CAPÍTULOS 2:10-17 y 3:1-15 LA CONDICIÓN DEL PUEBLO
(continuación)
La historia de Israel nos enseña que, cuando Salomón hubo acabado de
edificar el templo, Jehová vino a habitar en él para morar en medio de su
pueblo. Si este último hubiese sido fiel, Dios no habría abandonado su
habitación. Pero Israel y sus reyes negaron a Jehová y practicaron toda clase
de abominaciones; entonces los juicios cayeron sobre este pueblo. La realeza
desapareció y la nación fue llevada en cautiverio. El profeta Ezequiel (cap. 10
y 11) vio el trono de Jehová abandonando como con pesar el templo de Jerusalén.
La casa de Dios quedó vacía y acabó por ser destruida durante el reinado de
Nabucodonosor, rey de Babilonia.
En el libro de Esdras vemos al remanente de Judá, vuelto a su tierra,
reedificar el templo por orden de Ciro, pero Jehová no entra en él. Esta casa
nuevamente es saqueada, arruinada y destruida y, más tarde, reconstruida por
Herodes al tiempo de la venida de Jesús. En este mismo momento, Juan el
Bautista prepara al pueblo para recibir al Señor en su templo.
El evangelio de Juan nos presenta, en el capítulo 2 (no sin motivo, pues
este hecho, en los demás evangelios, es relatado al final de la carrera de
Cristo), el primer acto del Señor cuando sube a Jerusalén. Entra en el templo,
echa afuera a los vendedores y a los cambistas, y dice: «No hagáis de la casa
de mi Padre casa de mercado». Pero, al obrar así, él prevé su rechaza-miento,
pues, en realidad, él solo era el templo de Dios en medio de un pueblo que no quería
saber nada de él. «Destruid este templo»— dice— «y en tres días lo levantaré».
Y él hablaba del templo de su cuerpo (Juan 2:13-21).
Seguidamente llega el día (Mateo 24: 1 -2) en el cual Jesús sale del
templo de Jerusalén y lo abandona para no volver a entrar más en él, diciendo:
«No quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada». Luego el Salvador
es crucificado. ¿Todo, pues, ha acabado? ¡No! Dios le resucita y le hace sentar
a su diestra, desde donde manda al Espíritu Santo, quien forma un nuevo templo,
no de piedras y oro, sino un templo espiritual, compuesto de piedras vivas, un
edificio en el cual Dios mora por medio de su Espíritu. Esta casa, formada para
mantenerse pura y santa aquí abajo, se corrompe como todo lo que ha sido
confiado a la responsabilidad del hombre. Ella llega a ser una gran casa
manchada por utensilios de deshonra y, como en el caso del templo de Jerusalén,
se acerca el momento en que el Señor deberá rechazarla por completo.
Sin embargo, antes de este rechazo definitivo, Dios forma, en medio de
la cristiandad corrompida, un remanente cristiano que sea parte de la casa
espiritual a la que llevará al cielo en su venida, la cual será el templo en
que habitará por toda la eternidad. Entonces dirá: «He aquí el tabernáculo de
Dios con los hombres, y él morará con ellos» (Apocalipsis 21:3).
Tal es la historia del templo celestial, pero el templo terrenal también
tiene su porvenir, pues será reconstruido y el Señor habitará en él aquí en la
tierra.
Los últimos capítulos del profeta Ezequiel (40-44) nos hablan de este
templo futuro, establecido después de que el último templo —el del anticristo,
que edificará este hombre rebelado contra Dios— haya sido definitivamente
destruido. Entonces Jehová reedificará su templo, y «vendrá súbitamente... el
ángel del pacto» (Malaquías 3:1). El profeta Ezequiel nos hace asistir a esta
escena maravillosa. «Y la gloria de Jehová entró en la casa... la gloria de
Jehová llenó la casa». Y dice: «Éste es el lugar de mi trono, el lugar donde
posaré las plantas de mis pies, en el cual habitaré entre los hijos de Israel
para siempre» (Ezequiel 43:1-7).
El profeta Hageo nos habla también de este templo futuro: «Y vendrá el
Deseado de todas las naciones; y llenaré de gloria esta casa, ha dicho Jehová
de los ejércitos» (2:7). Asimismo a ese momento futuro alude Malaquías: «Vendrá
súbitamente a su templo el Señor». «He aquí viene, ha dicho Jehová de los
ejércitos». Esta venida del Señor a su templo ya no será con gracia, como la primera,
sino con gloria, y tendrá lugar, como lo vamos a ver, después de los juicios.
Será anunciada, como la primera, por un precursor que caerá bajo los golpes del
anti-cristo. Si Juan el Bautista hubiera sido recibido, él habría sido este
Elías que debía venir (Mateo 11:14; 17:10-12); pero fue rechazado, y el Señor
volverá a enviar a Elías, según el capítulo 4:5 de Malaquías: «He aquí, yo os
envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible».
Aplazamos hasta más adelante la explicación de este pasaje.
Nosotros, los cristianos, quienes nos encontramos bajo el régimen de la
gracia, ya no tenemos que esperar a un mensajero que nos anuncie la segunda
venida de Cristo, como Juan el Bautista anunció la primera. Nuestro mensajero
vino hace mucho tiempo en la persona del Espíritu Santo, la que bajó a la
tierra el día de Pentecostés y nos ha enseñado a esperar también la súbita
venida del Señor, pero con gracia, para introducirnos en la gloria, cuyo centro
será la Jerusalén celestial. Sí, él vendrá pronto, pero quiere que le esperemos
de un momento a otro, no como ladrón en la noche, sino como la Estrella
resplandeciente de la mañana. Su venida podría aun retrasarse, pero debemos
esperarla hoy; él cuenta para eso con nuestro apego hacia su persona.
Lo mismo ocurría para Israel en el tiempo de Malaquías. El profeta
quería mantener al pueblo despierto, pues era preciso que comprendiera que la
venida del Libertador estaba cerca. Más de cuatro siglos transcurrieron entre
esta profecía y la venida del Salvador y de su precursor, pero lo que quería el
Señor era que los fieles le esperasen.
¿Le esperó su pueblo? Entre la profecía de Malaquías y la primera venida
de Cristo transcurrieron siglos llenos de acontecimientos diversos. Cuando
apareció, Judá había olvidado esta profecía, pero algunos pobres del rebaño le
esperaban, tal como lo vemos al final de nuestro capítulo y al principio del
evangelio de Lucas.
En realidad, tan sólo los creyentes pueden esperar al Señor con gozo;
los no creyentes siempre procurarán olvidarlo o negarán su venida. Y, ¿qué
tiene eso de asombroso? La venida del Señor con gloria es, para el mundo, su
venida para ejecutar juicio, como lo vemos en el pasaje que consideramos: « ¿Quién
podrá soportar el tiempo de su venida? ¿O quién podrá estar en pie cuando él se
manifieste? Porque él es como fuego purificador y como jabón de lavadores» (v.
2). ¿Acaso el pueblo podría regocijarse por este acontecimiento?
Lamentablemente, cuando el Señor
venga por segunda vez a su templo, juzgará sin misericordia a la nación
apóstata, y «¿quién podrá estar en pie cuando él se manifieste?» (v. 2). El
establecimiento del reinado de Cristo estará fundado en el juicio de los que hayan rechazado al Mesías.
Ahora el profeta añade: «Y se sentará para afinar y limpiar la plata;
porque limpiará a los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata, y
traerán a Jehová ofrenda en justicia» (v. 3).
Encontramos aquí, no ya —como en el versículo anterior—el juicio del
pueblo infiel, sino la manera por la cual el Señor formará un pueblo que le
pertenezca y al que él pueda reconocer como suyo. Para ello, valiéndose del
juicio, hará una obra tranquila y reflexionada: se sentará. Adoptará la actitud
de un hombre que afina y purifica la plata. Separará, mediante el fuego, el
metal precioso de las escorias, lo bueno de lo malo. Tales serán los caminos de
Dios con respecto al remanente que reunirá en medio de la gran tribulación (ver
Salmo 66:11-12). Será preciso que tal remanente pase por el horno para ser
purificado y librado de sus ligaduras; sin embargo, será sostenido como
antiguamente lo fueron los compañeros de Daniel, por la presencia del Ángel de
Jehová.
Este remanente judío de los últimos tiempos diferirá mucho del remanente
cristiano de nuestros días. Cristo vendrá por nosotros con gracia; para ellos,
con gloria. Esta venida gloriosa da fin al Antiguo Testamento, como la de
gracia lo hace con el Nuevo. Cristo se acerca a ellos para juicio, a nosotros
con paz y misericordia. Y, sin embargo, el Señor usa también el crisol para con
el remanente cristiano. Si bien cuida de su Iglesia, lo hace para santificarla
purificándola por la Palabra (Efesios 5). Él trabaja en las almas y las conciencias
de los santos para separarlos del mundo que corre al encuentro del juicio. Él
quiere un pueblo santo, capaz de servirle y esperarle, al que pueda
presentárselo como su Iglesia, glorioso, sin mancha ni arruga, irreprochable,
sin defecto. 1 Pedro 1:7 nos presenta también el crisol: «Para que sometida a
prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se
prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea
manifestado Jesucristo».
Hemos insistido en el hecho de que la descripción del estado del pueblo
y del sacerdocio, en el capítulo 2, no ofrece ni un solo atisbo de aliento.
Pero he aquí que, en el capítulo 3, el profeta nos dice: «Limpiará a los hijos
de Leví, los afinará como a oro y como a plata, y traerán a Jehová ofrenda en
justicia» (v. 3). Los hijos de Leví son para Dios el verdadero remanente. ¿No
es cosa notable? En el capítulo 2, Leví es mencionado completamente solo, como
figura de Cristo, el verdadero servidor. Con él se concierta el pacto de vida y
paz. Pero aquí son los hijos de Leví los que deben ser afinados para que puedan
integrar este pacto. Lo mismo pasará con el remanente de Israel en los últimos
días. Las relaciones con el Cristo le harán agradable ante Dios, pero no sin
que antes el juicio le haya purificado. «Y será grata a Jehová la ofrenda de
Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, y como en los años antiguos» (v.
4). Las relaciones de Judá y Jerusalén con Dios, para rendirle culto,
únicamente podrán ser establecidas en virtud de la aceptación de los
integrantes del remanente como compañeros del Mesías.
Será bueno que retengamos esta verdad. En el estado de cosas que
atravesamos, un culto verdadero rendido por algunos tiene valor a los ojos de
Dios, pues representa el culto general que le será ofrecido y es como precursor
de éste. Ello es muy apropiado para alentarnos. Por cierto que deberíamos
rendir culto con otro poder; pero lo que sube de un corazón sincero ante el
Señor, la adoración y la alabanza, es tan aceptable por parte de Dios como
cuando la Iglesia no era más que un corazón y una alma; es tan acepto por Su
parte como el loor futuro, cuando toda la Asamblea esté reunida en torno a
Cristo en la gloria. ¿Cómo podría ser de otra manera, ya que él es quien alaba
en medio de la Asamblea? (Salmo 22).
Después de haber mencionado a los hijos de Leví, el profeta se vuelve
nuevamente hacia el pueblo: «Y vendré a vosotros para juicio; y seré pronto
testigo contra los hechiceros y adúlteros, contra los que juran mentira, y los
que defraudan en su salario al jornalero, a la viuda y al huérfano, y los que
hacen injusticia al extranjero, no teniendo temor de mí, dice Jehová de los
ejércitos» (v. 5).
Es importante repetir que, en todo este capítulo, el «vosotros» se
dirige al pueblo infiel y no al remanente creyente. Insistimos en esta
observación porque es la clave de la expresión: «y vosotros huiréis», vertida
en Zacarías 14:5, pasaje interpretado habitualmente como aplicable al remanente.
En efecto, después de haberse referido, en el versículo 4, a las consecuencias
que la fidelidad de los hijos de Leví tendrían para Judá y Jerusalén, el
Espíritu de Dios nos muestra el resultado de la infidelidad del pueblo. Esta
infidelidad ya no es la idolatría de antaño, sino que se resume en dos
palabras: el desprecio hacia Dios y el prójimo. Los mismos rasgos son
presentados por Zacarías (5:4; 8:17) como característicos del estado moral del
pueblo en los últimos días. Exteriormente parecía que todo estuviese en regla;
si bien se menciona la magia, por lo menos estaban ausentes los ídolos; más el
corazón del pueblo estaba tan corrompido como cuando la idolatría dominaba en
Israel. Por eso, a causa del estado del corazón de la nación, el juicio de Dios
debía caer sobre ella. Eso caracteriza a toda profesión que no vaya «acompañada
de fe» (Hebreos 4:2). Dios resume este estado con una sola frase: «no teniendo
temor de mí, dice Jehová de los ejércitos» (v. 5). Les falta el principio, el
primer paso en el camino de la sabiduría, y veremos, en el versículo 16, que
los verdaderos creyentes se caracterizan precisamente por tal temor.
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