La Mujer adultera
La historia
está en Juan 7.53 al 8.11.
La fiesta de
Tabernáculos terminó y cada uno se fue a su casa. Jesús se fue al monte de los
Olivos, tal vez a pasar la noche en oración, y por la mañana fue al templo,
donde la gente acudía para oír sus enseñanzas. Algunos de los que oyeron la
invitación de Jesús en la fiesta creyeron en Él, pero la mayoría le rechazó y
algunos procuraban desacreditar al Maestro divino.
Los escribas (los
hombres que escribían la Ley) y los fariseos llegaron, arrastrando a una pobre
mujer a quien pusieron en medio de la gente, diciendo: “Maestro, esta mujer ha
sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear
a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” La acusación era correcta porque había
evidencia, pero la pregunta obvia era: ¿Dónde estaba el hombre? ¿Por qué no
llevaron al hombre también? ¡Con cuánta frecuencia la mujer ha sido culpada y
el hombre es dejado libre!
El propósito de ellos
aquella mañana era ponerle una trampa al Señor. Le recordaron que Levítico
20.10 y Deuteronomio 22.23-24 dicen que el adúltero debía ser apedreado (aunque
por mucho tiempo los líderes judíos no habían ejecutado aquel castigo). Si Él
dejaba libre a la mujer le iban a acusar de no obedecer la ley de Moisés. Si
decía que debía ser apedreada, iría contra la ley romana y podrían decir que Él
era cruel. Jesús se inclinó hacia el suelo y escribió en tierra. Nadie sabe qué
decía lo que Él escribió.
Los
judíos insistieron en que contestara, y Jesús pronunció algo que ha sido citado
muchas veces: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la
piedra contra ella”. El castigo del pecado debía ser ejecutado, pero por
alguien que nunca hubiera pecado. Jesús volvió a inclinarse y siguió
escribiendo. Al oír lo que Él les dijo, los hombres se fueron retirando,
comenzando por los más viejos, todos ellos conscientes de su culpabilidad. En
vez de pronunciarse contra la mujer, Cristo condenó a aquellos hombres
pecadores.
Después de escribir en
tierra la segunda vez, Él se enderezó y vio que todos se habían ido menos la
mujer. “¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?”, preguntó
Cristo. “Ninguno, Señor”, dijo ella. Entonces Él le dijo: “Ni yo te condeno;
vete, y no peques más”. La salvación es un asunto personal entre el pecador y
el Salvador.
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