domingo, 28 de mayo de 2023

CRISTO En la Barca

 


“El momento de extremo peligro o de angustiosa necesidad en la vida del hombre es el momento oportuno para Dios”. Éste es un dicho muy familiar en el mundo de habla inglesa, que citamos a menudo y que, sin ninguna duda, creemos plenamente; y, sin embargo, cuando a nosotros mismos nos toca pasar por un momento crítico, cuando nos vemos enredados en un gran aprieto, a menudo estamos poco dispuestos a contar únicamente con la oportunidad de Dios. Una cosa es exponer una verdad o escucharla, y muy otra realizar el poder de esa verdad. No es lo mismo hablar de la capacidad de Dios para guardarnos de la tempestad cuando navegamos sobre un mar en reposo, que poner a prueba esa misma capacidad cuando realmente se desata la tempestad a nuestro alrededor. Sin embargo, Dios es siempre el mismo. En la tempestad o en la calma, en la enfermedad o en la salud, en las necesidades o en las circunstancias favorables, en la pobreza o en la abundancia, él es “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8); él es la misma gran realidad sobre la cual la fe puede apoyarse y de la cual puede echar mano en cualquier tiempo y circunstancia.

Lamentablemente, ¡somos incrédulos!, y ésta es la causa de nuestras flaquezas y caídas. Nos hallamos perplejos y agitados cuando deberíamos estar tranquilos y confiados; buscamos socorro de todos lados cuando deberíamos contar con Dios; hacemos “señas a los compañeros” en lugar de “poner los ojos en Jesús”. Y de este modo, sufrimos una gran pérdida al mismo tiempo que deshonramos al Señor en nuestros caminos. Pocas cosas habrá, sin duda, por las que debamos humillarnos más profundamente que por nuestra tendencia a no confiar en el Señor cuando surgen las dificultades y las pruebas; y seguramente afligimos su corazón al no confiar en él, pues la desconfianza hiere siempre a un corazón que ama.

Veamos, por ejemplo, la escena entre José y sus hermanos en el capítulo 50 del Génesis: “Viendo los hermanos de José que su padre era muerto, dijeron: Quizá nos aborrecerá José, y nos dará el pago de todo el mal que le hicimos. Y enviaron a decir a José: Tu padre mandó antes de su muerte, diciendo: Así diréis a José: Te ruego que perdones ahora la maldad de tus hermanos y su pecado, porque mal te trataron; por tanto, ahora te rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre. Y José lloró mientras hablaban” (v. 15-17).

Triste respuesta a cambio de todo el amor y los cuidados que José había prodigado a sus hermanos. ¿Cómo podían suponer que aquel que les había perdonado tan libre y completamente, que había salvado sus vidas cuando estaban enteramente en sus manos, querría desatar contra ellos, después de tantos años de bondad, su ira y su venganza? Fue ciertamente grave el error de parte de ellos, y no es de extrañar que José llorara mientras hablaban. ¡Qué respuesta a todos sus indignos temores y a sus terribles sospechas! ¡Un mar de lágrimas! ¡Así es el amor! “Y les respondió José: No temáis; ¿acaso estoy yo en lugar de Dios? Vosotros pensasteis mal contra mí, más Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo. Ahora, pues, no tengáis miedo; yo os sustentaré a vosotros y a vuestros hijos. Así los consoló, y les habló al corazón” (v. 19- 21).

Así ocurrió con los discípulos en la ocasión que estamos considerando. Meditemos un poco este pasaje.

“Aquel día, cuando llegó la noche, les dijo: Pasemos al otro lado. Y despidiendo a la multitud, le tomaron como estaba, en la barca; y había también con él otras barcas.

Pero se levantó una gran tempestad de viento, y echaba las olas en la barca, de tal manera que ya se anegaba. Y él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal” (Marcos 4:35-38).

Tenemos aquí una escena interesante a la vez que instructiva. A los pobres discípulos les toca vivir un momento de extremo peligro, una situación límite. No saben qué más hacer. Una recia tempestad, la barca llena de agua, el Maestro durmiendo. Era realmente un momento de prueba y, si nos miramos a nosotros mismos, seguramente no nos extrañará el miedo y la agitación de los discípulos. De haber estado en su lugar, sin duda habríamos reaccionado de la misma manera. Sin embargo, no podemos sino ver dónde fallaron. El relato se escribió para nuestra enseñanza, y debemos estudiarlo y tratar de aprender la lección que nos enseña.

No hay nada más absurdo ni más irracional que la incredulidad, cuando la consideramos con calma. En la escena que nos ocupa, la incredulidad de los discípulos es, evidentemente, absurda. En efecto, ¿qué podía ser más absurdo que suponer que la barca podía hundirse con el propio Hijo de Dios a bordo? Y, sin embargo, eso es lo que temían. Se dirá que precisamente en ese momento no pensaban en el Hijo de Dios. A la verdad, pensaban en la tempestad, en las olas, en la barca que se llenaba de agua, y, juzgando a la manera de los hombres, parecía una situación desesperada. El corazón incrédulo razona siempre así. Mira las circunstancias y deja a Dios de lado. La fe, en cambio, no considera más que a Dios, y deja las circunstancias de lado.

¡Qué diferencia! La fe se goza en los momentos de extremo peligro o de angustiosa necesidad, simplemente porque los tales son una oportunidad para Dios. La fe se complace en concentrarse en Dios, en encontrarse sobre ese terreno ajeno a la criatura, para que Dios manifieste su gloria; en ver que las “vasijas vacías” se multipliquen para que Dios las llene (2.° Reyes 4:3-6). Podemos afirmar ciertamente que la fe habría permitido a los discípulos acostarse y dormir junto a su divino Maestro en medio de la tempestad. La incredulidad, por otro lado, los hizo estar sobresaltados; no pudieron permanecer tranquilos ellos mismos, y perturbaron el sueño del Señor con sus incrédulas aprensiones. Él, cansado por un intenso y agobiador trabajo, había aprovechado la travesía para reposar durante unos instantes. Sabía lo que era el cansancio. Había descendido hasta todas nuestras circunstancias, de modo que pudo familiarizarse con todos nuestros sentimientos y debilidades, habiendo sido tentado en todo según nuestra semejanza, a excepción del pecado. En todo respecto fue hallado como hombre y, como tal, dormía sobre un cabezal, balanceado por las olas del mar. El viento y las olas sacudían la barca, a pesar de que el Creador se hallaba a bordo en la persona de ese Siervo abrumado y dormido.

¡Profundo misterio! El que hizo el mar y podía sostener los vientos en su mano todopoderosa, dormía allí, en la popa de la barca, y dejaba que el viento le tratase sin más miramientos que a un hombre cualquiera. Tal era la realidad de la naturaleza humana de nuestro bendito Señor. Estaba cansado, dormía, y era sacudido en medio de ese mar que sus manos habían hecho. Detente, lector, y medita sobre esta maravillosa escena. Ninguna lengua podría hablar de ella como conviene. No podemos detenernos más en este punto; sólo podemos meditar y adorar.

Como ya lo hemos dicho, la incredulidad de los discípulos fue la que hizo salir a nuestro bendito Señor de su sueño. “Y le despertaron, y le dijeron: Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” (Marcos 4:38). ¡Qué pregunta! “¿No tienes cuidado?” ¡Cuánto debió de herir el sensible corazón del Señor! ¿Cómo podían pensar que era indiferente a su angustia en medio del peligro? ¡Cuán completamente habían perdido de vista su amor —por no decir nada de su poder— cuando se atrevieron a decirle estas palabras: “¿No tienes cuidado?”!

Y, sin embargo, querido lector cristiano, esta escena ¿no es un espejo que refleja nuestra propia miseria? Ciertamente. Cuántas veces, en los momentos de dificultad y de prueba, esta pregunta se genera en nuestros corazones, aunque no la formulemos con los labios: “¿No tienes cuidado?” Quizá estemos enfermos y suframos; sabemos que bastaría una sola palabra del Dios Todopoderoso para curar el mal y levantarnos, pero esa palabra no la dice. O quizá tengamos dificultades económicas; sabemos que “el oro y la plata, y los millares de animales en los collados” son de Dios, que incluso los tesoros del universo están en su mano; sin embargo, pasan los días sin que nuestras necesidades se suplan. En una palabra, de un modo u otro atravesamos aguas profundas; la tempestad se desata, una ola tras otra golpea con ímpetu nuestra diminuta embarcación, nos hallamos en el límite de nuestros recursos, no sabemos qué más hacer y nuestros corazones se sienten a menudo prestos a dirigir al Señor la terrible pregunta: “¿No tienes cuidado?” Este pensamiento es profundamente humillante. La simple idea de lastimar el corazón de Jesús, lleno de amor, con nuestra incredulidad y desconfianza debería producir la más profunda contrición.

Además, ¡qué absurda es la incredulidad! ¿Cómo Aquel que dio su vida por nosotros, que dejó su gloria y descendió a este mundo de pena y miseria, donde sufrió una muerte vergonzosa para librarnos de la ira eterna, podría alguna vez no tener cuidado de nosotros? Y, sin embargo, estamos prestos a dudar, o bien nos volvemos impacientes cuando nuestra fe es puesta a prueba, olvidando que esa misma prueba que nos hace estremecer y retroceder, es mucho más preciosa que el oro, el cual perece con el tiempo, mientras que la fe es una realidad imperecedera. Cuanto más se prueba la verdadera fe, tanto más brilla; y por eso la prueba, por más dura que sea, redundará, sin duda, en alabanza, gloria y honra para Aquel que no sólo implantó la fe en el corazón, sino que también la hace pasar por el crisol de la prueba, velando atentamente sobre ella durante todo ese tiempo.

Pero los pobres discípulos desfallecieron a la hora de la prueba. Les faltó confianza; despertaron al Maestro con esta indigna pregunta: “¿No tienes cuidado que perecemos?” ¡Ay, qué criaturas somos! Estamos dispuestos a olvidar diez mil bondades en cuanto aparece una sola dificultad. David dijo: “Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl” (1° Samuel 27:1). Y ¿qué ocurrió al final? Saúl cayó en la montaña de Guilboa y David ocupó el trono de Israel. Ante la amenaza de Jezabel, Elías huyó para salvar su vida, ¿y cómo terminó todo? Jezabel fue arrojada por la ventana de su aposento y los perros lamieron su sangre, mientras que Elías ascendió al cielo en un carro de fuego (véase 1.° Reyes 19:1-4; 2.° Reyes 9:30-37; 2:11). Lo mismo ocurrió con los discípulos: tenían al Hijo de Dios a bordo, y creían que estaban perdidos; ¿y qué pasó al final? La tempestad fue reducida al silencio, y el mar se allanó como un espejo al oír la voz del que, antiguamente, llamó los mundos a la existencia. “Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza” (Marcos 4:39).

¡Cuánta gracia y majestad juntas! En lugar de reprochar a sus discípulos por haber interrumpido su sueño, reprende a los elementos que los habían aterrorizado. Así respondía a la pregunta: “¿No tienes cuidado que perecemos?” ¡Bendito Maestro! ¿Quién no confiaría en ti? ¿Quién no te adoraría por tu paciente gracia, y por tu amor que no hace reproches?

Vemos una perfecta belleza en la manera en que nuestro bendito Señor pasa, sin esfuerzo alguno, del reposo de su perfecta humanidad a la actividad de la Deidad. Como hombre, cansado de su trabajo, dormía sobre un cabezal; como Dios, se levanta y, con su voz omnipotente, acalla al viento impetuoso y calma el mar.

Tal era Jesús —verdadero Dios y verdadero hombre—, y tal es hoy, siempre dispuesto a responder a las necesidades de los suyos, a calmar sus ansiedades y alejar sus temores. ¡Ojalá que confiemos más simplemente en él! No tenemos más que una débil idea de lo mucho que perdemos al no apoyarnos más de lo que lo hacemos en los brazos de Jesús cada día. Nos aterrorizamos con demasiada facilidad. Cada ráfaga de viento, cada ola, cada nube nos agita y deprime. En vez de permanecer tranquilos y reposados cerca del Señor, nos dejamos sobrecoger por el terror y la perplejidad. En vez de tomar la tempestad como una ocasión para confiar en él, hacemos de ella una ocasión para dudar de él. Tan pronto como se hace presente la menor dificultad, pensamos en seguida que vamos a sucumbir, a pesar de que nos asegura que nuestros cabellos están contados. Bien podría decirnos, como a sus discípulos: “¿Por qué estáis así amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?” (v. 40). Parecería, en efecto, que por momentos no tuviésemos fe. Pero ¡oh, qué tierno amor es el suyo! Él está siempre cerca de nosotros para socorrernos y protegernos, aun cuando nuestros incrédulos corazones sean tan propensos a dudar de su Palabra. Su actitud para con nosotros no es conforme a los pobres pensamientos que tenemos acerca de Él, sino según su perfecto amor. He aquí el consuelo y el sostén de nuestras almas al atravesar el tempestuoso mar de la vida, en camino hacia nuestro reposo eterno. Cristo está en la barca. Esto siempre nos basta. Descansemos con calma en él. ¡Ojalá que, en el fondo de nuestros corazones, siempre pueda haber esta calma profunda que proviene de una verdadera confianza en Jesús. Entonces, aunque la tempestad ruja y se encrespen las olas hasta lo sumo, no diremos: “¿No tienes cuidado que perecemos?” ¿Podemos acaso perecer con el Maestro a bordo? ¿Podemos pensar eso alguna vez, teniendo a Cristo en nuestros corazones? Quiera el Espíritu Santo enseñarnos a servirnos más plena, libre y ardientemente de Cristo. Realmente necesitamos esto justamente ahora, y lo necesitaremos cada vez más. Nuestro corazón debe asir a Cristo mismo por la fe y gozar de él. ¡Que esto sea para su gloria y para nuestra paz y gozo permanentes!

Podemos señalar todavía, para terminar, cómo afectó a los discípulos la escena que acabamos de ver. En lugar de la calma adoración de aquellos cuya fe ha recibido respuesta, manifiestan el asombro de aquellos cuyos temores fueron objeto de reproche. “Entonces temieron con gran temor, y se decían el uno al otro: ¿Quién es éste, que aun el viento y el mar le obedecen?” (v. 41). Seguramente, tendrían que haberlo conocido mejor. Sí, querido lector, y nosotros también.

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