JUDAS 3
La opinión prevaleciente, que es común entre miles de personas, es la
de escapar a la idea de la presente confusión para echar mano de esta especie
de recurso: que la iglesia enseña y juzga y hace esto y aquello; pero,
contrariamente a eso, es Dios quien juzga a la iglesia. Él muestra paciencia y
gracia, y llama almas hacia sí tal como lo hizo en Israel. Pero lo que debemos
mirar de frente es el hecho de que la iglesia no ha escapado de los efectos de
ese principio propio de la pobre naturaleza humana, a saber, que lo primero que
hace es apartarse de Dios, y arruinar todo lo que Él ha establecido.
Cuando hablamos de los últimos tiempos, no se trata de algo nuevo,
sino de algo que tenemos en las Escrituras, de algo que Dios, en su soberana
bondad, nos ha revelado antes del cierre del canon de las Escrituras. Él
permitió que el mal surgiese para poder darnos el juicio de las Escrituras
sobre él.
Si consideramos la epístola de Judas —y
ahora tomo sólo algunos de los principios que la Iglesia de Dios necesita—,
dice: “Amados, por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra
común salvación, me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis
ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3).
La fe ya estaba en peligro, y ellos se veían obligados a contender por aquello
que se les estaba escapando de las manos, por así decirlo, “porque algunos
hombres han entrado encubiertamente”, etc. de modo que ahora debéis considerar
el juicio. Dios salvó a su pueblo de Egipto, y más tarde tuvo que destruir a
aquellos que no creyeron. Algo similar ocurrió con los ángeles también.
Luego también Enoc profetizó de aquellos de quienes habla Judas, de
los impíos sobre los cuales el Señor ejecutará juicio cuando venga otra vez.
Éstos ya estaban allí, y el comienzo del mal en los días de los apóstoles, era
suficiente para que Dios nos revelara Sus pensamientos en su Palabra. La base del
juicio para cuando el Señor vuelva ya estaba presente. Leemos en la primera
epístola de Juan: “Hijitos, ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis
que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto
conocemos que es el último tiempo” (1 Juan 2:18). De modo que no se trata de
algo nuevo que se ha desarrollado, sino de algo que empezó en los primeros
tiempos, tan precisamente como ocurrió en Israel cuando hicieron el becerro al
principio de su historia, y sin embargo Dios los soportó por siglos, pero el
estado del pueblo era juzgado por un hombre espiritual. Dice Juan: “Conocemos que
es el último tiempo.” Supongo que la iglesia de Dios difícilmente haya mejorado
desde entonces. En el v. 20 agrega: “Pero vosotros tenéis la unción del Santo,
y conocéis todas las cosas”, es decir, tenéis lo que os capacitará para juzgar
en tales circunstancias.
Veamos de nuevo el estado práctico de la iglesia tal
como lo ve el apóstol Pablo en Filipenses 2:20-21: “Pues a ninguno tengo del
mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros. Porque todos
buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús.” Eso sucedía en sus días.
¡Qué testimonio! No quiere decir que ellos habían desistido de ser cristianos.
El apóstol le dice a Timoteo: “En mi primera defensa ninguno estuvo a
mi lado, sino que todos me desampararon; no les sea tomado en cuenta” (2
Timoteo 4:16). ¡Ninguno se quedó con él! Pedro nos dice que “es tiempo
de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 Pedro 4:17). Cito estos
pasajes como la autoridad de la Palabra de Dios que nos muestra que ya
entonces, desde el mismo principio, algo estaba sucediendo públicamente, que el
Espíritu de Dios podía discernir, y de lo cual podía dar testimonio como la
causa del juicio final, pero que ya era manifiesto en la iglesia de Dios.
Hay otra cosa que demuestra positivamente este principio, lo cual es
la causa de la acción, bajo las circunstancias reveladas en las siete iglesias
de Asia: Apocalipsis 2 y 3. No dudo de que se trata de la historia de la
iglesia de Dios, pero el punto principal es éste: “El que tiene oído, oiga lo
que el Espíritu dice a las iglesias.” Las iglesias no podían guiar, ni tener
autoridad, ni nada de esa naturaleza, pero todo aquel que tenía oído para oír
la Palabra de Dios, debía juzgar el estado de ellas. Éste, evidentemente, es un
principio importante, y algo muy solemne. Cristo habla a las iglesias, no como
Cabeza del cuerpo —aunque lo es para siempre—, sino que ellas son contempladas
como responsables aquí en la tierra. No es que el Padre envía mensajes a la
iglesia tal como lo hace a través de las diversas epístolas, sino que se trata
de Cristo caminando en medio de ellas para juzgarlas. Él, pues, está aquí, no
como Cabeza del cuerpo, ni como el Siervo. Está vestido “de una ropa que
llegaba hasta los pies” (Apocalipsis 1:13); si se tratara de servicio, uno la
recoge si quisiera servir; pero no es el caso aquí. Él anda en medio de ellos para
juzgar su estado. Es algo nuevo.
Se trata de una cuestión de responsabilidad;
en consecuencia, hallamos unas asambleas aprobadas y otras desaprobadas. Su
condición está sujeta al juicio de Cristo, y ellas son aquí llamadas para oír
lo que Él tiene que decir. No es precisamente la bendición de Dios lo que
tenemos en relación con estas iglesias, aunque ellas tenían muchas bendiciones,
sino la condición de las iglesias una vez que estas bendiciones habían sido
puestas en sus manos. ¿Qué uso habían hecho de ellas?
Consideremos a los tesalonicenses en su frescura: la obra de fe, el
trabajo de amor y su perseverancia en la esperanza eran manifiestos. Pero en la
primera epístola a las iglesias, esto es, en la epístola dirigida a Éfeso,
leemos: “Yo conozco tus obras, y tu arduo trabajo y paciencia” (Apocalipsis
2:2). ¿Dónde estaban la fe y el amor? Faltaba la fuente. El Señor tenía que
decir: “Quitaré tu candelero de su lugar, si no te hubieres arrepentido” (v.
5). Ellos habían sido colocados en un lugar de responsabilidad, y el Señor los
trata conforme a eso. Lo primero que dice es: “Has dejado tu primer amor” (v.
4), por lo que, ya era “tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios”
(1 Pedro 4:17).
Estas palabras de Pedro se refieren a Ezequiel
cuando dice: “Comenzaréis por mi santuario” (Ezequiel 9:6), la casa de Dios en
Jerusalén, porque es allí donde Dios busca primero la justicia, en su propia
casa. Siento que esto es algo tremendamente solemne, algo que debe inclinar
nuestros corazones delante de Dios. La iglesia ha faltado en ser la epístola de
Cristo (2 Corintios 3:3), y como tal fue puesta en el mundo, pero ¿vemos acaso
que responda a ese propósito ahora? ¿Puede un pagano, “si lo
vemos de esa manera” ver algo de ello? Puede que haya individuos que anden
en santidad; pero ¿dónde encontramos fe como la de Elías, el que, si bien no
conocía a ninguno que fuese fiel en Israel, Dios, sin embargo, conocía a siete
mil? Era un hombre bendecido, pero aun su fe faltó, y Dios le pregunta: “¿Qué
haces aquí Elías?” Esto no ha de desanimarnos tampoco, pues Cristo nos es
suficiente. Nada iguala la fidelidad plenamente perfecta de la propia gracia de
Dios, y nuestros corazones debieran inclinarse enteramente al contemplarla.
Tampoco es cuestión de atacar o de culpar, porque
todos somos responsables en cierto sentido; pero nuestros corazones deben tomar
en cuenta aquello tan hermoso que fue establecido por el poder del Espíritu de
Dios, y preguntarse: ¿en qué quedó todo? ¡Esto hace que nuestras almas echen
mano de esa fuerza que nunca falta!
Cuando volvieron los espías a Israel, la fe de diez
cedió. Caleb y Josué dijeron: “Ni temáis al pueblo de esta tierra, porque
nosotros los comeremos como pan.” Lo mismo es para nosotros frente a las
dificultades y a la oposición presente. Somos llamados a ver dónde estamos, y
cuál es la senda y el lugar en donde debemos andar: se nos llama a tomar
conciencia del estado en el que se halla todo lo que nos circunda. Pero si bien
la iglesia ha fracasado, la cabeza no puede fallar jamás. Cristo es más que suficiente
para nosotros hoy para el estado de cosas en que nos hallamos, tanto como al
principio cuando estableció la iglesia en hermosura y santidad. Posiblemente
tengamos que mirar su Palabra para discernir Su pensamiento, pero no debemos
cerrar nuestros ojos ante la realidad del estado de cosas en que nos
encontramos.
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