EL HOMBRE
A
la imagen de Dios
Nos diferenciamos de todas las demás
criaturas vivientes que nos rodean en la tierra en que estamos, de forma más o
menos consciente, bajo la acción de Dios. Éste es el carácter distintivo del
hombre. El Dios creador de todas las cosas lo ha hecho a su imagen. No se
limitó a darle la existencia por medio de su palabra todopoderosa, sino que lo
formó y sopló en él “aliento de vida”. De él hizo un ser privilegiado que
mantenía relación con él, y le dio señorío sobre todas las otras criaturas.
La chispa de vida fue puesta en nosotros por
el soplo de Dios de manera que no se puede apagar. “Y fue el hombre un ser
viviente” (Génesis 2:7). Si bien nuestro cuerpo debe volver al polvo, nuestra
alma, la parte inmaterial de nuestro ser, es indestructible. Lo que nos pone
por encima del mundo animal no es solamente nuestra inteligencia y nuestro
lenguaje, sino también ese sentimiento de una supervivencia más allá de la
muerte y la aspiración hacia la deidad que se encuentran en todos los pueblos.
Dios, quien tenía eternos pensamientos de
gracia hacia el hombre, desde siempre quiso revelarse a él, y lo hizo de
múltiples y diversas maneras: conversó directamente con él en los primeros
tiempos de la humanidad; le dio en las cosas creadas un testimonio constante
que le permitiera discernir, por medio de la inteligencia, Su potestad eterna y
Su divinidad; por último, hizo consignar por escrito, mediante santos hombres
conducidos por el Espíritu Santo, sus declaraciones sucesivas; y ahora la
compilación completa de esas comunicaciones, que constituye la Santa Biblia, es
la fuente segura de la cual podemos beber para conocer el pensamiento de Dios.
La Biblia entera, y la Biblia únicamente, tiene para nosotros la autoridad
indiscutible de la PALABRA DE DIOS. Tan sólo a ella tenemos que recurrir para
ser enseñados sobre nuestras relaciones con Dios.
La
caída, la muerte, el juicio
La criatura sólo puede estar en una relación
de dependencia respecto a su creador. La Biblia nos dice que al primer hombre
Dios sólo le prohibió una cosa.
Puesto
en Edén, un jardín de delicias, Adán disponía libremente de todo, salvo del
fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, del cual no debía comer
bajo pena de muerte. Pero, cedió a las sugerencias de Satanás, infringió la
prohibición, y así introdujo el pecado en el mundo (Génesis 3).
Esta desobediencia era un desprecio por la
palabra de Dios, un desafío a su autoridad. Dios no pudo menos que poner en
ejecución su justa sentencia. Con el pecado, la muerte - que es su salario-
entraba en el mundo, y después de Adán pasó a todos sus descendientes, “por
cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). En todo hombre hay una profunda tendencia
a obrar contrariamente a la voluntad de Dios; eso es «el pecado», oculta fuente
de todos «los pecados»: hechos, palabras, sentimientos que infringen la
voluntad divina.
El hombre debe dar cuenta a Dios de toda su
conducta (Romanos 14:12). La nueva facultad, adquirida por la desobediencia, ha
hecho de él un ser responsable que sabe discernir el bien y el mal, pero
incapaz de practicar el bien y de abstenerse del mal. Su propia naturaleza,
heredada de Adán, a la que la Biblia llama “la carne”, no puede someterse a la
ley de Dios (Romanos 8:7).
No obstante, la muerte, a la cual el hombre
es sometido justamente, debido a su condición de pecador, no es el definitivo
arreglo de cuentas. “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez,
y después de esto el juicio”, declara solemnemente la Palabra de Dios (Hebreos
9:27).
Morir en sus pecados (Juan 8:24), comparecer en juicio ante Dios, cargado de sus
pecados, ¡qué terrible perspectiva! Es lo que da a la muerte su carácter tan
temible y la hace el “rey de los espantos” (Job 18:14). El hombre, sobrecogido
de terror, trata de persuadirse de que no hay Dios, de que después de la muerte
no hay más que la nada; y Satanás, siempre engañador, hace que la pobre
criatura se aferre a sus pensamientos de incredulidad.
Pero las negaciones del hombre no disminuyen
en nada la verdad de Dios. Y la Biblia describe de antemano la escena de ese
juicio: “Vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del
cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi
a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron
abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron
juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según
sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades
entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus
obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Ésta es la
muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado
al lago de fuego” (Apocalipsis 20:11-15).
¿Se encamina usted hacia ese terrible
desenlace, querido lector? ¿No hay ningún medio para escapar de él? ¿No es
cuestión de un libro de vida? ¿Quién puede tener su nombre escrito en ese
registro de salvación? Seguramente sólo aquellos que por ningún pecado tienen
que responder. Pero la Biblia declara inexorablemente: “No hay justo, ni aun
uno”; “no hay diferencia, por cuanto todos pecaron” (Romanos 3:10, 22-23).
Y
el testimonio de nuestra conciencia viene a hacer eco a las declaraciones
divinas. Sin embargo, tratamos de minimizar nuestras faltas, de encontrarles
excusas, de establecer un paralelo a nuestro favor con otros más culpables que
nosotros. Es en vano, ya que no tenemos que habérnosla con un juicio humano,
sino con la justicia absoluta de Dios. Estamos infinitamente lejos de poder
responder a ella; estamos, pues, perdidos, sin recurso en nosotros mismos; no
merecemos más que una eternidad de infortunio lejos de Dios.
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