JUAN 15 (CONTINUACIÓN)
El
mundo (Juan 15:18-25)
De manera muy especial
el Señor nos ha presentado a la nueva compañía cristiana, desde luego no en su
formación o administración (pues la hora no había aún llegado), sino en sus
caracteres morales y privilegios espirituales. Es vista como una compañía
gobernada por el amor de Cristo y en una unión de amor mutuo entre sus
miembros. Con las palabras que vienen a continuación pasa de dar su pensamiento
del círculo cristiano del amor a hablar del círculo mundano del odio,
advirtiendo a los discípulos del verdadero carácter del mundo que los rodeará y
preparándolos ante su persecución.
Si compartimos con
Cristo el amor, el gozo y los santos secretos de este círculo íntimo, debemos
también prepararnos para compartir con Él el odio y rechazo que el mundo le ha
ofrecido. No parece ser que los discípulos tuvieran que disponerse a obtener lo
mejor de ambos mundos, como suelen decir los hombres. Tenía que ser o Cristo o
el mundo, pero no los dos a la vez. Una compañía que exhibe bajo cualquier
forma las gracias de Cristo sería reconocida e identificada con Él, y el odio y
la persecución que padeció de parte del mundo serían mostrados también a Su
pueblo.
El mundo es un vasto sistema que engloba a toda clase
de razas y de clases, así como la falsa religión que se une con las primeras en
su aborrecimiento de Dios. El mundo que rodeaba a los discípulos era el mundo
corrupto del judaísmo. Hoy en día, el mundo con el que están en contacto los
creyentes es el de una cristiandad corrompida, que, aunque cambie su forma
externa de siglo en siglo lleva en lo más profundo la marca de la enajenación
de Dios y del odio a Cristo.
¿Por qué debería el
mundo aborrecer a estos hombres sencillos? ¿Acaso no eran solo una compañía
cuyos integrantes se amaban y llevaban una vida ordenada sujetándose a los
poderes, sin interferir en su política? ¿No proclamaban las buenas nuevas y
realizaban buenas acciones? ¿Por qué se les iba a odiar? El Señor da dos
razones. En primer lugar, porque constituían una compañía que Cristo había
escogido de entre el mundo, y, en segundo lugar, porque formaban un grupo de
personas que confesaban el nombre de Cristo ante el mundo. La primera causa más
bien suscitaría el odio del mundo religioso; la segunda, el odio del mundo en
general. En todas las épocas no ha existido nunca nada que enfureciera más al
hombre religioso que la gracia soberana que, desestimando sus esfuerzos religiosos,
se fijara en un grupo de infelices y desahuciados para bendecirlos. La sola
mención de la gracia que en tiempos pasados bendijo a una viuda y a un leproso
gentiles, soliviantó a los líderes de Nazaret que manifestaron su ira y odio a
Cristo. La gracia soberana
que bendice al hijo menor enfurece al hijo mayor.
vv. 20-21.
Los discípulos reciben la advertencia de que este odio se manifestará en
persecución: «Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán».
Esta expresión activa del odio está relacionada directamente con la confesión
del nombre de Cristo, ya que el Señor dice: «Todo esto os harán por causa de mi
nombre». La persecución, ya sea a Cristo o a sus discípulos, era la prueba de
que no conocían a Aquel que envió a Cristo: el Padre.
vv.
22-25. Sin embargo, no hay
pretexto que valga para ignorarlo. Las palabras del Señor y sus obras dejaron
al mundo sin excusa para el odio o la ignorancia. Si Cristo no hubiera venido y
hubiera hablado al mundo palabras como nadie antes habló jamás, y si no hubiera
hecho entre ellos las obras que ningún otro hombre había hecho no habrían
podido ser imputados con el pecado de enemistad deliberada contra Cristo y el
Padre. Habrían continuado siendo criaturas caídas, y con este hecho apenas se
hubiera podido demostrar que eran criaturas egoístas, aborrecedoras de Dios.
Pero ahora no había posibilidad de encubrir su pecado. Era imposible ocultar el
hecho de la culpabilidad del mundo, porque a la vista estaba. Con sus palabras
y obras, Cristo había revelado plenamente todo el corazón del Padre, lo que
provocó que el hombre le aborreciera. El mundo, como tal, fue dejado sin
esperanza al aborrecer sin causa a Cristo, según rezaba su propia ley. De
manera que el odio del mundo no puede considerarse más ignorancia, sino pecado.
Un odio sin fundamento. Como cristianos, en ocasiones podemos darle al mundo
razones para que nos odie, pero en Cristo no había ningún motivo. Hay en
realidad una causa para el odio, que no se fundamenta en Aquel que es odiado,
sino en los corazones de quienes sienten odio.
H. Smith
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