“El
momento de extremo peligro o de angustiosa necesidad en la vida del hombre es
el momento oportuno para Dios”. Éste es un dicho muy familiar en el mundo de
habla inglesa, que citamos a menudo y que, sin ninguna duda, creemos
plenamente; y, sin embargo, cuando a nosotros mismos nos toca pasar por un
momento crítico, cuando nos vemos enredados en un gran aprieto, a menudo
estamos poco dispuestos a contar únicamente con la oportunidad de Dios. Una
cosa es exponer una verdad o escucharla, y muy otra realizar el poder de esa
verdad. No es lo mismo hablar de la capacidad de Dios para guardarnos de la
tempestad cuando navegamos sobre un mar en reposo, que poner a prueba esa misma
capacidad cuando realmente se desata la tempestad a nuestro alrededor. Sin
embargo, Dios es siempre el mismo. En la tempestad o en la calma, en la
enfermedad o en la salud, en las necesidades o en las circunstancias
favorables, en la pobreza o en la abundancia, él es “el mismo ayer, y hoy, y
por los siglos” (Hebreos 13:8); él es la misma gran realidad sobre la cual la
fe puede apoyarse y de la cual puede echar mano en cualquier tiempo y circunstancia.
Lamentablemente,
¡somos incrédulos!, y ésta es la causa de nuestras flaquezas y caídas. Nos
hallamos perplejos y agitados cuando deberíamos estar tranquilos y confiados;
buscamos socorro de todos lados cuando deberíamos contar con Dios; hacemos
“señas a los compañeros” en lugar de “poner los ojos en Jesús”. Y de este modo,
sufrimos una gran pérdida al mismo tiempo que deshonramos al Señor en nuestros
caminos. Pocas cosas habrá, sin duda, por las que debamos humillarnos más
profundamente que por nuestra tendencia a no confiar en el Señor cuando surgen
las dificultades y las pruebas; y seguramente afligimos su corazón al no
confiar en él, pues la desconfianza hiere siempre a un corazón que ama.
Veamos,
por ejemplo, la escena entre José y sus hermanos en el capítulo 50 del Génesis:
“Viendo los hermanos de José que su padre era muerto, dijeron: Quizá nos
aborrecerá José, y nos dará el pago de todo el mal que le hicimos. Y enviaron a
decir a José: Tu padre mandó antes de su muerte, diciendo: Así diréis a José:
Te ruego que perdones ahora la maldad de tus hermanos y su pecado, porque mal
te trataron; por tanto, ahora te rogamos que perdones la maldad de los siervos
del Dios de tu padre. Y José lloró mientras hablaban” (v. 15-17).
Triste
respuesta a cambio de todo el amor y los cuidados que José había prodigado a
sus hermanos. ¿Cómo podían suponer que aquel que les había perdonado tan libre
y completamente, que había salvado sus vidas cuando estaban enteramente en sus
manos, querría desatar contra ellos, después de tantos años de bondad, su ira y
su venganza? Fue ciertamente grave el error de parte de ellos, y no es de
extrañar que José llorara mientras hablaban. ¡Qué respuesta a todos sus
indignos temores y a sus terribles sospechas! ¡Un mar de lágrimas! ¡Así es el
amor! “Y les respondió José: No temáis; ¿acaso estoy yo en lugar de Dios?
Vosotros pensasteis mal contra mí, más Dios lo encaminó a bien, para hacer lo
que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. Ahora, pues, no tengáis
miedo; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos. Así los consoló, y les
habló al corazón” (v. 19- 21).
Así
ocurrió con los discípulos en la ocasión que estamos considerando. Meditemos un
poco este pasaje.
“Aquel
día, cuando llegó la noche, les dijo: Pasemos al otro lado. Y despidiendo a la
multitud, le tomaron como estaba, en la barca; y había también con él otras
barcas.
Pero
se levantó una gran tempestad de viento, y echaba las olas en la barca, de tal
manera que ya se anegaba. Y él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal” (Marcos 4:35-38).
Tenemos
aquí una escena interesante a la vez que instructiva. A los pobres discípulos
les toca vivir un momento de extremo peligro, una situación límite. No saben
qué más hacer. Una recia tempestad, la barca llena de agua, el Maestro
durmiendo. Era realmente un momento de prueba y, si nos miramos a nosotros
mismos, seguramente no nos extrañará el miedo y la agitación de los discípulos.
De haber estado en su lugar, sin duda habríamos reaccionado de la misma manera.
Sin embargo, no podemos sino ver dónde fallaron. El relato se escribió para
nuestra enseñanza, y debemos estudiarlo y tratar de aprender la lección que nos
enseña.
No
hay nada más absurdo ni más irracional que la incredulidad, cuando la
consideramos con calma. En la escena que nos ocupa, la incredulidad de los
discípulos es, evidentemente, absurda. En efecto, ¿qué podía ser más absurdo
que suponer que la barca podía hundirse con el propio Hijo de Dios a bordo? Y,
sin embargo, eso es lo que temían. Se dirá que precisamente en ese momento no
pensaban en el Hijo de Dios. A la verdad, pensaban en la tempestad, en las
olas, en la barca que se llenaba de agua, y, juzgando a la manera de los
hombres, parecía una situación desesperada. El corazón incrédulo razona siempre
así. Mira las circunstancias y deja a Dios de lado. La fe, en cambio, no
considera más que a Dios, y deja las circunstancias de lado.
¡Qué
diferencia! La fe se goza en los momentos de extremo peligro o de angustiosa
necesidad, simplemente porque los tales son una oportunidad para Dios. La fe se
complace en concentrarse en Dios, en encontrarse sobre ese terreno ajeno a la
criatura, para que Dios manifieste su gloria; en ver que las “vasijas vacías”
se multipliquen para que Dios las llene (2.° Reyes 4:3-6). Podemos afirmar
ciertamente que la fe habría permitido a los discípulos acostarse y dormir
junto a su divino Maestro en medio de la tempestad. La incredulidad, por otro
lado, los hizo estar sobresaltados; no pudieron permanecer tranquilos ellos
mismos, y perturbaron el sueño del Señor con sus incrédulas aprensiones. Él,
cansado por un intenso y agobiador trabajo, había aprovechado la travesía para
reposar durante unos instantes. Sabía lo que era el cansancio. Había descendido
hasta todas nuestras circunstancias, de modo que pudo familiarizarse con todos
nuestros sentimientos y debilidades, habiendo sido tentado en todo según
nuestra semejanza, a excepción del pecado. En todo respecto fue hallado como
hombre y, como tal, dormía sobre un cabezal, balanceado por las olas del mar.
El viento y las olas sacudían la barca, a pesar de que el Creador se hallaba a
bordo en la persona de ese Siervo abrumado y dormido.
¡Profundo
misterio! El que hizo el mar y podía sostener los vientos en su mano
todopoderosa, dormía allí, en la popa de la barca, y dejaba que el viento le
tratase sin más miramientos que a un hombre cualquiera. Tal era la realidad de
la naturaleza humana de nuestro bendito Señor. Estaba cansado, dormía, y era
sacudido en medio de ese mar que sus manos habían hecho. Detente, lector, y
medita sobre esta maravillosa escena. Ninguna lengua podría hablar de ella como
conviene. No podemos detenernos más en este punto; sólo podemos meditar y
adorar.
Como
ya lo hemos dicho, la incredulidad de los discípulos fue la que hizo salir a
nuestro bendito Señor de su sueño. “Y le despertaron, y le dijeron: Maestro,
¿no tienes cuidado que perecemos?” (Marcos 4:38). ¡Qué pregunta! “¿No tienes
cuidado?” ¡Cuánto debió de herir el sensible corazón del Señor! ¿Cómo podían
pensar que era indiferente a su angustia en medio del peligro? ¡Cuán
completamente habían perdido de vista su amor —por no decir nada de su poder—
cuando se atrevieron a decirle estas palabras: “¿No tienes cuidado?”!
Y,
sin embargo, querido lector cristiano, esta escena ¿no es un espejo que refleja
nuestra propia miseria? Ciertamente. Cuántas veces, en los momentos de
dificultad y de prueba, esta pregunta se genera en nuestros corazones, aunque
no la formulemos con los labios: “¿No tienes cuidado?” Quizá estemos enfermos y
suframos; sabemos que bastaría una sola palabra del Dios Todopoderoso para
curar el mal y levantarnos, pero esa palabra no la dice. O quizá tengamos
dificultades económicas; sabemos que “el oro y la plata, y los millares de
animales en los collados” son de Dios, que incluso los tesoros del universo
están en su mano; sin embargo, pasan los días sin que nuestras necesidades se
suplan. En una palabra, de un modo u otro atravesamos aguas profundas; la
tempestad se desata, una ola tras otra golpea con ímpetu nuestra diminuta
embarcación, nos hallamos en el límite de nuestros recursos, no sabemos qué más
hacer y nuestros corazones se sienten a menudo prestos a dirigir al Señor la
terrible pregunta: “¿No tienes cuidado?” Este pensamiento es profundamente humillante.
La simple idea de lastimar el corazón de Jesús, lleno de amor, con nuestra
incredulidad y desconfianza debería producir la más profunda contrición.
Además,
¡qué absurda es la incredulidad! ¿Cómo Aquel que dio su vida por nosotros, que
dejó su gloria y descendió a este mundo de pena y miseria, donde sufrió una
muerte vergonzosa para librarnos de la ira eterna, podría alguna vez no tener
cuidado de nosotros? Y, sin embargo, estamos prestos a dudar, o bien nos
volvemos impacientes cuando nuestra fe es puesta a prueba, olvidando que esa
misma prueba que nos hace estremecer y retroceder, es mucho más preciosa que el
oro, el cual perece con el tiempo, mientras que la fe es una realidad
imperecedera. Cuanto más se prueba la verdadera fe, tanto más brilla; y por eso
la prueba, por más dura que sea, redundará, sin duda, en alabanza, gloria y
honra para Aquel que no sólo implantó la fe en el corazón, sino que también la
hace pasar por el crisol de la prueba, velando atentamente sobre ella durante
todo ese tiempo.
Pero
los pobres discípulos desfallecieron a la hora de la prueba. Les faltó
confianza; despertaron al Maestro con esta indigna pregunta: “¿No tienes
cuidado que perecemos?” ¡Ay, qué criaturas somos! Estamos dispuestos a olvidar
diez mil bondades en cuanto aparece una sola dificultad. David dijo: “Al fin
seré muerto algún día por la mano de Saúl” (1° Samuel 27:1). Y ¿qué ocurrió al
final? Saúl cayó en la montaña de Guilboa y David ocupó el trono de Israel.
Ante la amenaza de Jezabel, Elías huyó para salvar su vida, ¿y cómo terminó
todo? Jezabel fue arrojada por la ventana de su aposento y los perros lamieron
su sangre, mientras que Elías ascendió al cielo en un carro de fuego (véase 1.°
Reyes 19:1-4; 2.° Reyes 9:30-37; 2:11). Lo mismo ocurrió con los discípulos:
tenían al Hijo de Dios a bordo, y creían que estaban perdidos; ¿y qué pasó al
final? La tempestad fue reducida al silencio, y el mar se allanó como un espejo
al oír la voz del que, antiguamente, llamó los mundos a la existencia. “Y
levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el
viento, y se hizo grande bonanza” (Marcos 4:39).
¡Cuánta
gracia y majestad juntas! En lugar de reprochar a sus discípulos por haber
interrumpido su sueño, reprende a los elementos que los habían aterrorizado.
Así respondía a la pregunta: “¿No tienes cuidado que perecemos?” ¡Bendito
Maestro! ¿Quién no confiaría en ti? ¿Quién no te adoraría por tu paciente
gracia, y por tu amor que no hace reproches?
Vemos
una perfecta belleza en la manera en que nuestro bendito Señor pasa, sin
esfuerzo alguno, del reposo de su perfecta humanidad a la actividad de la
Deidad. Como hombre, cansado de su trabajo, dormía sobre un cabezal; como Dios,
se levanta y, con su voz omnipotente, acalla al viento impetuoso y calma el
mar.
Tal
era Jesús —verdadero Dios y verdadero hombre—, y tal es hoy, siempre dispuesto
a responder a las necesidades de los suyos, a calmar sus ansiedades y alejar
sus temores. ¡Ojalá que confiemos más simplemente en él! No tenemos más que una
débil idea de lo mucho que perdemos al no apoyarnos más de lo que lo hacemos en
los brazos de Jesús cada día. Nos aterrorizamos con demasiada facilidad. Cada
ráfaga de viento, cada ola, cada nube nos agita y deprime. En vez de permanecer
tranquilos y reposados cerca del Señor, nos dejamos sobrecoger por el terror y
la perplejidad. En vez de tomar la tempestad como una ocasión para confiar en
él, hacemos de ella una ocasión para dudar de él. Tan pronto como se hace
presente la menor dificultad, pensamos en seguida que vamos a sucumbir, a pesar
de que nos asegura que nuestros cabellos están contados. Bien podría decirnos,
como a sus discípulos: “¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?”
(v. 40). Parecería, en efecto, que por momentos no tuviésemos fe. Pero ¡oh, qué
tierno amor es el suyo! Él está siempre cerca de nosotros para socorrernos y
protegernos, aun cuando nuestros incrédulos corazones sean tan propensos a
dudar de su Palabra. Su actitud para con nosotros no es conforme a los pobres
pensamientos que tenemos acerca de Él, sino según su perfecto amor. He aquí el
consuelo y el sostén de nuestras almas al atravesar el tempestuoso mar de la
vida, en camino hacia nuestro reposo eterno. Cristo está en la barca. Esto
siempre nos basta. Descansemos con calma en él. ¡Ojalá que, en el fondo de
nuestros corazones, siempre pueda haber esta calma profunda que proviene de una
verdadera confianza en Jesús. Entonces, aunque la tempestad ruja y se encrespen
las olas hasta lo sumo, no diremos: “¿No tienes cuidado que perecemos?”
¿Podemos acaso perecer con el Maestro a bordo? ¿Podemos pensar eso alguna vez,
teniendo a Cristo en nuestros corazones? Quiera el Espíritu Santo enseñarnos a
servirnos más plena, libre y ardientemente de Cristo. Realmente necesitamos
esto justamente ahora, y lo necesitaremos cada vez más. Nuestro corazón debe
asir a Cristo mismo por la fe y gozar de él. ¡Que esto sea para su gloria y
para nuestra paz y gozo permanentes!
Podemos
señalar todavía, para terminar, cómo afectó a los discípulos la escena que
acabamos de ver. En lugar de la calma adoración de aquellos cuya fe ha recibido
respuesta, manifiestan el asombro de aquellos cuyos temores fueron objeto de
reproche. “Entonces temieron con gran temor, y se decían el uno al otro: ¿Quién
es éste, que aun el viento y el mar le obedecen?” (v. 41). Seguramente,
tendrían que haberlo conocido mejor. Sí, querido lector, y nosotros también.