Una actitud de ingratitud
¡Tenga cuidado con el
pecado de la ingratitud! No es un asunto tan insignificante como tal vez nos
imaginamos. Quizás sentimos que la gratitud es no más que decir un cortés
“gracias”. O tal vez lo consideramos como un bonito accesorio para la
experiencia cristiana, en vez de un componente clave del carácter cristiano o
un elemento esencial de una vida victoriosa. Si pensamos así en cuanto a la
gratitud, estamos muy equivocados.
Una actitud de gratitud es la
mentalidad que, si la adoptamos, cambiará más nuestra vida, exaltará más a
Cristo, y honrará más a Dios. Esta actitud, más que cualquier otra virtud,
tiene el poder de derrocar las perversas inclinaciones de nuestra naturaleza
caída, y traer gozo y bendición duraderos a nuestras vidas y a las de los que
están a nuestro alrededor.
En contraste, cuando elegimos ser
malagradecidos, las raíces de nuestra ingratitud penetrarán a lo profundo de la
tierra contaminada de nuestra naturaleza caída, y producirán todo tipo de
frutos corrompidos y actitudes dañinas que afectarán negativamente nuestra
salud espiritual y nuestro bienestar emocional. Hay pocas cosas que son tan
inapropiadas en un hijo de Dios como un espíritu ingrato.
La causa
La
ingratitud está en el centro de nuestra naturaleza caída. Pablo nos dice que la
idolatría, la adoración del yo y el culto a los seres creados, está arraigada
en nuestra renuencia a ser agradecidos con Dios. La fuente de la idolatría no
es intelectual, sino moral. No es un asunto de ignorancia, sino una terca
decisión de rechazar a Dios: “pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron
como a Dios, ni le dieron gracias”, Romanos 1.21. Fíjese que su ingratitud
recibió el juicio de Dios: “se envanecieron
Criticamos
y nos quejamos mucho más de lo que quisiéramos admitir. Si escogemos fomentar
un espíritu quejumbroso y criticón, tristemente podríamos sentirnos justamente
satisfechos por un poco de tiempo. Pero, ¿hasta dónde llegaremos? ¿Cuándo nos
dirá Dios: “¡Basta!”? ¿Y cuáles son las consecuencias?
Las consecuencias
Podríamos
sentirnos tentados a creer que en este día de la gracia el Señor excusará o
pasará por alto nuestra actitud de ingratitud, pero no es así. Las cosas que
les sucedieron a los hijos de Israel “están escritas para amonestarnos a
nosotros”, 1 Corintios 1.11, y se nos dice explícitamente que no debemos tentar
al Señor (v. 9) o murmurar, “como algunos de ellos murmuraron”, v. 10.
Poco
más de un año después de que Moisés los sacara de la esclavitud egipcia por
medio de señales y prodigios asombrosos, el pueblo de Israel “se quejó a oídos
de Jehová; y lo oyó Jehová, y ardió su ira”, Números 11.1. Dios había sido
paciente con sus quejas anteriores, pero en esta ocasión su juicio fue
inmediato y severo: “se encendió en ellos fuego de Jehová, y consumió uno de
los extremos del campamento”. Nunca había sido la intención de Dios que una
generación entera viviera y muriera en una tierra seca e infértil, pero es lo
que sucedió (Nm 14.29).
Si
elegimos una actitud de ingratitud, nosotros también nos encontraremos
errantes en un “desierto espiritual”, un lugar donde nuestras vidas se volverán
cada vez más vacías y estériles. Si perdemos de vista la bondad de Dios y
adoptamos la ingratitud del mundo, perderemos el gozo de Dios y
experimentaremos más bien las frustraciones del mundo.
Si
consumimos enormes cantidades de tiempo y energía mental pensando en las mismas
personas problemáticas y en las mismas situaciones frustrantes, seremos, por
decisión propia, constantemente infelices. Obsesionarnos con la insatisfacción
es un hábito emocional destructivo que disminuye nuestra capacidad de
experimentar gozo y agradecimiento.
Necesidad y deseo
Dios
sabía lo que pueblo de Israel necesitaba y les dio el maná, el pan del cielo.
Pero ellos eligieron ser ingratos, y desde ese momento en adelante el maná se
les hizo algo común e indeseable. En sus corazones empezaron a anhelar algo
diferente, algo de Egipto (Nm 11.5-6).
Cuando
empezamos a sentir que lo que Dios nos ha dado es menos de lo que merecemos,
nuestros deseos insatisfechos se transforman en resentimiento. Perdemos la
apreciación por las muchas bendiciones que tenemos, y nos desalentamos porque
carecemos del tipo de casa, trabajo, pareja o hijos que otros tienen. Estas
frustraciones pueden desencadenarse en peleas y discusiones unos con otros,
porque seguimos codiciando lo que no tenemos y no podemos alcanzar (Stg 4.2).
Así como Israel aborreció el maná, de la misma manera nosotros rechazamos la
provisión diaria de Dios con decepción o disgusto. Luego nos preguntamos por
qué nuestra fuerza espiritual se ha agotado, y por qué nos atraen tanto las
conductas pecaminosas que parecen ofrecer la satisfacción personal que nos
falta.
Tal vez desperdiciamos años buscando
relaciones no espirituales o posesiones materiales en nuestro afán por hallar
la satisfacción que tanto anhelamos. Quizás Dios nos permita darnos un gusto
por un tiempo, pero en algún punto estas cosas se nos harán desagradables,
cuando nos demos cuenta de que los deseos egoístas nunca se pueden satisfacer
(Nm 11.19-20). En algún momento es necesario que aprendamos que el verdadero
contentamiento proviene de estar satisfechos con lo que Dios nos ha dado.
Cultivemos la
gratitud
Como con cualquier otra virtud
cristiana, una actitud de gratitud no se desarrolla en un solo día. Es el fruto
de las decisiones que tomamos minuto a minuto, día tras día, de obedecer el
mandato del Señor de dar gracias “en todo”, 1 Tesalonicenses 5.18. Esto incluye
entrenar nuestros corazones a buscar e identificar nuestras bendiciones diarias
y la bondad divina.
Estar conscientes de los beneficios
que tenemos y expresar nuestra gratitud al Señor y a otros sustituirá nuestra
inclinación a ser malagradecidos. Un espíritu agradecido nos pondrá en el
centro de la voluntad de Dios.
Solo Dios puede transformarnos en el
pueblo verdaderamente agradecido que queremos ser (Fil 2.13). Cuando nos
rendimos a Él, nuestra fe crecerá y madurará, Dios será glorificado, y será
nuestro gozo verlo en cada paso de nuestro camino.
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