domingo, 17 de enero de 2021

La Trampa de las Transgresiones Toleradas:


 Una actitud de ingratitud


¡Tenga cuidado con el pecado de la ingratitud! No es un asunto tan insignificante como tal vez nos imaginamos. Quizás sentimos que la gratitud es no más que decir un cortés “gracias”. O tal vez lo consi­deramos como un bonito accesorio para la experiencia cristiana, en vez de un componente clave del carácter cristiano o un elemento esencial de una vida victoriosa. Si pensamos así en cuanto a la gratitud, estamos muy equivocados.

            Una actitud de gratitud es la mentalidad que, si la adoptamos, cambiará más nuestra vida, exaltará más a Cristo, y honrará más a Dios. Esta actitud, más que cualquier otra virtud, tiene el poder de derrocar las perversas inclinaciones de nuestra naturaleza caída, y traer gozo y bendición duraderos a nuestras vidas y a las de los que están a nuestro alrededor.

            En contraste, cuando elegimos ser malagradecidos, las raíces de nuestra ingratitud penetrarán a lo profundo de la tierra contaminada de nuestra naturaleza caída, y producirán todo tipo de frutos corrompidos y actitudes dañinas que afectarán negativamente nuestra salud espiritual y nuestro bienestar emocional. Hay pocas cosas que son tan inapro­piadas en un hijo de Dios como un espíritu ingrato.

 

La causa

            La ingratitud está en el centro de nuestra naturaleza caída. Pablo nos dice que la idolatría, la adoración del yo y el culto a los seres creados, está arraigada en nuestra renuencia a ser agradecidos con Dios. La fuente de la idolatría no es intelectual, sino moral. No es un asunto de ignorancia, sino una terca decisión de rechazar a Dios: “pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias”, Romanos 1.21. Fíjese que su ingratitud recibió el juicio de Dios: “se envanecieron

            Criticamos y nos quejamos mucho más de lo que quisiéramos admitir. Si escogemos fomentar un espíritu quejumbroso y criticón, tristemente podríamos sentirnos justamente satisfechos por un poco de tiempo. Pero, ¿hasta dónde llegaremos? ¿Cuándo nos dirá Dios: “¡Basta!”? ¿Y cuáles son las consecuencias?

 

Las consecuencias

            Podríamos sentirnos tentados a creer que en este día de la gracia el Señor excusará o pasará por alto nuestra actitud de ingratitud, pero no es así. Las cosas que les sucedieron a los hijos de Israel “están escritas para amonestarnos a nosotros”, 1 Corintios 1.11, y se nos dice explícitamente que no debemos tentar al Señor (v. 9) o murmurar, “como algunos de ellos murmuraron”, v. 10.

            Poco más de un año después de que Moisés los sacara de la esclavitud egipcia por medio de señales y prodigios asombrosos, el pueblo de Israel “se quejó a oídos de Jehová; y lo oyó Jehová, y ardió su ira”, Números 11.1. Dios había sido paciente con sus quejas anteriores, pero en esta ocasión su juicio fue inmediato y severo: “se encendió en ellos fuego de Jehová, y consumió uno de los extremos del campamento”. Nunca había sido la intención de Dios que una generación entera viviera y muriera en una tierra seca e infértil, pero es lo que sucedió (Nm 14.29).

            Si elegimos una actitud de ingratitud, nosotros también nos encontra­remos errantes en un “desierto espiritual”, un lugar donde nuestras vidas se volverán cada vez más vacías y estériles. Si perdemos de vista la bondad de Dios y adoptamos la ingratitud del mundo, perderemos el gozo de Dios y experimentaremos más bien las frustraciones del mundo.

            Si consumimos enormes cantidades de tiempo y energía mental pensando en las mismas personas problemáticas y en las mismas situaciones frustrantes, seremos, por decisión propia, constantemente infelices. Obsesionarnos con la insatisfacción es un hábito emocional destructivo que disminuye nuestra capacidad de experimentar gozo y agradecimiento.

 

Necesidad y deseo

            Dios sabía lo que pueblo de Israel necesitaba y les dio el maná, el pan del cielo. Pero ellos eligieron ser ingratos, y desde ese momento en adelante el maná se les hizo algo común e indeseable. En sus corazones empezaron a anhelar algo diferente, algo de Egipto (Nm 11.5-6).

            Cuando empezamos a sentir que lo que Dios nos ha dado es menos de lo que merecemos, nuestros deseos insatisfechos se transforman en resentimiento. Perdemos la apreciación por las muchas bendiciones que tenemos, y nos desalentamos porque carecemos del tipo de casa, trabajo, pareja o hijos que otros tienen. Estas frustraciones pueden desencadenarse en peleas y discusiones unos con otros, porque segui­mos codiciando lo que no tenemos y no podemos alcanzar (Stg 4.2). Así como Israel aborreció el maná, de la misma manera nosotros rechazamos la provisión diaria de Dios con decepción o disgusto. Luego nos preguntamos por qué nuestra fuerza espiritual se ha agotado, y por qué nos atraen tanto las conductas pecaminosas que parecen ofrecer la satisfacción personal que nos falta.

            Tal vez desperdiciamos años buscando relaciones no espirituales o posesiones materiales en nuestro afán por hallar la satisfacción que tanto anhelamos. Quizás Dios nos permita darnos un gusto por un tiempo, pero en algún punto estas cosas se nos harán desagradables, cuando nos demos cuenta de que los deseos egoístas nunca se pueden satisfacer (Nm 11.19-20). En algún momento es necesario que aprendamos que el verdadero contentamiento proviene de estar satisfechos con lo que Dios nos ha dado.

Cultivemos la gratitud

            Como con cualquier otra virtud cristiana, una actitud de gratitud no se desarrolla en un solo día. Es el fruto de las decisiones que tomamos minuto a minuto, día tras día, de obedecer el mandato del Señor de dar gracias “en todo”, 1 Tesalonicenses 5.18. Esto incluye entrenar nuestros corazones a buscar e identificar nuestras bendiciones diarias y la bondad divina.

            Estar conscientes de los beneficios que tenemos y expresar nuestra gratitud al Señor y a otros sustituirá nuestra inclinación a ser malagra­decidos. Un espíritu agradecido nos pondrá en el centro de la voluntad de Dios.

            Solo Dios puede transformarnos en el pueblo verdaderamente agradecido que queremos ser (Fil 2.13). Cuando nos rendimos a Él, nuestra fe crecerá y madurará, Dios será glorificado, y será nuestro gozo verlo en cada paso de nuestro camino.


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