono de Dios;
y, como complemento de ello, Dios el Espíritu Santo habitó en los hombres aquí
abajo. Los santos del Antiguo Testamento podrían haber entendido el señorío,
pero no la cabeza. Esta última no existía aún, salvo en los eternos propósitos
de Dios. De hecho, no existió hasta que Cristo hubo tomado asiento en los
cielos, “habiendo obtenido eterna redención”.
Por ello esta verdad de Cristo como
Cabeza es muy gloriosa y preciosa. Ella reclama una diligente atención de parte
del lector cristiano. Le instamos seria y solemnemente a que no la tome como
mera especulación, como asunto sin importancia. Tenga la seguridad de que se
trata de una verdad fundamental, la cual tiene por fuente a un Cristo
resucitado en gloria; por base una redención consumada; cuyo actual ámbito de
extensión es esta tierra; su poder, el Espíritu Santo; y su autoridad, el Nuevo
Testamento.
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