miércoles, 4 de noviembre de 2015

Estudios sobre el libro del profeta MALAQUIAS (Parte V)

CAPÍTULOS 2:10-17 y 3:1-15 LA CONDICIÓN DEL PUEBLO (continuación)
La historia de Israel nos enseña que, cuando Salomón hubo acabado de edificar el templo, Jehová vino a habitar en él para morar en medio de su pueblo. Si este último hubiese sido fiel, Dios no habría abandonado su habitación. Pero Israel y sus reyes negaron a Jehová y practicaron toda clase de abominaciones; entonces los juicios cayeron sobre este pueblo. La realeza desapareció y la nación fue llevada en cautiverio. El profeta Ezequiel (cap. 10 y 11) vio el trono de Jehová abandonando como con pesar el templo de Jerusalén. La casa de Dios quedó vacía y acabó por ser destruida durante el reinado de Nabucodonosor, rey de Babilonia.
En el libro de Esdras vemos al remanente de Judá, vuelto a su tierra, reedificar el templo por orden de Ciro, pero Jehová no entra en él. Esta casa nuevamente es saqueada, arruinada y destruida y, más tarde, reconstruida por Herodes al tiempo de la venida de Jesús. En este mismo momento, Juan el Bautista prepara al pueblo para recibir al Señor en su templo.
El evangelio de Juan nos presenta, en el capítulo 2 (no sin motivo, pues este hecho, en los demás evangelios, es relatado al final de la carrera de Cristo), el primer acto del Señor cuando sube a Jerusalén. Entra en el templo, echa afuera a los vendedores y a los cambistas, y dice: «No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado». Pero, al obrar así, él prevé su rechaza-miento, pues, en realidad, él solo era el templo de Dios en medio de un pueblo que no quería saber nada de él. «Destruid este templo»— dice— «y en tres días lo levantaré». Y él hablaba del templo de su cuerpo (Juan 2:13-21).
Seguidamente llega el día (Mateo 24: 1 -2) en el cual Jesús sale del templo de Jerusalén y lo abandona para no volver a entrar más en él, diciendo: «No quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada». Luego el Salvador es crucificado. ¿Todo, pues, ha acabado? ¡No! Dios le resucita y le hace sentar a su diestra, desde donde manda al Espíritu Santo, quien forma un nuevo templo, no de piedras y oro, sino un templo espiritual, compuesto de piedras vivas, un edificio en el cual Dios mora por medio de su Espíritu. Esta casa, formada para mantenerse pura y santa aquí abajo, se corrompe como todo lo que ha sido confiado a la responsabilidad del hombre. Ella llega a ser una gran casa manchada por utensilios de deshonra y, como en el caso del templo de Jerusalén, se acerca el momento en que el Señor deberá rechazarla por completo.
Sin embargo, antes de este rechazo definitivo, Dios forma, en medio de la cristiandad corrompida, un remanente cristiano que sea parte de la casa espiritual a la que llevará al cielo en su venida, la cual será el templo en que habitará por toda la eternidad. Entonces dirá: «He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos» (Apocalipsis 21:3).
Tal es la historia del templo celestial, pero el templo terrenal también tiene su porvenir, pues será reconstruido y el Señor habitará en él aquí en la tierra.
Los últimos capítulos del profeta Ezequiel (40-44) nos hablan de este templo futuro, establecido después de que el último templo —el del anticristo, que edificará este hombre rebelado contra Dios— haya sido definitivamente destruido. Entonces Jehová reedificará su templo, y «vendrá súbitamente... el ángel del pacto» (Malaquías 3:1). El profeta Ezequiel nos hace asistir a esta escena maravillosa. «Y la gloria de Jehová entró en la casa... la gloria de Jehová llenó la casa». Y dice: «Éste es el lugar de mi trono, el lugar donde posaré las plantas de mis pies, en el cual habitaré entre los hijos de Israel para siempre» (Ezequiel 43:1-7).
El profeta Hageo nos habla también de este templo futuro: «Y vendrá el Deseado de todas las naciones; y llenaré de gloria esta casa, ha dicho Jehová de los ejércitos» (2:7). Asimismo a ese momento futuro alude Malaquías: «Vendrá súbitamente a su templo el Señor». «He aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos». Esta venida del Señor a su templo ya no será con gracia, como la primera, sino con gloria, y tendrá lugar, como lo vamos a ver, después de los juicios. Será anunciada, como la primera, por un precursor que caerá bajo los golpes del anti-cristo. Si Juan el Bautista hubiera sido recibido, él habría sido este Elías que debía venir (Mateo 11:14; 17:10-12); pero fue rechazado, y el Señor volverá a enviar a Elías, según el capítulo 4:5 de Malaquías: «He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible». Aplazamos hasta más adelante la explicación de este pasaje.
Nosotros, los cristianos, quienes nos encontramos bajo el régimen de la gracia, ya no tenemos que esperar a un mensajero que nos anuncie la segunda venida de Cristo, como Juan el Bautista anunció la primera. Nuestro mensajero vino hace mucho tiempo en la persona del Espíritu Santo, la que bajó a la tierra el día de Pentecostés y nos ha enseñado a esperar también la súbita venida del Señor, pero con gracia, para introducirnos en la gloria, cuyo centro será la Jerusalén celestial. Sí, él vendrá pronto, pero quiere que le esperemos de un momento a otro, no como ladrón en la noche, sino como la Estrella resplandeciente de la mañana. Su venida podría aun retrasarse, pero debemos esperarla hoy; él cuenta para eso con nuestro apego hacia su persona.

Lo mismo ocurría para Israel en el tiempo de Malaquías. El profeta quería mantener al pueblo despierto, pues era preciso que comprendiera que la venida del Libertador estaba cerca. Más de cuatro siglos transcurrieron entre esta profecía y la venida del Salvador y de su precursor, pero lo que quería el Señor era que los fieles le esperasen.
¿Le esperó su pueblo? Entre la profecía de Malaquías y la primera venida de Cristo transcurrieron siglos llenos de acontecimientos diversos. Cuando apareció, Judá había olvidado esta profecía, pero algunos pobres del rebaño le esperaban, tal como lo vemos al final de nuestro capítulo y al principio del evangelio de Lucas.
En realidad, tan sólo los creyentes pueden esperar al Señor con gozo; los no creyentes siempre procurarán olvidarlo o negarán su venida. Y, ¿qué tiene eso de asombroso? La venida del Señor con gloria es, para el mundo, su venida para ejecutar juicio, como lo vemos en el pasaje que consideramos: « ¿Quién podrá soportar el tiempo de su venida? ¿O quién podrá estar en pie cuando él se manifieste? Porque él es como fuego purificador y como jabón de lavadores» (v. 2). ¿Acaso el pueblo podría regocijarse por este acontecimiento?
 Lamentablemente, cuando el Señor venga por segunda vez a su templo, juzgará sin misericordia a la nación apóstata, y «¿quién podrá estar en pie cuando él se manifieste?» (v. 2). El establecimiento del reinado de Cristo estará fundado en el juicio de los que hayan rechazado al Mesías.

Ahora el profeta añade: «Y se sentará para afinar y limpiar la plata; porque limpiará a los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata, y traerán a Jehová ofrenda en justicia» (v. 3).
Encontramos aquí, no ya —como en el versículo anterior—el juicio del pueblo infiel, sino la manera por la cual el Señor formará un pueblo que le pertenezca y al que él pueda reconocer como suyo. Para ello, valiéndose del juicio, hará una obra tranquila y reflexionada: se sentará. Adoptará la actitud de un hombre que afina y purifica la plata. Separará, mediante el fuego, el metal precioso de las escorias, lo bueno de lo malo. Tales serán los caminos de Dios con respecto al remanente que reunirá en medio de la gran tribulación (ver Salmo 66:11-12). Será preciso que tal remanente pase por el horno para ser purificado y librado de sus ligaduras; sin embargo, será sostenido como antiguamente lo fueron los compañeros de Daniel, por la presencia del Ángel de Jehová.
Este remanente judío de los últimos tiempos diferirá mucho del remanente cristiano de nuestros días. Cristo vendrá por nosotros con gracia; para ellos, con gloria. Esta venida gloriosa da fin al Antiguo Testamento, como la de gracia lo hace con el Nuevo. Cristo se acerca a ellos para juicio, a nosotros con paz y misericordia. Y, sin embargo, el Señor usa también el crisol para con el remanente cristiano. Si bien cuida de su Iglesia, lo hace para santificarla purificándola por la Palabra (Efesios 5). Él trabaja en las almas y las conciencias de los santos para separarlos del mundo que corre al encuentro del juicio. Él quiere un pueblo santo, capaz de servirle y esperarle, al que pueda presentárselo como su Iglesia, glorioso, sin mancha ni arruga, irreprochable, sin defecto. 1 Pedro 1:7 nos presenta también el crisol: «Para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo».

Hemos insistido en el hecho de que la descripción del estado del pueblo y del sacerdocio, en el capítulo 2, no ofrece ni un solo atisbo de aliento. Pero he aquí que, en el capítulo 3, el profeta nos dice: «Limpiará a los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata, y traerán a Jehová ofrenda en justicia» (v. 3). Los hijos de Leví son para Dios el verdadero remanente. ¿No es cosa notable? En el capítulo 2, Leví es mencionado completamente solo, como figura de Cristo, el verdadero servidor. Con él se concierta el pacto de vida y paz. Pero aquí son los hijos de Leví los que deben ser afinados para que puedan integrar este pacto. Lo mismo pasará con el remanente de Israel en los últimos días. Las relaciones con el Cristo le harán agradable ante Dios, pero no sin que antes el juicio le haya purificado. «Y será grata a Jehová la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, y como en los años antiguos» (v. 4). Las relaciones de Judá y Jerusalén con Dios, para rendirle culto, únicamente podrán ser establecidas en virtud de la aceptación de los integrantes del remanente como compañeros del Mesías.
Será bueno que retengamos esta verdad. En el estado de cosas que atravesamos, un culto verdadero rendido por algunos tiene valor a los ojos de Dios, pues representa el culto general que le será ofrecido y es como precursor de éste. Ello es muy apropiado para alentarnos. Por cierto que deberíamos rendir culto con otro poder; pero lo que sube de un corazón sincero ante el Señor, la adoración y la alabanza, es tan aceptable por parte de Dios como cuando la Iglesia no era más que un corazón y una alma; es tan acepto por Su parte como el loor futuro, cuando toda la Asamblea esté reunida en torno a Cristo en la gloria. ¿Cómo podría ser de otra manera, ya que él es quien alaba en medio de la Asamblea? (Salmo 22).

Después de haber mencionado a los hijos de Leví, el profeta se vuelve nuevamente hacia el pueblo: «Y vendré a vosotros para juicio; y seré pronto testigo contra los hechiceros y adúlteros, contra los que juran mentira, y los que defraudan en su salario al jornalero, a la viuda y al huérfano, y los que hacen injusticia al extranjero, no teniendo temor de mí, dice Jehová de los ejércitos» (v. 5).

Es importante repetir que, en todo este capítulo, el «vosotros» se dirige al pueblo infiel y no al remanente creyente. Insistimos en esta observación porque es la clave de la expresión: «y vosotros huiréis», vertida en Zacarías 14:5, pasaje interpretado habitualmente como aplicable al remanente. En efecto, después de haberse referido, en el versículo 4, a las consecuencias que la fidelidad de los hijos de Leví tendrían para Judá y Jerusalén, el Espíritu de Dios nos muestra el resultado de la infidelidad del pueblo. Esta infidelidad ya no es la idolatría de antaño, sino que se resume en dos palabras: el desprecio hacia Dios y el prójimo. Los mismos rasgos son presentados por Zacarías (5:4; 8:17) como característicos del estado moral del pueblo en los últimos días. Exteriormente parecía que todo estuviese en regla; si bien se menciona la magia, por lo menos estaban ausentes los ídolos; más el corazón del pueblo estaba tan corrompido como cuando la idolatría dominaba en Israel. Por eso, a causa del estado del corazón de la nación, el juicio de Dios debía caer sobre ella. Eso caracteriza a toda profesión que no vaya «acompañada de fe» (Hebreos 4:2). Dios resume este estado con una sola frase: «no teniendo temor de mí, dice Jehová de los ejércitos» (v. 5). Les falta el principio, el primer paso en el camino de la sabiduría, y veremos, en el versículo 16, que los verdaderos creyentes se caracterizan precisamente por tal temor.

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