Si Cristo murió por nosotros, y pagó la deuda de nuestros
pecados, ¿debemos llegar a la conclusión por ello de que todos los hombres son
salvados automáticamente? ¿No hay nada que nosotros mismos debemos hacer para
ser salvados? Si tenemos que hacer algo, ¿en qué consiste? O, como lo expresó
un personaje de las Sagradas Escrituras: “¿Qué debo yo hacer para ser salvo?”
Toda alma que se da cuenta de su necesidad, se formula
esta pregunta, conozca o no el mensaje del evangelio. Cuando una persona llega
a sentir ansias de la salvación y de la comunión con Dios, lo primero que dice,
naturalmente, es: “¿Qué debo hacer?” Por desgracia, hay muchas personas que
están tan obsesionadas con la idea de que deben hacer algo para salvarse, que
son como ciegos frente a lo que Dios ya ha hecho para su salvación. Sin
embargo, la pregunta es lógica y natural, y hasta diríamos inevitable. ¿Qué es
lo que debo hacer para llegar a ser cristiano?
Los hombres no se salvan en masa y automáticamente por el
simple hecho de que Cristo murió por ellos. Hay un papel que debe ser
desempeñado por cada individuo. Pero debes tener presente en forma bien clara,
que el papel nuestro en el asunto de la salvación es muy sencillo y pequeño.
Todo lo que tenemos que hacer es aceptar, con fe sencilla, lo que Cristo hizo
por nosotros en la cruz. Creer, aceptar, confiar y recibir, lo que él ha hecho
en favor nuestro. La parte que te corresponde a ti, pues, en la salvación, es
muy sencilla. Es TENER FE. “Por gracia sois salvos —dice la Palabra de Dios—
por la fe” (Efesios 2:8).
Cuando el carcelero de Filipos les dijo a Pablo y a
Silas: “Señores, ¿qué debo yo hacer para ser salvo?”, el gran apóstol le
respondió sencillamente a esa alma ansiosa y desesperada: “Cree en el Señor
Jesucristo y serás salvo” (Hechos 16: 31). Sí, la parte que nos toca a nosotros
en el plan de la salvación de nuestra alma es simplemente que tengamos fe, una
fe sencilla como la de los niños, que confían implícitamente. No se requiere
nada más, pero nada menos ha de bastar; nada menos ha de darnos la salvación.
Pero quizás se suscite en tu pensamiento otra pregunta:
¿Qué es la fe? A la mente humana le resulta difícil comprender lo que es la
fe, y más difícil aún, ponerla en práctica. Sin embargo, debiera ser lo más
fácil de entender, y en cierto sentido lo es.
En primer lugar, la fe abarca conocimiento o comprensión. Esto es cierto en cuanto a cualquiera de sus formas, aun cuando se trate
de aquella fe común que se ejerce de mil maneras en la vida diaria. No podemos
creer en algo de lo cual no tenemos ningún conocimiento. La fe viene como resultado
de algo que oímos o aprendemos. Cuando oyes hablar acerca de alguna cosa,
crees, o no crees; ejerces la fe, o no lo haces. La fe salvadora requiere el
conocimiento y la comprensión de la cruz y de lo que hizo Cristo en ella.
Cuando alguien oye el mensaje de la muerte de Cristo por sus pecados, la fe
salvadora no nace hasta que la persona no se da cuenta del hecho de que Cristo
ha pagado una vez y para siempre, el precio de dichos pecados, y de que no
queda más por hacer sino aceptar esa obra.
Cualquier alma que escucha el evangelio con su mensaje de
que Cristo murió por sus pecados, y que realmente entiende el hecho glorioso
de que la salvación es una obra ya consumada efectuada por Cristo para
nosotros, ya tiene dentro de sí la esencia de la fe. Una vez que el hecho de la
salvación haya sido comprendido, la fe ya estará bien cimentada. Nunca
olvidaré la noche en que la fe llegó a ser mía. Un siervo de Dios me había
hablado larga y pacientemente, llevándome hacia la cruz y hacia la invitación
de Cristo de que yo fuese salvado; pero parecía que todo lo que yo podía ver
era mi pecado y mi indignidad. El hombre oró conmigo, y yo traté de orar
también, pero salí de la reunión esa noche sumido en las tinieblas espirituales
y en la tristeza. No obstante, cuando llegué a casa, de rodillas junto a mi
lecho, comprendí claramente que Jesucristo había pagado el castigo de todos mis
pecados ¡Había expiado mis pecados! ¡Había muerto por mí! Comprendí por vez
primera el alcance del plan de la salvación. La fe nacía en mi alma. Comprendía
lo que Cristo había hecho en la cruz del Calvario. Dicho conocimiento
constituye el primer elemento de la fe.
La fe también significa decisión. Una vez que
haya comprendido el glorioso hecho de la obra de la cruz, el alma forzosamente
tiene que tomar una decisión: la del arrepentimiento del pecado y la
aceptación de Cristo, o lo contrario. Una vez que haya sido comprendido el
mensaje de salvación,
LA SALVACION tiene que hacerse esta decisión de fe. Hay
personas que se han criado en hogares cristianos, y han recibido durante todas
sus vidas enseñanzas evangélicas, pero que, a pesar de ello, nunca han decidido
personalmente aceptar a Cristo.
La decisión de aceptar a Cristo, desde luego, comprende
la decisión de arrepentirse del pecado. Todo el que posee algún conocimiento de
las verdades espirituales, sabe que seguir a Cristo significa abandonar el
pecado. El que no lo entiende así, no ha recibido todavía ni los primeros
destellos de la fe. Y es esta necesidad de arrepentimiento del pecado que hace
que muchas personas no acepten a Cristo. La decisión tiene que hacerse.
Habiendo ya comprendido lo que Cristo hizo para mí en la cruz, y sabiendo que
aceptarle y seguirle significa arrepentirme de mis pecados y abandonarlos,
tengo que decidir qué es lo que voy a hacer. Triste es decirlo, pero hay
quienes, sabiendo perfectamente lo que es la salvación, y lo que significa
aceptar a Cristo, resuelven rechazar su gracia y seguir en su camino de pecado.
Los tales, no han ejercido la fe, pues ésta implica la decisión. No sólo debe
existir la comprensión intelectual sino también el ejercicio de la voluntad. La
Fe afecta al intelecto y a la voluntad. Ya que Cristo murió por mí, y yo lo
reconozco, lo único que se interpone entre mi persona y la salvación de mi
alma, es mi propia voluntad. ¿Cuál será mi elección, al ver a Cristo inmolado
en la cruz, pagando el precio de mi pecado?
Veamos algunas ilustraciones de estas verdades. Supongamos
que tú estás enfermo de gravedad. Tus parientes llegan a saber acerca de un
célebre médico que sabe cómo curar la enfermedad de que padeces. Lo llaman a tu
cabecera, diagnostica tu caso, y receta el remedio necesario. Este, es
sumamente costoso, pero a pesar de ello, tus parientes lo consiguen, pagando
por él, con grandes sacrificios, la suma exigida. ¿Te salvas de la muerte
porque el remedio ha sido recetado, comprado y puesto al lado de tu cama?
Desde luego que no. Tienes que tomar el remedio que te ha sido traído. Si te
niegas a hacerlo, has de morir. Si estás dispuesto a tomarlo vivirás. Así
sucede con el asunto de la salvación. Tienes que aceptar lo que Cristo ha hecho
por ti, a fin de que seas beneficiado por su obra.
Supongamos que desees hacer un viaje a Europa en avión.
Compras el boleto, y lo llevas en la mano. Miras el avión en la pista de
aterrizaje del aeropuerto, y dices que conoces sus buenas condiciones y que
tienen confianza en él. ¿Bastará todo esto para que cruces el océano? Por
cierto, que no. Tienes que embarcarte en el avión. Cuando la fe que decías
tener en él empieza a traducirse en hechos, y subes al aparato, has de llegar
a su destino, a menos que fallen los motores. En el caso de Cristo, él, la
Nave de la Salvación, no puede fallar. Pero ¿has ejercido tu fe subiendo a
bordo?
¿Has hecho tu decisión? ¿Has aceptado a Cristo,
arrepintiéndote de tus pecados y proponiéndote en tu corazón con sinceridad
seguir en pos de él? Si no lo has hecho aún, estás frente a frente con esta
decisión. ¿Cómo reaccionarás frente al hecho de que Cristo murió por ti y que
ahora te está rogando que acudas a él para obtener un perdón completo? ¿Cuál
será la respuesta de tu voluntad a este conocimiento de la cruz que ahora
posees?
¡Bienaventurado todo aquel que haya hecho ya su decisión!
Es la más importante de todas las decisiones, pues de ella depende tu destino
eterno. Si ya la has hecho, si has aceptado a Cristo y te has arrepentido de
tus pecados, entonces tu salvación está asegurada para siempre.
La fe es simplemente creer las promesas de la Palabra de Dios. La Biblia dice: “A todos los que le recibieron, dióles potestad de ser
hechos hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Juan 1: 12). “Cree en el
Señor Jesucristo y serás salvo” (Hechos 16: 31). “Al que a mí viene, no le echo
fuera” (Juan 6: 37). “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados,
que yo os haré descansar” (Mateo 11: 28), también son palabras de Cristo. “Para
que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna” (Juan 3:
16).
¿Cumplirá Dios su Palabra? ¿Cumplirá Cristo sus promesas?
De ello depende nuestra salvación; sobre ello descansa nuestra fe. De allí que
la fe en su último y más simple análisis, es creer las promesas de la Biblia,
que es la Palabra de Dios. Si no nos aferramos a sus promesas, no podremos
tener una esperanza segura. Si su palabra es segura, lo es también nuestra fe.
La fe es cuestión de aferramos a la única esperanza de salvación, que es el
Cristo crucificado. Tal vez no alcances a comprender
todo el significado espiritual de la cruz o todas las explicaciones teológicas
de la expiación, pero sabes que Cristo hizo algo en la cruz que pagó el precio
de tus pecados, y sabes que la obra hecha allí es tu única esperanza de salvación.
Y a ese Salvador crucificado, te abrazas con fe sencilla y sincera. Toplady lo
expresó con belleza cuando escribió:
Roca abierta ya por mí,
Tengo abrigo siempre en ti;
Es tu sangre, Oh Jesús,
Por mí derramada en cruz,
El remedio eficaz
De mi culpa contumaz.
Todo celo vano es,
Vanas son mis lágrimas:
Tú Oh Jesús mi Salvador,
Sólo puedes perdonar,
Vuestra cruz es mi perdón,
Sólo en ti hay salvación
Las últimas líneas expresan lo que constituye la fe
verdadera, fe que salva. “Vuestra cruz es mi perdón, sólo en ti, hay
salvación”. Un cristiano que estaba pasando por momentos de duda acerca de su
salvación, me confió cuales eran sus dificultades. Estaba preso de grandes
angustias. Yo le aconsejé que cada vez que volviesen a presentarse las dudas
que le atormentaban, dijese, en coloquio con su alma: “Mi única esperanza de
salvación es Cristo y su obra efectuada en la cruz; a él he de aferrarme para
la salvación, venga lo que viniere; y si fuere al infierno, iré allí confiando
en Cristo”. Yo sabía que ninguna persona convertida podía ni siquiera pensar
por un instante que podría ir al infierno confiando en Cristo. Si alguna vez te
sientes tentado a dudar de la gloriosa salvación de Dios, recurre al método que
acabo de exponer.
Cerremos este capítulo con las palabras de otro himno,
escrito por Carlota Elliot:
Tal como soy, sin más decir,
Que a otro yo no puedo ir
Y tú me invitas a venir;
Bendito Cristo, vengo a ti.
Tal como soy, me acogerás;
Perdón, alivio, me darás;
Pues tu promesa ya creí,
Bendito Cristo, vengo a ti.
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