domingo, 17 de enero de 2021

Con castigo sobre el pecado corriges al hombre

 Salmo 39:11

           


            Una institución sin disciplina vendría a ser un lugar de confusión, arbitrariedad y desventura. La disciplina empieza en el hogar y aquellos hijos levantados en la rectitud del orden y la obediencia vendrán a ser mañana los hombres que legislan, que enrumban la familia, que guían los pueblos, o son aptos para pastorear la grey del Señor.

            No me propongo dar clases de cívica, ni lecciones de moral. Tampoco pienso establecer reglas sobre el caso. Quiero hablar de tres disciplinas impuestas a Pedro que le resultaron de un fuerte sostén para la edificación de la vida espiritual.


Disciplina privada, o reprensión personal para quitarle el miedo a la cruz y alentarle al sufrimiento.

            “Entonces volviéndose dijo a Pedro: quítate de delante de mí, Satanás; me eres escándalo; no entiendes lo que es de los hombres ... Si alguno quiere seguir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz y sígame.” (Mateo 16:23,24)

Disciplina de tiempo, tres días para quitarle el orgullo y la confianza en su yo.

            “Entonces vuelto el Señor, miró a Pedro: y Pedro se acordó de la palabra que el Señor como le había dicho: Antes que el gallo cante, me negarás tres veces ... Y saliendo fuera Pedro, lloró amargamente.” (Lucas 22:61,62)

Disciplina pública, delante de todos, reprensión en la cara.

Medida profiláctica, pues había contaminado a otros. “Empero viniendo Pedro a Antioquía lo resistí en la cara, porque era de condenar.” (Gálatas 2:11-14)

            “El que tiene en poca la disciplina, su alma menosprecia; más el que escucha la corrección, tiene entendimiento.” (Proverbios 15:32)

            Hasta aquí parece que Pedro ignoraba que en la vida es menester pasar por dos clases de sufrimiento. Los sufrimientos físicos que provienen de conseguir “el pan con el sudor del rostro,” y los sufrimientos que se adquieren para entrar al reino de los cielos. Son estos sufrimientos morales e involuntarios que combaten adentro y afuera. Todavía a Pedro le faltaba mucho que aprender de los sufrimientos por la cruz de Cristo.

            En esta ignorancia el hombre torpe cree que puede aconsejar a Dios. (Mateo 16:22) Hay gentes en el mundo que nunca han sabido, ni han querido llevar una cruz y al no tener esa experiencia se burlan de las aflicciones de los creyentes o procuran persuadir a otros para que no lleven la cruz. (Gálatas 6:12)

            Sin que ninguna pretenda encaramarse sobre sus hermanos, porque debemos “considerarnos a nosotros mismos que no seamos también tentados,” debemos ser francos con nuestros hermanos. Si el caso amerita una reprensión fuerte personal, debemos hacerlo habiendo tenido antes ejercicio delante del Señor. Si el hermano se ofende porque se le dice la verdad, peor para él porque ya no será secreto de dos; Mateo 18:16,17.

            No podemos negar la veracidad y la ligereza de Pedro en sus decisiones; tampoco ignoramos que el orgullo de Pedro estaba intacto, porque muchas veces dio demostración de él en su manera de actuar. Orgullo natural y altivo, orgullo que llega hasta el sepulcro; y por ironía, sólo quien humilla el orgullo son los gusanos. Mientras más elevada es la posición del individuo, más orgullo se pone.

            Hace algún tiempo, una hermana de cierta posición social pecó porque se puso a recibir lecciones de los llamados Testigos de Jehová. Aquella señora se enfermó y no quería admitir que había errado. En su gravedad nos mandó a llamar; estaba en la cama casi inconsciente, los ojos cerrados, el rostro duro; parecía que estaba lejos del lugar. Dijimos en voz clara y fuerte: “Señora, ¿se retracta usted de haber recibido doctrinas heréticas de los Testigos de Jehová?” Aquella señora dijo, “¡Nooo!.” Días después confesó que había errado y enseguida murió.

            La mejor disciplina para el orgullo es poner a la luz del sujeto sus propios errores. A veces el orgullo es cubierto con una falsa humildad. Muchas veces la pena también es indicio de orgullo disfrazado.

            ¡Qué ejemplo más elevado de humildad tenemos en el Señor! “Quien cuando le maldecían no retornaba maldición, cuando padecía no amenazaba, sino remitía la causa al que juzga rectamente.” (1 Pedro 2:23) “Señor, enséñame a saber lo que no sé, y a reconocer en las pruebas la disciplina, hasta que, en una experiencia vivida, llegue a aprender: ‘Y ya no vivo yo’.”

            La tercera disciplina de Pedro en mi concepto la juzgo más grave. Ya que era viejo, sabía con certeza la fidelidad del Señor, “de estar con los suyos hasta el fin.” Pedro se había enfrentado a los representantes de la nación y les había imputado el crimen de haber dado muerte al Señor. Ciertamente testificó sin orgullo y sin miedo ante las mismas autoridades que le condenaron, de su fe en Cristo. Pedro había recibido una revelación especial de no hacer distinción entre judíos y gentiles: “Lo que Dios limpió no lo llames tú común.” (Hechos 10:15)

            El pecado de Pedro fue la simulación y en esta malicia habían sido otros contaminados; hasta el gran Bernabé era llevado también. “Un pecador destruye mucho bien.” Además de necesaria, era buena la disciplina o reprensión pública, porque en Pedro era “la mosca muerta en el perfume al estimado por sabiduría y honra.” (Eclesiastés 10:1)

            ¿Qué sería de la Iglesia si no se hubiera quitado el contagio de Ananías y Safira; si no se hubiera cortado la avaricia de un Simón mago; si no se reprende en la cara a Pedro; si no se pone fuera de comunión al incestuoso de Corinto? Vendríamos a ser la Iglesia Romana.

¡Gracias al Señor! por sus instrucciones para disciplina en su Iglesia.
José Naranjo

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