domingo, 16 de abril de 2023

El Evangelio de Juan y el Tabernáculo

 


La notable semejanza entre el plan del tabernáculo y el del evangelio de Juan es muy digna de considera­ción.

Todo el culto de Israel no era más que «la sombra de las cosas celestiales» y los capítulos 8 a 10 de la epístola a los Hebreos nos dan la clave de ello. Por lo tanto, no nos extrañemos de encontrar el mismo orden y la mis­ma estructura en el evangelio que nos presenta la rea­lidad de estas cosas celestiales (Juan 5:12).

Las diferentes ordenanzas del Éxodo y del Levítico ilustran la obra de la gracia de Dios al venir al encuen­tro del pecador para darle el medio de acercarse a Él y de poder entrar en su propia morada. Como el hombre no podía dar un paso hacia Dios, El, en Cristo, tuvo que hacer todo el camino para venir a nosotros. Por eso vemos que el evangelio de Juan empieza en el cielo, morada de la gloria de Dios, al cual corresponde el lugar santísimo del tabernáculo. «Y aquel Verbo (Pa­labra) fue hecho carne»: el Hijo de Dios aparecía fuera del santuario. «Y vimos su gloria», exclama el autor del evangelio (7:14). Como antaño la nube sobre el umbral de la Casa, la gloria de Dios se muestra en Cristo y viene a habitar en el atrio (patio exterior), en medio de los hombres. En aquel tiempo el israelita, consciente de sus pecados, penetraba en este atrio para ofrecer sacrificio sobre el altar de bronce. En este pri­mer capítulo del evangelio, los que se presentan al bau­tismo de Juan y confie san sus pecados, aprenden que Dios mismo ha provisto el cordero del sacrificio. Aquel que salió hacia ellos y que venía de Dios, será la santa víctima, la cual les era señalada por Juan: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (v. 29).

El capítulo 2 nos muestra este atrio profanado por un comercio vergonzoso (v. 14). A diferencia de Mateo, Marcos y Lucas — donde esta escena se sitúa al final del relato evangélico — aquí es al comienzo de su ministe­rio cuando el Señor pone orden en «la casa de su Padre» como para santificar el lugar donde se apresta a trabajar (compara con 2 Crónicas 29:5).

En efecto, hasta el final del capítulo 12 le encontramos en figura en el atrio, este lugar donde cada uno podía penetrar y encontrar al Salvador sobre el sacrificio ofrecido. Jesús está allí a disposición de todos: enseña, cura, invita... (7: 37). Tiene que tratar a toda clase de personas. La mayoría le rechaza y rehúsa creer en él, tal como lo afirma tristemente este capítulo 12 al finalizar (v. 37). A partir de este momento termi­na su relación con el pueblo. Pero algunos — los discí­pulos del capítulo 7, Nicodemo, la mujer samaritana, el paralítico de Bethesda, el ciego de nacimiento, la familia de Betania — llegaron a distinguir su gloria y creyeron en él. Forman parte de sus ovejas, de estos hijos de Dios que el Señor reunió, delante de los cuales anda y a los que introducirá con él en el lugar santo del santua­rio.

La obra cumplida a su favor en el altar de bronce les hace capaces de ello. Han lavado todo su cuerpo; son limpios por la eficacia de la sangre del Cordero (73:10). Han sido hechos sacerdotes para adorar al Padre en espíritu y en verdad, y en virtud de este título serán invitados a entrar con Jesús en el mismo santuario, a acercarse hasta el altar del incienso (4:23). Pero antes es preciso que conozcan la virtud de la fuente de bronce. Cada sacerdote del antiguo pacto tenía que lavarse en ella las manos y los pies antes de penetrar en el lugar santo para ejercer sus santas funciones. A este manda­miento corresponde la escena del lavamiento de los pies que introduce la nueva sección (cap. 13 a 16). Para poder tomar a los suyos con él en el santuario en que disfrutarán de su comunión, para poder darles una «parte con él», este lavamiento de agua por la Palabra es indispensable y es el mismo Jesús quien, en gracia, cumple este servicio a favor de ellos. Sólo entonces puede llevarlos con él al lugar santo, primera parte del tabernáculo, en el cual nos hacen pensar nuestros capí­tulos 14 a 16.

En espíritu, el Señor introduce ya a los suyos en esta casa de su Padre «donde hay muchas moradas»; les muestra el camino, el cual es él mismo (14:1 -6). Y hasta el final del capítulo 16 estará allí, solo con ellos en este santo terreno, al abrigo de todo extraño, de todo impor­tuno, para hacerles partícipes de sus más íntimas comunicaciones. En otro tiempo, era privilegio de Moisés poder entrar en el tabernáculo de reunión para escuchar allí la voz divina que se dirigía a él desde encima del propiciatorio y le hablaba (Números 7:89). Pero, ¡cuántas nuevas revelaciones, exhortaciones, consuelos y promesas pueden dirigir ahora el tierno Sal­vador a aquellos a quienes llama sus amigos!

El lugar santo del tabernáculo, separado del lugar santísimo por el velo, contenía tres utensilios: la mesa de los panes de la proposición, el candelero con sus siete lámparas y el altar de oro donde era presentado el incienso. Encontramos su equivalente en nuestros ca­pítulos. El Señor y los suyos están reclinados a la mesa para la última cena de la Pascua. Él es el huésped, pero también es el Pan de vida que descendió del cielo (6:33- 35). “La mesa pura y los doce panes representan a Cristo presentado continuamente a Dios en toda la excelencia de su pura humanidad y dado como alimen­to a la familia sacerdotal” (C.H.M.). Alimentarse de Cristo en el santuario, ¿no es la santa ocupación de los discípulos en estos tres capítulos en los que el Señor hace vibrar sus afectos al hablarles de él mismo?

Les habla también del otro Consolador, el Espíritu Santo, cuya luz y energía – “fundada en la perfecta eficacia de la obra de Cristo y ligada a ella (C.H.M.) – prefiguraban las siete lámparas del candelero.

Por último, podemos decir que él les conduce hasta el altar del incienso al enseñarles a «pedir en su nombre», a acercarse al Padre que también los ama, para esparcir delante de él el perfume de este dulce nombre de Jesús (76:26). La oración de ellos subirá delante de Dios como el incienso y la elevación de sus manos como la ofrenda de la tarde (Salmo 141:2).

De esta manera, los tres objetos de oro contenidos en el lugar santo nos recuerdan que el Espíritu Santo, la Palabra — alimento de nuestras almas — y la oración son los tres grandes recursos de los creyentes durante la ausencia del Señor, de los cuales no pueden disfrutar más que en la medida en que se mantengan en el san­tuario. Por otra parte, el candelero, la mesa y el altar de oro dirigen nuestros pensamientos respectivamente hacia el Espíritu Santo, el Hijo y el Padre en cuya comunión, por un favor sin precio, el Señor introduce a sus queridos rescatados.

Pero era preciso que él los dejara por un momento. «Todavía un poco, y no me veréis; y de nuevo un poco, y me veréis», les anunció (76:16). Todos los sacerdotes tenían acceso al lugar santo del tabernáculo bajo ciertas condiciones. Pero en el lugar santísimo, únicamente podía penetrar el sumo sacerdote, como representante del pueblo, una vez al año, trayendo consigo la sangre de la expiación para colocarla sobre el propiciatorio del arca. Después salía a la vista de todos y su aparición pública, vivo, era la prueba de que el sacrificio había resultado agradable, que Dios estaba satisfecho. A este lugar santísimo corresponde el capítulo 77. Nuestro gran sumo sacerdote penetra allí solo, por cuenta de los suyos («aquellos que me has dado») y sobre la base de una obra cumplida (v. 4) después de haber satisfecho perfectamente la justicia de Dios.

El capítulo 76 del Levítico, el cual describe con detal­le la ceremonia del día de la expiación, nos muestra cómo Aarón, después de haber sido introducido dentro del velo con la sangre del sacrificio por el pecado, salía y se cambiaba de vestiduras y ofrecía el holocausto. En el evangelio de Juan, este carácter de holocausto lo encon­tramos en la cruz de Jesús y los capítulos 18 y 79, los cuales relatan las escenas de su pasión, nos lo muestran como aquel que se ofrece a Dios sin mancha.

En el capítulo 20 aparece vivo a las miradas de los suyos, con pruebas irrefutables de que les ha dado la paz. Para finalizar, el capítulo 21 prefigura la introduc­ción del reino, cuando Israel y la tierra entera serán beneficiarios de la obra cumplida en el altar de bronce y de la sangre colocada sobre el propiciatorio.

“Lugar de encuentro entre Dios y el hombre”, es el título que podríamos dar tanto al tabernáculo en el Antiguo Testamento como al evangelio de Juan en el Nuevo Testamento. Tanto en el uno como en el otro descubrimos a Aquel que vino del cielo para tornar al hombre capaz de acercarse a Dios y que después de ello vuelve al cielo acompañado de «hijos», es decir, de una familia de sacerdotes preparada para los cielos. Merced a esas porciones de la Palabra conocemos el camino que siguió el Dios de Gloria para venir hasta nosotros y el camino que ahora nos es abierto hasta la gloria de Dios.

J. K.


Jehová, la habitación de tu casa he amado, y el lugar de la morada de tu gloria. Salmo 26:8

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