Las ocupaciones en
las cosas presentes —aunque en alguna medida son necesarias para cada uno de
nosotros— tienden a alejar nuestros corazones de Cristo. Debemos recordar que
Cristo no está aquí abajo, y huelga agregar que lo que sí está aquí son las
cosas a través de las cuales debemos movernos cada día.
A menudo oímos
decir: «No son pecados las cosas que constituyen un impedimento para mí, sino
que se trata de obligaciones o ‘deberes’ que debo cumplir». Este razonamiento a
menudo se lo pasa por alto sin que se eleve objeción alguna. Aquel que arguye
de esta forma se supone que no puede recibir ningún tipo de ayuda para su situación,
ni humana ni divina. Debo objetar esta afirmación, así como el estado impasible
y, a menudo, de cierta satisfacción personal de aquel que hace
este planteamiento, y hacerle la siguiente pregunta: «¿Qué es lo que usted
quiere decir cuando habla de sus ‘deberes’?» Si entiendo correctamente mi
vocación cristiana, mi gran compromiso, mi gran deber, es vivir
para Cristo y Sus intereses. Y si el cristianismo significa algo, este deber viene
a ocupar el primer lugar entre todos. Yo no vivo en función de mis propios
intereses. Cualquier otra exigencia (bien o mal llamada un deber)
está supeditada a ésta. Esta última exigencia solamente es
mayor que todas las demás juntas. Cuidado con los deberes que
restan lugar a Cristo.
Ahora bien, si se
pretende usar como pretexto las «obligaciones» a fin de paliar o justificar una
baja condición espiritual o una frecuente ausencia a las reuniones de los
santos, o, en otras palabras, si mis «deberes» como cristiano no me conducen
hacia Cristo y hacia la compañía de los Suyos, yo me preguntaría si no cometo
un error al llamar a estas cosas mis deberes. ¿Fue el Señor el que
me dio estos deberes o, en cambio, yo mismo fui el que echó mano de ellos?
¿Podríamos suponer por un instante que «el Señor ordenó de tal manera
mis asuntos terrenales que ellos tienden a alejarme cada vez más de Él y de Sus
asuntos; y que cuanto más rigurosa y conscientemente trato de llevar a cabo mis
‘deberes’, tanto más se acentúa dicho alejamiento», porque,
lamentablemente, hallo que ellos comienzan a absorber todo mi
tiempo y a demandar todas las energías de mi mente?
No puedo pensar
así, y la razón es clara. Satanás tiende muchas y variadas trampas, pero a él
no le importa por qué nombre usted decide llamar a aquello que roba su alma, en
tanto usted siga permitiendo que se la roben. Usted bien puede desafiar al más
agudo observador a que le señale algún abierto pecado de su parte.
Puede insistir que los santos más bien justifiquen su ausencia de las reuniones
—o su bajo tono espiritual— por el hecho de que usted está impedido de asistir
a causa de sus «deberes u obligaciones». Para su enemigo, y para el enemigo de
Cristo, ello le es indiferente; él no se preocupará por el nombre con
que lo llame. Pero se le roba a Dios (Malaquías 3:8), a usted mismo, y también
a los santos.
Satanás usa hoy día una
gran variedad de artificios. Uno de ellos —que de ningún modo es insignificante
e ineficaz, sino que es de gran alcance y de mucho éxito en sus manos— es
tratar de hacer que los santos estén satisfechos con un cristianismo de día
domingo. Tratar de persuadirlos de que sus «obligaciones terrenales» forman una
serie de cosas, y, por otro lado, Cristo, los Suyos y Sus intereses, forman
otra. Debemos rechazar semejante falsedad con la más firme entereza. Debemos rechazar
—y espero que cada uno de nosotros tenga siempre gracia para rechazar— todos
aquellos «deberes» que nos impidan vivir cada día una vida
cristiana en todas sus manifestaciones reales y presentes, hasta
que el Señor Jesús vuelva. El cristianismo teórico —esto es, la unión de la
verdad con los principios del mundo—, estoy convencido de ello, es el elemento
destructivo del día que vivimos.
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