martes, 3 de abril de 2018

LA ORACIÓN DEL SEÑOR:


Mateo 6: 9 al 13
"Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. no nos metas en tentación, más líbranos del mal; porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén."


Esta oración se entrelaza con algunos de nuestros más santos recuerdos y asociaciones. ¡Cuántas personas, de hecho, fueron enseñadas primeramente a balbucear sagradas peticiones sobre las rodillas de una madre! Dicha oración se apegó así a los afectos — un apego que se profundizó en años posteriores cuando, día del Señor tras día del Señor, era repetida una y otra vez, en conjunto con cientos de personas en la iglesia o capilla. Entonces, ella vincula también, en la imaginación, el presente con el pasado, y raza con raza; ya que la imaginación ama pensar obsesivamente que el hecho de que esta misma oración, dada por nuestro Señor a Sus discípulos, ha encontrado un lugar en las liturgias de cada sección de la Cristiandad, y ha sido usada así por siglos, y es repetida semana tras semana, casi simultáneamente, por miles de personas en diferentes regiones y lenguas. No es de extrañar, por tanto, que se la considere con especial reverencia, y como poseyendo una santidad peculiar a ella misma.
Esto ha encontrado una expresión sorprendente en relación con la versión revisada del Nuevo Testamento publicada últimamente. Los revisores se han aventurado a alterar ligeramente su fraseología, y a omitir, debido a la insuficiencia de la evidencia de la inspiración de ellas, las palabras finales — "porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén." Se ha encontrado falla con esto, sobre el terreno de que «la antigua forma en la que las oraciones de los ingleses han sido pronunciadas por tantas generaciones debería haber sido respetada.» Independientemente de lo que se pueda pensar acerca de este veredicto, la pregunta planteada en nuestra mente es, ¿Debería esta oración ser usada por Cristianos? En otras palabras, ¿Fue la intención de nuestro Señor que ella fuese adoptada por los creyentes después del descenso del Espíritu Santo en Pentecostés? Es a la respuesta a esta pregunta que nosotros invitamos a la seria atención de nuestros lectores.
Antes que nada, se puede tener como premisa, y el hecho es patente, que hay muchas oraciones registradas antes de la muerte y resurrección del Señor Jesús, especialmente en el Antiguo Testamento, que serían totalmente inadecuadas para este período de la gracia. Tomen algunas peticiones registradas en los Salmos — peticiones imprecatorias, como se las denomina. Vayan, por ejemplo, al Salmo 69: 22 al 28, y se percibirá, de inmediato, que el espíritu de tales oraciones es completamente ajeno a la inculcada al Cristiano. Así también con muchas de las oraciones encontradas en Jeremías (Jeremías 10: 24 y 25; Jeremías 18: 19 al 23, etc.), y en otras Escrituras del Antiguo Testamento. Esto será suficiente para demostrar que una oración compuesta por el Espíritu de Dios, en una dispensación, no es necesariamente adecuada para el pueblo de Dios de todas las épocas. Conservando este principio en mente, nosotros podemos examinar la oración que el Señor dio a Sus discípulos.
Cabe señalar que, desde el principio, ella no contiene ningún indicio de redención. Puede decirse que ello se asume; y, no obstante, difícilmente puede ser así, si nosotros recordamos el rasgo distintivo de la redención, tal como es presentada en la epístola a los Efesios: "En quien” (es decir, en Cristo), dice el apóstol, "tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia." (Efesios 1:7). Es muy cierto que la oración podía ser usada sólo por quienes estaban en el terreno del pueblo de Dios, tal como estaban los Judíos, quienes tenían el modo y los medios designados de acceso a Dios; pero hablamos ahora de redención, tal como fue consumada por la muerte y resurrección de Cristo. Entonces, lejos de que el perdón por medio de la sangre preciosa de Cristo fuese conocido, es decir, que ya no hay más conciencia de pecados por Su sacrificio único (Hebreos 10), los discípulos son dirigidos a clamar, "perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores." (Mateo 6:12). Por tanto, la eficacia de la sangre preciosa de Cristo no estaba anticipada aquí, ni tampoco se suponía que la conocían los que debían acercarse a Dios con estas peticiones en sus labios. No hay punto más importante sobre el que se deba insistir, especialmente en la actualidad, que el perdón de pecados conocido es, por todas partes en las epístolas, considerado como la herencia común de todo creyente. El apóstol Juan escribe así: "Os escribo a vosotros, hijitos (y el término "hijitos” en este lugar incluye a toda la familia de Dios), porque vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre." (1a. Juan 2:12). Es así muy evidente que esta oración no se eleva a la altura, en este particular, de la que puede ser llamada 'la bendición inicial Cristiana'.

SALVACIÓN Y RECOMPENSA

Hay dos líneas de verdad muy clara­mente distinguidas en la Escritura, y que son confundidas a menudo por los que no leen con discriminación, y que no suelen usar bien la palabra de verdad. Me refiero a los temas de “la salvación por la gracia” y “las recompensas por el servicio”. Al lector casual del Nuevo Testamento le puede parecer a veces que hay una contradicción. En un lugar se nos dice claramente que somos salvos sólo por la gracia, obras aparte, pero en otro lugar se nos dice igualmente claro que seremos recompensados según nuestras obras.
Nuestra alma sólo dejará de ocupar­se consigo misma y se gozará de la paz y gracia de Dios si aprendemos la mente del Espíritu respecto a estas dos verdades tan distintas. Seremos entonces libres para servir a Dios gozosos sabiendo que la cues­tión de nuestros pecados queda resuelta para siempre. Por otra parte, veremos que el corazón agradecido al Señor y Redentor es motivado a servirle. Él, en Su maravillosa benignidad, toma nota de todo lo hecho para Él, y nos lo recompensará.
Al comienzo será bueno considerar un número de Escrituras que presentan es­tas varias fases de la verdad. En Romanos 4:3-5 leemos:

“Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia. Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; más al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”.

Aquí aprendemos que como Abraham fue contado justo delante de Dios en base solamente a la fe, también hoy los creyentes somos justificados de toda nuestra impiedad al instante de confiar en el Señor Jesucristo. Si fuera de otra manera, si tuviéramos que mostramos dignos antes de ser salvos, nuestra salvación no sería de gracia, porque estaríamos poniéndole a Dios como nuestro deudor. Si la salvación es una recompensa por servicio, entonces claramente Dios la debería a aquel que fielmente rinde cualquier servicio que Él demandara, y se salvaría el alma a cambio de buenas obras hechas. Esto, por supues­to, no sería por gracia. ¡Cuán distinto es el principio por el cual somos justificados! La justificación es otorgada “al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío”. Nada está más claro que esto, y sin embargo, ¡cuántos siguen tropezando aquí!
Ahora enlazamos este texto con Efesios 2:8-10.

“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no es de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cris­to Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de ante­mano para que anduviésemos en ellas”.

Aquí de nuevo se manifiesta la preciosa verdad de que la salvación es totalmente por la gracia por medio de la fe; esto es, al creer el testimonio que Dios ha dado. “La fe es por el oír, y el oír por la palabra de Dios” (Ro. 10:17). Por lo tanto, aun la fe por la cual somos salvos no es en ningún sentido de nosotros; es don de Dios, porque Él ha dado al ser hu­mano la capacidad de creer. Sin embargo, no podemos creer hasta que escuchemos Su testimonio, Su Palabra. Cuando el tes­timonio de Dios nos llega en el poder del Espíritu Santo y depositamos en Él nuestra confianza, somos salvos. Esto no deja ningún lugar para las obras como causa en la salvación. De otro modo tendríamos motivos de jactancia, pero no los tenemos. Si pudiera ganar al cielo por mi devoción a Cristo en esta vida, entonces tendría buena razón por la que felicitarme por toda la eternidad: por aquella devoción mía que trajo el resultado tan bendito. Pero en el cielo ningún santo jamás se dará crédito por nada que haya hecho. La canción de todos los redimidos será: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre...sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén” (Ap. 1:5-6).
Y, sin embargo, en el versículo 10 de nuestro pasaje se nos dice muy claramente que somos creados en Cristo Jesús para buenas obras; esto es, que no entramos en la nueva creación a través de buenas obras, pero habiendo sido traído a la nue­va creación por medio de la fe, ahora nos incumbe como hijos obedientes andar en justicia delante de Dios. Debemos vivir en las buenas obras que Dios ha preparado para caracterizar a los que son salvos.
En 1 Corintios 3, el apóstol Pablo nos habla de la prueba que evidentemente tomará lugar en el tribunal de Cristo. No­temos los versículos 11-15:

“Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo. Y si sobre este fundamento algu­no edificare oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, ho­jarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedifi­có, recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque, así como por fuego”.

Según este pasaje, cada creyente es un obrero que edifica sobre el funda­mento que ya ha sido puesto, el cual es Jesucristo. Puede que su obra sea según el I Espíritu -comparada a oro, plata y piedras preciosas- o que sea según la carne - com­parada a madera, heno y hojarasca. Ese día de la manifestación (v. 13) revelará lo que es de Dios y lo que no. Para aquella obra que permanece, se dará recompensa. Pero si la obra no permanece sino desaparece en los fuegos del juicio, entonces por ella y el tiempo perdido, aquel creyente sufrirá pérdida. No obstante, su salvación no está en peligro. Si no fuera salvo, no aparecería en esta escena de prueba. La destrucción de sus obras no toca la cuestión de su salvación personal. Aunque todo fuera quemado, él mismo será salvo, aunque, así como por fuego.
Otro pasaje de ayuda en esta co­nexión está en Hebreos 10:35-36.

“No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón; porque os es nece­saria la paciencia, para que, habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa”.

Esta exhortación se dirige a perso­nas que ya son salvas: “no perdáis, pues, vuestra confianza que tiene grande galar­dón”. Este mismo principio fue verdad en tiempos antiguos, porque leemos en el capítulo 11 de Hebreos lo siguiente acerca de un gran líder en Israel:

“Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de faraón, escogien­do antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón”.

No cabe duda de que cuando Moisés hizo su gran renuncia y dejó un trono para una tienda en el desierto, él ya era un alma vivificada, un hijo de Dios, en quien la fe justificadora moraba. Lo sabemos porque su ojo discernía el galardón, y su corazón y mira estaban puestos en lo que pertenece a las edades eternas. Es algo reservado para el que valora el testimonio de Dios antes que la comodidad y conveniencia personal.
Un versículo del mismo sentir está en 2 Juan 8,

“Mirad por vosotros mismos, para que no perdáis el fruto de vuestro trabajo, sino que recibáis galardón completo”.

Ningún creyente puede perder su salvación, porque ella no está encargada a su cuidado. Se nos dice esto claramente en Juan 10:27-29,

“Mis ovejas oyen mi vos, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perece­rán jamás, ni nadie las arreba­tará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre”.

Pero podemos perder al menos una porción de nuestro galardón.
Hay dos versículos en el libro de Apocalipsis que encajan hermosamente en relación con esto. En el 3:11 el Señor anuncia Su retomo inminente, diciendo:

“He aquí, yo vengo pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona”.

En el 22:12 Él dice:

“He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno se­gún sea su obra”.

Estos dos textos hacen muy clara una cosa que forma la base de un estudio interesante y provechoso para nuestro ánimo y advertencia. El galardón del cual el segundo texto habla es lo mismo que la corona en el primer texto.
Cualquiera puede comprobar esto en seguida, si busca la palabra “corona” en una concordancia analítica o un dicciona­rio expositivo. Hay dos palabras traducidas “corona” en el Nuevo Testamento. Una es literalmente “diadema”, y se refiera a la corona real que lleva un rey o emperador. Esta es la palabra empleada en Apocalip­sis 12, 13 y 19. En la primera instancia el gran dragón escarlata, “la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás” aparece llevando siete diademas. Es el príncipe de este mundo. Entonces vemos la bestia del capítulo 13, el príncipe que ha de venir que Daniel 9 menciona, llevando diez diademas. Este es el hombre escogido por Satanás, quien un día se levantará y aceptará la oferta que nuestro bendito Se­ñor despreció en el monte de la tentación. Se le ofrecerá todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, prometiéndole ser el gobernador de ellos si adora al adversario. En el capítulo 19 de Apocalipsis el Señor mismo vendrá para tomar “el reino” (ob­serva que no dice: “los reinos”), y Juan lo describe así: “había en su cabeza muchas diademas El reinará como Rey de reyes y Señor de señores.
(continuará)

SANA DOCTRINA


Empero tú, habla lo que conviene a la sana doctrina" (Tito 2:1).

¿QUE ES LA SANA DOCTRINA? Los hombres, por su propia cuenta, han dividido Las Escrituras en lo que llaman FUNDAMENTAL y de RE­LATIVA IMPORTANCIA, sin la aprobación del Señor, pues no lo hallamos en el Sagrado Volumen. Leemos en La Palabra que "TODA Escritura, es ins­pirada divinamente y UTIL para enseñar, para redargüir, para corregir, para instituir en justicia, para que el hombre de Dios sea perfectamente instruido..." (2ª Timoteo 3:16,17); "entendiendo primero esto, que ningu­na... Escritura es de particular interpretación" (2ª Pedro 1:20) y que "Toda palabra de Dios es limpia" (Prov. 30:5). Todo esto nos enseña que no hay Escrituras de relativo valor, sino, que La Biblia entera es de suma impor­tancia y en verdad constituye LA SANA DOCTRINA. Así lo comprendió el apóstol cuando dijo: "no he rehuido de enseñaros TODO EL CONSEJO DE DIOS" (Hechos 20:27).
Por lo tanto, nosotros debemos aprender y estar convencidos de que en Las Escrituras nada puede ser tratado con liviandad — todo es indispensa­ble: "añadir" o "quitar" nos expondrá a ser reprobados por el Señor y su­frir las consecuencias de nuestro error.
La recomendación hecha a Tito: "Empero tú, habla lo que conviene a la sana doctrina" (2:1) debe ser apropiada por cada uno de nosotros con toda seriedad. Esto significa que no debemos copiar lo que hacen otros, o lo que se hace en otras partes, sino, ESCUDRIÑAR asidua, seria y reverentemente La Palabra, preguntándonos: "¿Escrito está? ¿Cómo lees (Lucas 20:26) y, Mas, ¿entiendes lo que lees? (Hechos 8:30).
¿ES POSIBLE APARTARNOS DE LA SANA DOCTRINA? Menciona­remos dos maneras en que podemos apartarnos de la "sana doctrina", con gran daño y peligro para nuestras almas:

1.    No estudiando La Palabra, es decir: olvidando la recomendación constante del Señor: "ocúpate en leer", "Escudriñad Las Escrituras", "El libro de aquesta ley nunca se apartará de tu boca: antes de día y de noche meditarás en él". Estudiar incluye la meditación serena y concienzuda, tan­to en privado como públicamente cuando los hermanos están juntos: "Harás congregar el pueblo, varones y mujeres y niños, y tus extranjeros en tus ciudades, para que oigan y aprendan y teman a Jehová".

2. Pretendiendo saber más de lo que está escrito. "Toda palabra es purificada siete veces" (Salmo 12:6) y no tenemos nada que agregar, nada que quitar, nada que perfeccionar. Cuán bueno es el ejemplo de aquellos fieles siervos a los cuales el Espíritu Santo utilizó para decir: "Para que en nos­otros aprendáis a no saber más de lo que está escrito" (1ª Corintios 4:6). Intro­ducir innovaciones es peligroso y condenado por La Palabra, porque esto significa "saber más de lo que está escrito".

¿QUE RESULTARÁ DE APARTARNOS DE LA SANA DOCTRINA? El libro de Los Jueces contiene un triste relato que ningún creyente debe pasar por alto, pues allí Dios presenta la angustiosa vida, lucha y experien­cia que tuvo Su pueblo cuando se apartó de Sus caminos. ¿Cómo llegó a aquel estado? Los ancianos ¡DESCUIDARON LA ENSEÑANZA! Y como resultado "levantóse otra generación que no conocía a Jehová, ni la obra que Él había hecho" y, debido a ello, "Cada uno hacía lo que mejor le parecía".
Hermanos, cuidemos, de nosotros mismos, ocupémonos de la doctrina, para que esto no se repita en medio nuestro.
                                 Pablo Boichenko.

"TODO ISRAEL SERÁ SALVO"

"TODO ISRAEL SERÁ SALVO" (Romanos 11:26)


Pregunta: 
Leemos en Romanos 11:26 "Y luego todo Israel será salvo."
 —La salvación, en este caso, ¿es para todos los descendientes de Jacob, según la carne, o está reservada solamente al Israel "según el Espíritu", es decir, tan solo a los que creyeron?
 —¿Cuál es el sentido de la palabra "salvo" en dicho versículo? ¿Se trata de la redención de la muerte tras la cual viene el juicio, o más bien de la justificación que libera del juicio de 'Dios?


 Respuesta:
I.- La Salvación en este versículo es para todos los descendientes de Jacob, pero no todos aquellos que proceden de Jacob según la carne, pues parte de ellos permanecerá incrédula. Sólo un remanente será salvado, por la elección de la gracia.
En este versículo de Romanos 11, se trata de los tiempos venide­ros, y no hay que olvidar que entonces, Dios reanudará sus relaciones con Israel, su pueblo terrenal (versículo 15). Mientras que nume­rosos judíos seguirán al Anticristo en la apostasía y recibirán el consiguiente castigo de Dios, habrá un remanente fiel, según la elección de la gracia; dicho remanente lo formarán aquellos que se volverán de su iniquidad (Isaías 59:20). Entonces "Jacob echará raíces, florecerá y echará renuevos Israel, y la faz del mundo llenará de fruto." (Isaías 27:6).
El remanente, o residuo, procederá, pues, del Israel según la carne, pero será vivificado por el Espíritu, según lo vemos en Ezequiel 37:9, pasaje que trata de la resurrección moral de Israel en los últimos días (véase también Ezequiel 36: 26-28). Aquellos creyentes que se­rán salvos procederán de todas las tribus de Israel: un número com­pleto para cada uno de ellos, simbolizado por la cifra de 12.000; lo que arrojará un total o conjunto completo y simbólico de 144.000 (Apocalipsis 7: 1-8).
Para comprender la expresión "todo Israel", basta pues examinar la posición de este pueblo. Actualmente, aquellos de los judíos que han nacido de nuevo y depositado su fe en el Mesías Jesús forman parte de la Iglesia, en la cual han sido introducidos por el Espíritu Santo (1ª. Corintios 12:13); por lo tanto, ya no son "judíos", ni tampoco siguen integrando el pueblo de Israel (Efesios 2: 11-18; 1ª. Corintios 10:32). Notemos, de paso, que si cuando el nacimiento de Jesús hubo efectivamente un remanente según la elección de gracia (Lucas, capítulos 1 y 2), ya no conservaba su carácter de Israel: "Y el Señor añadía cada día al número de ellos los que iban siendo salvos." (Hechos 2:47 – LBLA), esto es, los del remanente que estaban salvándose. Pero cuando Dios restablezca Israel hará de un resto, o "remanente", una nación grande: no será solamente los ju­díos —es decir las dos tribus y algunos individuos de las demás— será todo Israel. Además, como los impíos serán destruidos, corta­dos de la tierra (Salmo 101: 8), o impedidos de entrar en ella, el remanente salvo viene a ser literalmente "todo Israel", expresión usada en el Antiguo Testamento (Hebrero: Kol Yishrael) para el conjunto de la nación, integrada por las doce tribus.
II.- Aquella salvación de Israel implica la liberación del pecado, y la justificación por gracia, sobre el principio de la fe (Jeremías 31: 31-34). Todas las promesas de Dios a favor de Su pueblo Israel se cumplirán en este mundo restaurado.
Más tarde, cuando sea destruida la tierra, después del Milenio, aquellos creyentes, vivificados por el Espíritu, participan de la felicidad eterna en los nuevos cielos y la nueva tierra.
 Traducido de "Il Messaggero Cristiano"
Revista "VIDA CRISTIANA", Año 1956, No. 19.-

MEDITACIÓN

“Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra” (Hechos 4:29).



Cuando los primeros cristianos padecían persecución, no esperaron a que cambiaran sus circunstancias. Más bien glorificaban a Dios por las circunstancias.
Es muy triste comprobar que a menudo no seguimos su ejemplo. Damos largas a la acción hasta que las condiciones se muestran más favorables. Vemos las barricadas como obstáculos en vez de verlas como trampolines. Disculpamos nuestras tardanzas argumentando que nuestras circunstancias no son ideales.
Los estudiantes no se comprometen activamente en el servicio cristiano hasta que se gradúan. Pero apenas esto ocurre, casi de inmediato se ocupan del romance y el matrimonio. Más tarde, las presiones del empleo y la vida familiar les mantienen entregados a sus labores y deciden esperar hasta la jubilación. Para entonces, dicen, se verán libres por el resto de su vida para servir al Señor. Pero cuando llega ese momento su energía y visión se han esfumado y sucumben a una vida de ocio.
O puede ser que nos encontremos trabajando en la iglesia local con gente que tiene posiciones de liderazgo pero que no nos caen bien. Aunque son fieles y esforzados, los encontramos desagradables y molestos. ¿Qué hacemos entonces? Nos incomodamos e irritamos con el trabajo, esperando a que llegue algún funeral de primera clase. Pero tampoco esto funciona, pues algunas de estas personas tienen una longevidad sorprendente. Esperar funerales no es productivo.
José en Egipto no esperó hasta salir de la prisión para hacer que su vida fuera útil; tenía un ministerio de Dios en la prisión. Daniel llegó a ser un hombre poderoso en Dios durante la cautividad babilónica. Si hubiera esperado hasta que el exilio terminase habría sido demasiado tarde. Fue durante los días en que Pablo estuvo en prisión que escribió las epístolas a los Efesios, Filipenses, Colosenses y a Filemón. No esperó a que las circunstancias mejoraran.
La realidad es que las circunstancias nunca son ideales en esta vida. Y para el cristiano, no hay promesa de que vayan a mejorar. Así que, en el servicio como en la salvación, hoy es el tiempo aceptable.
Lutero decía: “El que espera hasta que la ocasión parezca favorable por completo para empezar a hacer su obra, nunca la encontrará”. Y Salomón nos advierte que: “El que al viento observa, no sembrará; y el que mira a las nubes, no segará” (Eclesiastés 11:4).

VIDA DE AMOR (Parte IV)



El amor “no se porta indecorosamente”. El amor no es desordenado, excéntrico o indecoroso. Nunca le fal­tan los buenos modales y la cortesía. Aprendamos que hay tal cosa como la etiqueta de la vida cristiana, y tan sólo el amor la conoce y la práctica. El amor busca siem­pre lo propio y conveniente de las cosas. Siempre trata de hacer lo mejor, de la mejor manera posible. El amor es el bien perfecto en armonía perfecta con la vida.
Para cada uno de nosotros, cada hora, hay tan sólo una manera propia de hacer las cosas, la manera del amor. La cortesía no es sino el amor en las pequeñas co­sas. ¿Por qué tan a menudo hacemos el bien de mal mo­do? ¿Por qué hemos de practicar una virtud a expensas de otra? ¿Por qué nuestra honradez ha de despreciar nuestra caridad? ¿Por qué nuestra candidez ha de sobre­pasar nuestra simpatía? ¿Por qué nuestro celo ha de ame­nazar nuestra paciencia? De todos estos acontecimientos proviene lo indecoroso en nuestra vida. Pero el amor “no se porta indecorosamente”. Hay tanta piedad torpe, tanta bondad desatinada, tanta santidad poco atractiva, tanta religión desagradable, pero ¿por qué? Por falta de amor.
¿Recordáis el hombre bienaventurado que el primer Salmo describe como “el árbol plantado junto a arroyos de agua, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace prosperará”? El follaje seguramente ha de ser la etiqueta de la vida cristiana, su cortesía, su bondad, su atención a los detalles. Hay muchos que tie­nen bastante fruto, pero que están completamente des­nudos de hojas.
El amor no es egoísta, sino altruista, “no busca lo suyo”. El que ama no se esfuerza por obtener sus pro­pios derechos, ni ve la utilidad de todas las cosas tan sólo en su propio placer y ventaja, haciendo caso omiso del bien y el placer de otros. El amor no busca lo suyo, pero halla su gozo y riqueza en altruismo en obsequio del servicio. El bien de los demás es siempre el motivo del amor, cualquiera sea su ocupación. Su instrucción es pa­ra iluminar a otros; su labor es para el bien de otros; su oración y fe y sacrificio son para la purificación y con­suelo de otros. El amor se realiza en altruismo; “no bus­ca lo suyo”.
El amor no es irritable, pero de buen genio. Ahora bien, el mal genio no es una mera debilidad de la natu­raleza, no es meramente cuestión de temperamento, aun­que muchos piensan que lo es. Drummond ha dicho del mal genio: “Ninguna forma de vicio, ni la mundanalidad, ni la codicia de oro, ni aun la misma embriaguez contri­buyen tanto a matar el cristianismo en la sociedad como el mal genio”. En amargar la vida, en deshacer comuni­dades, en destruir los lazos más sagrados, en desolar ho­gares, en hacer marchitarse a hombres y mujeres, en qui­tar la frescura de la niñez, en fin, en poder cabal de pro­ducir miseria sin razón, esta influencia es única. Es ge­neralmente la gente concentrada en sí misma que es quis­quillosa y fácilmente exasperada y quienes, haciendo alarde de humildad, son realmente orgullosos.
Tenía un amigo que visitaba a una señora que siem­pre se estaba despreciando, diciendo qué terrible peca­dora era. Mi amigo se cansó un poco de esto y decidió cambiar de táctica con ella. Así que la próxima vez que se quejó de su estado y dijo qué mala mujer era, contes­tó: “Sí, es cierto”. Entonces ella dijo: “Soy tan buena co­mo usted, de cualquier modo”.
El amor puede, y en ciertas ocasiones debe, enojar­se; pero hay una diferencia entre ira justa e irritabilidad. Cristo en ocasiones se enojó, pero nunca se irritó. Este vicio es a menudo la única mancha en un carácter, por lo demás, noble. Con demasiada frecuencia es el vicio de los virtuosos. Pero el amor no es irritable, sino de buen genio.
El amor no es vengativo, sino generoso. “No toma en cuenta lo malo”. Esto significa que, mientras el amor lle­va un diario de todo el bien que recibe, no lleva cuenta de las injusticias que le hacen. Estas cosas no las atesora en su memoria con la intención de que se las paguen al­gún día. Es trágico hallar a David en su lecho de muerte recordando los males que le había hecho Joab y las mal­diciones que le profirió Semei cuando huía de Jerusalén. Tenía todo esto escrito en su libro de cuentas. Pero el amor no lleva tales registros. Se dice de Abraham Lin­coln que “nunca olvidó un beneficio, pero que no tenía lugar en su mente para la memoria de un perjuicio”. Hay una moralidad de la memoria y el amor tiene una lista de sus acreedores, pero no de sus deudores. El amor “no toma en cuenta lo malo”.
El amor no es malévolo, sino magnánimo, “no se go­za en la injusticia, más se goza con la verdad”. El Dr. Moffat lo traduce, “El amor nunca se alegra cuando otros se extravían”. El amor se alegra de la bondad. El amor nunca hace capital de las faltas de otros y no se complace en divulgar las debilidades de otros. Sin em­bargo, el amor es contrario al pecado y se apesadumbra y lamenta por ello. Es un aliado de la verdad, y al ampa­rar al pecador, nunca dejará de condenar su pecado.
Lo que causa el regocijo de alguien es un buen in­dicio de su carácter. Estar contento cuando prevalece el mal o regocijarse de las desgracias de otros, es indicativo de gran degeneración moral. ¡Ay de mí! hay tal cosa co­mo gozo maligno. Esto se refleja en una observación de La Rochefoucauld, “que hay algo no del todo desagrada­ble para nosotros en las desgracias de nuestros mejores amigos”. Esa es una observación aguda, que bien pode­mos meditar. Pero el amor no sabe nada de esto. Aquí se encuentra con su hermana la verdad y comparten jun­tos su gozo. “El amor no se goza de la injusticia, más se goza con la verdad”.
El amor no es rebelde, sino valiente. “Todo lo so­porta”. Se ha creído que “soporta” aquí tenga la fuerza de “cubre”, es decir, vela, en cuanto sea posible, el lado sombrío de la vida. Pero esa idea es comprendida en la anterior cualidad — “el amor nunca se alegra cuando otros se extravían”, y, por lo tanto, no habla de ello. “So­porta” es, pues, la mejor traducción, y esta cualidad tiene un significado tanto activo como pasivo. De una mane­ra pasiva, el amor soporta” sufriendo el mal que se le hace, sin desquitarse. Recordamos que está escrito de Cristo que “cuando le maldecían, no retornaba maldi­ción; cuando padecía no amenazaba”. De una manera activa, el amor “soporta” cuando levanta la carga de la vida y la lleva con valor.
Probablemente el aspecto pasivo predomina en nues­tro pasaje. El amor es fuerte en sus silencios; sufre en silencio lo que tiene que padecer. Ninguna clase de in­gratitud lo hace vacilar, y es a prueba de todos los opro­bios y las injusticias. La palabra empleada aquí es muy gráfica. Se emplea para denotar seguridad, como una em­barcación a prueba de agua. Se dice de un techo que no se llueve; de tropas defendiendo una fortaleza: del hielo que sostiene un peso sin ceder.
Esto no quiere decir que el amor consiente en todo lo que soporta, pero sí, quiere decir que el amor afronta la vida con valor y prefiere sufrir antes que rebelarse.
El amor no es suspicaz, sino confiado. “Todo lo cree”. Esto no quiere decir que el amor es ciego y crédulo, que es fácilmente engañado; pero sí, quiere decir que el amor no es suspicaz, que es enteramente ajeno al espíritu del cínico, del pesimista, del calumniador anónimo, del de­tractor secreto. El amor tiene el concepto mejor y más benévolo de todos y en todas las circunstancias, mientras sea posible tenerlo. El amor trata de tomar en cuenta la fuerza de las diferentes circunstancias, estudia los mo­tivos y es tolerante en todo lo posible. Esto es lo que Phinees y los israelitas no hicieron en el asunto del altar que las dos y media tribus edificaron en los términos de la tierra de Canaán. Esto es lo que hizo Tomás Carlyle cuando abogó con tanta elocuencia por un juicio benigno respecto a Roberto Burns. Dice: “Concedido que el ba­jel entra a puerto con obenques y jarcias estropeados. El piloto es culpable; no ha sido todopoderoso ni infinita­mente sabio. Pero para juzgar cuán culpable, decidnos primero si su viaje ha sido alrededor del mundo o tan sólo hasta Ramsgate y la Isla de Perros[1]”.
Es esta cualidad en el amor que ayuda a los hom­bres y mujeres para que lleguen a ser lo que deberían ser. Hay una tendencia en toda vida de ajustarse al jui­cio que se pronuncia sobre ella. Hay algunas personas que parecen incapaces de creer en la bondad desinteresa­da, que miran a toda acción, por buena que sea, con re­celo. Por lo contrario, fue porque Cristo vio en los pa­rias un esplendor oculto, infinitas capacidades que yacían enterradas, que se hizo el amigo de publícanos y pecado­res; y la fe que tenía en ellos fue un factor en su salva­ción. A través de las filas cansadas de los vencidos, a través de la muchedumbre de los desalentados, a través de los campos pisoteados de la vida, sembrados de esfuer­zos malogrados y ensueños desvanecidos, pasa el amor, aun creyendo en todas las cosas, y al resplandor de aque­lla fe valiente, muchos hombres alargan la mano para to­mar su espada y hallan que vale la pena de ser empu­ñada, aun siendo quebrada.
El amor no es desalentado, sino de ánimo inaltera­ble. “Todo lo espera”. Hemos visto el amor soportando porque cree, pero cuando es desengañado en el objeto de su confianza, todavía espera mejores cosas en el por­venir, aun cuando otros hayan perdido la esperanza. Am­plias vistas y grandes esperanzas van unidas. El amor espera aun cuando no halla terreno firme para su fe. Es­perar cuando la fe ha sido desengañada, es algo más grande que el haber creído. Tras la esperanza del amor, y justificándola, está por una parte el hecho que Dios está buscando al hombre, y por otra parte que el hom­bre fue creado para Dios. Así que el amor nunca deses­pera de nadie.
El amor no lo espera todo, torciendo la evidencia de sus sentidos. No trata de persuadirse que el ladrón es honrado, o el libertino casto, o el mundano espiritual. Pe­ro se aferra al hecho que todo hombre fue creado para ser honrado, puro y espiritual. Donde no haya lugar para su fe en medio de las realidades estrechas y tristes de la hora, el amor pone su mano en la mano de la espe­ranza y lleva su fe adelante al aire más amplio de la bue­na y santa posibilidad. Justamente porque estas dos vir­tudes cristianas están vitalmente relacionadas, el amor es imposible sin la fe y la esperanza, y así: todo lo cree y todo lo espera”.
Finalmente, el amor no es vencible, sino indómito. “Todo lo sufre”. El amor “soportándolo todo”, se refiere a su actitud cuando no recibe lo que le es debido. Pero el amor “sufriéndolo todo”, se refiere a su actitud cuan­do recibe lo que no le corresponde, es decir, mal tra­tamiento.
Esta cualidad es la corona de todo lo que antecede. Mirad estas cuatro últimas cosas; el amor soporta silen­ciosamente, padece intensamente, pero ama, y lo hace porque cree, dando la mejor interpretación posible a la conducta de otros y esperando mucho de todos. Cuando esta fe es traicionada, el amor aún espera, viendo la ne­cesidad del hombre y la gracia de Dios, y cuando tal es­peranza es tristemente desengañada, el amor persevera aún. Esto es el verdadero clímax del valor y optimismo del amor. El amor permanece firme aun cuando es ven­cido. A la medianoche mantiene su faz hacia el alba; cuando otros desmayan y ceden, el amor persevera. Los mejores de todos los demás esfuerzos se cansan en sus trabajos para conseguir que se haga la voluntad de Dios sobre la tierra como en el cielo, pero el amor persiste a pesar de todas las demoras. Este es su triunfo final.
He dicho que este retrato del amor no es la obra de un pintor sino de un fotógrafo. Es un retrato de Cristo.
En una palabra final, veamos cómo estos versículos nos dan el retrato del Maestro. Él es el gran ejemplo de longanimidad infinitamente paciente, porque es eterna. Su vida entera se resume en el testimonio de que “anduvo por todas partes haciendo bienes”. Nunca deseó ningún bien para sí solo ni jamás envidió a nadie el bien que poseía. La grandeza de Cristo consistió tanto en lo que suprimió como en lo que demostró; tanto en velar su glo­ria como en su limitación en obrar milagros; no había ninguna ostentación. No demostró ni vanidad ni presun­ción, ni orgullo, ni desprecio de otros.
Había una perfecta propiedad en todo lo que hacía, una perfecta oportunidad siempre. Aunque era el más ac­cesible de los hombres nunca le faltó dignidad ni calma. Hizo lo propio siempre de la mejor manera y en el mo­mento oportuno. Era la negación misma del egoísmo. Vivía para los demás; nunca se exasperó por el mal que le hicieron — y fue mucho. Nunca fue vengativo. Nunca se desquitó. Tenía la facultad divina del olvido, olvido de injusticias que le hicieron a Él; tenía compasión de los extraviados y pecadores y los protegía de los que hubie­ran hecho capital de su pecado. Soportó con paciencia las injusticias que le hicieron los suyos y su amor per­duró, y al mismo tiempo tendió una mano a otros para ayudarles a llevar la carga que les tocaba.
Nunca juzgó mal a nadie, porque no juzgaba según las apariencias exteriores. Reconoció la fe dondequiera que existiese y creyó siempre que fuese posible creer. Jamás abandonó a ninguna alma; tuvo esperanzas para el pródigo, la ramera y el ladrón, y los ganó. Soportó con calma toda oposición y persecución y oró sobre la cruz por sus enemigos.
Ahora, el negocio de nuestras vidas es de ajustar estas cosas a nuestro carácter. Esa es la obra suprema a la cual debemos dedicarnos en este mundo — aprender el amor.
¿Cómo podemos aprender una lección tan grande? Solamente por la práctica. Mirando cuadros no hace de un hombre un pintor. Escuchando la música no lo hace un músico. Los colores deben ser mezclados y el instru­mento debe ser tocado. De la misma manera no pode­mos amar de otro modo que amando. Salgamos de esta carpa esta mañana para amar como nunca lo hemos he­cho antes.



[1]  Puntos en las Islas Británicas

DIOS DEBE SER GLORIFICADO EN LA ORACIÓN

A continuación, extractamos un párrafo del diario de nuestro amado hermano Don George Müller, uno de nuestros hermanos usado por el Señor en el siglo pasado, hombre de sumisa voluntad a la voluntad del Señor.
"Constantemente se presentaban ante mí, asuntos que demostraban que una de las cosas especiales que los hijos de Dios necesitan en nuestros días, es que su fe sea fortalecida.
"Ansiaba yo, pues, tener algo que señalar a mis hermanos, como prueba visi­ble que nuestro Dios y Padre es el mismo Dios fiel, como siempre lo fue en él pasado: tan pronto como nunca para demostrarse a Sí mismo como el Dios Vi­viente en nuestros días como en los tiempos pasados, a todos los que ponen su confianza en El.
"Mi espíritu ansiaba ser instrumento en fortalecer la fe de ellos, no solo citándoles ejemplos de la Palabra de Dios, acerca de Su prontitud y de su capa­cidad para ayudar a todos aquellos, quienes se apoyan en El, sino también DEMOSTRARLES POR PRUEBAS que Él es el mismo hoy. Sabía yo que la Pala­bra debía ser suficiente para eso; y por la gracia me fue suficiente para mí; pero aun así consideré que debía prestar una mano para ayudar a mis hermanos.
"Así, pues, me juzgué ser el siervo de la Iglesia de Cristo, en ese punto particular en que yo había obtenido misericordia; a saber, en poder tomar a Dios al pie de Su Palabra y fiarme de ella. El primer objeto de la obra fue y lo es aún que Dios sea glorificado por el hecho que los huérfanos a mi cuidado son pro­vistos de todo lo que necesitan, solamente por la fe y la oración, sin solicitar nada personalmente a nadie; y así por ese hecho se podría ver QUE DIOS ES TODAVIA FIEL Y TODAVIA OYE LA ORACION.
"Durante estos últimos días he orado mucho acerca del Hogar para Huérfa­nos, y con frecuencia he examinado mi corazón; para que, si fuera en cualquier grado mi deseo de ensanchar esta obra gratificarme a mí mismo, pudiera yo descubrir ese deseo.
"Cuando comencé el trabajo para los Huérfanos, en el año 1835, mi principal objeto fue la gloria de Dios, queriendo dar una demostración práctica de lo que se puede efectuar simplemente por la instrumentalidad de la oración y de la fe para así beneficiar la iglesia en general, y conducir a un mundo descuidado a contemplar la realidad de las cosas de Dios, haciéndoles ver en esta obra, que el Dios Viviente es aún, como lo fue, 4000 años ha, el Dios Viviente. Este, mi propósito y objeto han sido abundantemente honrados. Multitudes de pecadores han sido así convertidos, multitudes de los hijos de Dios en todas partes del mundo han sido beneficiados por esta obra, justamente de la manera que yo había anticipado. Pero mientras más se ha desarrollado la obra, tanto mayor ha sido la bendición, concedida de la mismísima manera en que yo la había esperado; pues la atención de centenares de millares ha sido atraída a la obra; y muchas decenas de millares han venido a visitarla. Todo esto me conduce a desear se­guir trabajando más y más de esta manera, para así traer aún mayor gloria al Nombre del Señor. Que se dirijan las miradas hacia Él, que Él sea ensalzado, admirado, que en Él se confíe, que en Él se apoyen en todo tiempo- este es mi propósito en este servicio; y así también y particularmente en este ensanche. Para que pueda verse cuanto, un pobre hombre, simplemente confiando en Dios, puede efectuar por la oración y para que así otros hijos de Dios sean conduci­dos a efectuar la obra de Dios dependiendo de Él.
Sana Doctrina, 1976

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO.(Parte XIX)

José, el amado





De los doce hijos de Jacob, se dice que el padre amaba más a José que a los otros, porque le había tenido en su vejez. Pero si su padre le amaba, sus hermanos le aborrecían, y no le podían hablar pacíficamente. Sin duda le tenían celos y había otras razones por el odio que le guardaban. Él noticiaba a su padre la mala fama de ellos. A menudo los escuchaba contar las inmoralidades que habían cometido entre los vecinos, y por la noticia que de José recibía, el padre les reprendía.
Mientras los otros hijos trataban a su padre con desconfianza y le manifestaban poco cariño, José todo lo confiaba, buscando su parecer, ganando así las manifestaciones del amor paternal que tanto les inspiraba envidia en los otros. En vez de reconocer que la falta era de parte de ellos mismos, buscaban causa contra José por su popularidad con el padre.
Otra razón dada en las Escrituras porque los hermanos odiaban a José fue la de los sueños. En uno de ellos se vio entre sus hermanos atando manojos en un campo de trigo, y mientras se paraba el manojo de José los demás se inclinaban a él. Otra vez soñó y vio que el sol y la luna y las once estrellas se inclinaban a él. Al confesar este sueño, aun su padre le reprendió, pero a la vez se hizo pensativo, guardando qué sería el significado de eso.

Como los hijos mayores de Jacob siguieron el trabajo de su padre, se apartaron lejos del lugar de su habitación en busca de pastos para sus ovejas. En una de estas ocasiones Jacob llamó a su hijo José para enviarle a saber de ellos y de las ovejas. José contestó: “Heme aquí”, y salió pronto para una parte por él desconocida. Tuvo dificultad en hallar a sus hermanos, pero su fidelidad a su padre no le dejó volver atrás antes de cumplir su misión.
Pero ¿cómo le recibieron? Al verlo de lejos proyectaron contra él para matarle. Burlándose de él, dijeron: “He aquí viene el soñador”. Propusieron matarle y echarlo en una cisterna vacía. Luego al pasar algunos mercaderes ismaelitas en camino a Egipto, le sacaron de la cisterna y lo vendieron. Cuando José salió de la presencia de su padre para buscar a sus hermanos, él anduvo un camino que jamás había atravesado. Los hermanos se habían extraviado del lugar a donde Jacob los había enviado, y José tuvo que buscarlos.
Así nuestro Señor Jesús, en su parábola de la oveja perdida, describe el pastor dejando a las noventa y nueve en lugar seguro para ir en busca de la perdida. No cesó hasta encontrarla.
A pesar de la benignidad de la misión de José, él fue rechazado y vendido a esos mercaderes. Los mercaderes en el caso de nuestro Señor Jesús fueron los mismos jefes de la religión de ese día, los sacerdotes. Judas, el traidor, vendió a nuestro Señor a ellos por treinta piezas de plata, el precio de un esclavo, y Jesús fue condenado como reo a la más horrorosa muerte de crucifixión.
Como José fue acusado falsamente en la cárcel, apartado por un tiempo de la vista de todo el mundo, y después fue sacado y levantado por el rey de Egipto al segundo puesto en el reino, así nuestro Señor sin culpa fue muerto y enterrado. A los tres días fue resucitado, y al cabo de cuarenta días fue levantado a la diestra del Padre Dios y coronado de gloria y honra.
Él se ocupa ahora, como Pontífice de su pueblo, en ofrecer a Dios las oraciones y alabanzas de los salvos. Vendrá el día en que le serán dadas también las glorias terrenales, pero ahora no las busca, ni inspira a su pueblo buscarlas, sino las cosas de arriba donde Él está.
La sabiduría de José en interpretar los sueños de otros presos hizo que fuese llamado por el rey de Egipto para interpretar un sueño importante que éste tuvo. Le hizo saber al rey que habría siete años de abundancia, seguidos por siete de hambre. Dio consejo de hacer preparativos enseguida contra tan terrible suceso.
Le hizo caso el rey y, creyendo que ninguno podría con más sabiduría atender al asunto de juntar el trigo necesario, nombró a José por mayordomo. Así José fue exaltado y vino a ser el salvador del pueblo egipcio. También el ahorro de trigo llegó a salvar las vidas de otras gentes de naciones en derredor. Veremos más adelante cómo esto resultó en el cumplimiento del sueño de José acerca del sol, luna y estrellas inclinados ante él.
Hubo mucha alegría en Egipto durante los años de abundancia, y seguramente algunos pensaban que así sería siempre, pero José hacía preparativos contra el mal tiempo profetizado. Pronto llegó el fatal año del principio del hambre, y no había otra cosa que hacer sino ir al rey en busca de socorro. Para todos Faraón tenía una sola respuesta: “Id a José y haced lo que él os dijere”.
En esto él prefigura a nuestro Señor Jesús, de quien Pedro dice en Hechos 4.12: “En ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, en que podemos ser salvos”. A uno solo ha dado Dios el honor de salvarnos, y es a su bendito Hijo. Ningún santo puede compartir con él esa gloria, pues Él sólo ha muerto por nosotros, y es la sangre suya que tiene virtud para quitar nuestros pecados.
Los devotos del así llamado San José, esposo de María la madre de Jesús, quizás habrán visto imágenes con la inscripción siguiente: “Id a José, y haced lo que él os dijere”. Cuentan los fabricantes de estos ídolos con la ignorancia del pueblo acerca de las Sagradas Escrituras, y hacen creer que estas palabras tienen su aplicación a José el marido de María, cuando de hecho fueron pronunciadas siglos antes del día de nuestro Señor, y se relacionan del todo con otro José.
Amigo lector, prepárate para el día malo. Pronto tendrás que ir de aquí a la eternidad. Si no has hecho preparativos, te irá mal. Piensa en el futuro de tu alma; acude a Jesucristo para el perdón de tus pecados; creyendo en él, y sólo en él, serás salvo. Si sigues hasta la muerte sin arrepentimiento, tu preciosa alma irá a la perdición y tormento del infierno. “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”, 1 Juan 1.7.