domingo, 17 de enero de 2021

NUESTRO INCOMPARABLE SEÑOR

 Dios fue manifestado en carne

              El fundamento cristiano conocido por la expresión teológica de la Encarnación es un concepto por demás sorprendente; es la verdad más asombrosa jamás anunciada a la humanidad. Este concepto expone que el Creador ha visitado este rincón de la Creación en el hábito externo de su propia criatura, el hombre; Dios ha entrado en este mundo en humanidad con la finalidad de redimir.

            Esta entrada en los asuntos humanos no fue una visita protocolar atendida por la majestad y pompa que son las prendas legítimas del Eterno. Al contrario, fue, por decirlo así, “incógnita”. Dios moró entre los hombres en la forma de hombre con la insignia de su divinidad tan velada que la humanidad en general desconocía la identidad de su augusto visitante. “En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por él; pero el mundo no le conoció”.

            Este acontecimiento estupendo acaeció en medio de una nación a la cual Dios se había revelado con anticipación, un poco allá y un poco acá, en preparación para esta revelación más amplia. Pero la verdad de la Persona, el mensaje y la misión del divino Visitante no fue comprendida por aquel pueblo. “A lo suyo —sus cosas propias— vino, y los suyos —su pueblo propio— no le recibieron”.

            No obstante, hizo saber su mensaje y misión, y la verdadera naturaleza de su Persona fue revelada a aquellos que recibieron sus palabras. A esas personas visitadas de gracia se les concedió capacidades nuevas que les habilitaron a penetrar el disfraz humilde con que Él se vistió. Vieron abrirse por un momento, en un lugar y otro, el manto gris de su humanidad humilde, revelando los símbolos brillantes de la deidad que adornan su pecho. “Vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre”. Y aquellos a quienes este conocimiento fue dado descubrieron que Él había traído todo lo que sus almas anhelaban, ya que estaba “lleno de gracia y de verdad”.

            Él era verdadero Hombre en su entrada a la humanidad por la vía de haber “nacido de mujer”. Parece ser sólo un hombre, pero aun en esto difiere de los demás hombres por cuanto no tuvo padre humano. La modalidad de su concepción fue única. El ángel anunció a la virgen María, su madre, que “el Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios”.

            Él era verdadero Hombre en su trayectoria humana. Pasó por la niñez, juventud y virilidad; trabajó con las manos; era pobre en sus circunstancias; realizó su itinerario cual predicador sin fondos ni comodidades. Pero aun en esto se distingue de todos los demás. Cual muchacho de doce años, manifestó un sentido de misión. Enriqueció a muchos, siendo pobre. Sin instrucción, era más sabio que sus maestros. Cual Maestro, único. Afirmó que sus palabras eran imperecederas, diciendo: “El cielo y la tierra pasarán, más mis palabras no pasarán”. Eran palabras de vida eterna. Al cabo de diecinueve siglos, su afirmación queda intacta.

            Era verdadero Hombre en su sujeción a la ley de Dios. Fue hecho bajo la ley; un judío entrando en el pacto legal por circuncisión, presenciando los actos de la religión nacional, cumplido en asistir a la sinagoga, versado en el Antiguo Testamento; hombre de veras.

            Pero aquí también se distingue de los demás. No hubo defecto en su obediencia. Él ofrece el ejemplo único en toda la historia de un hombre bueno, carente de toda conciencia de falta personal. “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?” fue el reto que lanzó. “Hago siempre aquellas cosas que agradan al Padre”, afirmó.

            Él murió, la suerte común del hombre. Su muerte fue una que en su forma exterior había sido el fin de muchos otros. En ésta conoció dolor físico, debilidad, cansancio, hasta que por fin bajó la cabeza y entregó el espíritu. Nada ha podido anunciar mejor la realidad de su humanidad: Él murió.

            Pero en su muerte se distinguió de los demás hombres. Fue único en la declaración que hizo en cuanto a la influencia futura de su muerte. “Yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo”. Tampoco tenía paralelo su propia interpretación del significado de esto. “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos”. De manera que aquella muerte por crucifixión, vergonzosa e ignominiosa, manifestó ser distinta a todas las demás muertes jamás padecidas. El comportamiento del universo físico en esa hora anunció la singularidad del acontecimiento, ya que la naturaleza entera estaba envuelta en tinieblas sobrenaturales y rasgada de convulsiones espantosas. Más sorprendente de todo, su muerte fue seguida asombrosamente por resurrección el día tercero después de acaecida.

            Verdadero Hombre, pero más que hombre. De que era divino en el sentido absoluto, Él mismo lo afirmó: “Yo y el Padre uno somos”. Esto mismo fue el convencimiento de aquellos que más contacto gozaron con él, como Juan el Evangelista, por ejemplo, cuyas últimas palabras son: “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna”.

            La verdad de la encarnación no es que en alguna ocasión en su carrera terrenal Jesucristo haya llegado a ser Dios. Siempre era Dios y nunca dejó de ser Dios, ni pudo, al llegar a ser Hombre. Él asumió humanidad en su deidad y, sin cesar de ser lo que siempre había sido, en humillación llegó a ser lo que nunca era antes.

            Hay un eslabón vital y necesario entre la deidad de nuestro Señor y su obra de propiciación. No que un hombre haya sido hecho único, sino que Dios haya entrado en el mundo en forma de siervo en beneficio de nosotros los hombres. Bien se ha dicho que un Salvador que no es del todo Dios sería un puente caído al extremo lejano. La grandeza divina de la Persona se comunica con la obra que Él llevó a conclusión, y en particular con la muerte que murió. Esa obra queda para siempre; su valor nunca mengua. Prevalece de un todo por cuanto el que la realizó, siendo Dios en humanidad, Creador y Sustentador de todas las cosas y todos los seres, es mayor que la suma entera de sus criaturas.

            Verdadero Dios, perfecto Hombre, un Cristo. En él la deidad y la humanidad se unen sin admitir división, pero son distintas sin admitir confusión. Que su nombre sea alabado para siempre.

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