Este es un asunto de suma importancia. En Lucas 24:47 leemos que era necesario “que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén”. Esto no se discute, pero se ha llegado a pensar que el arrepentimiento es preliminar a la fe, y esto ha debilitado la predicación, tanto entre nosotros como en otras partes. Todos nosotros somos proclives a inclinarnos hacia un lado o hacia el otro y, de este modo, el verdadero lugar que tiene el arrepentimiento ha sido obscurecido y la presentación de éste se ha debilitado. Y en ello hay algo nocivo: los derechos de Dios son dejados de lado o son empequeñecidos.
En el presente, Dios reúne a los suyos con prontitud, si me puedo expresar de este modo: el Señor viene y ¡ay de nosotros si decimos que Él difiere su venida! Dios, rápidamente, saca fuera del mundo a los coherederos, así como en el pasado, cuando hizo proclamar: “Sed salvos de esta perversa generación” (Hechos 2:40). Entonces, Jerusalén iba a ser destruida; Dios “ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó” para ello (Hechos 17:30-31).
Dios exige el arrepentimiento y si al predicar yo digo solamente: «Dios te ama; tú eres un pobre pecador; he aquí la gracia está disponible para ti» (aunque seguramente que he de decirlo), y dejo de lado el arrepentimiento, estaré dejando de lado la conciencia del hombre.
El arrepentimiento es enjuiciarnos a nosotros mismos acerca de todo lo que hemos hecho y lo que hemos sido, es enjuiciarnos en la presencia de Dios, por un efecto de la gracia, aun cuando, incluso ahora, bajo la gracia, pueda tener lugar un arrepentimiento debido a la ley. Pero si el arrepentimiento es puesto antes que la fe, se socava todo el fundamento sobre el cual nos presentarnos ante Dios, pues entonces es algo que tengo para obrar en mi propio corazón y soy incapaz de hacerlo. Cuando predico el arrepentimiento, debo predicarlo en el nombre de Cristo, y en virtud de estar bajo la gracia.
Una vez vuelto a Dios, me veo cada día más claramente en la luz plena; es el infinito amor que ha hecho sobreabundar la gracia donde el pecado abundó; cuando presento a otros el mensaje de Dios, debo presentar los derechos de Dios, diciendo: «Si no te arrepientes y vuelves a Dios, estás perdido.» Pero si en el nombre de Cristo llamo a las personas al arrepentimiento, para poder arrepentirse es necesario que ellas crean en Cristo.
Dios manda que todos se arrepientan; si ellos no lo hacen, vendrán a juicio. Como hombre tú tienes que dar cuenta a Dios, y ¿en qué estado te encuentras ante Él? Si tu corazón no ha cambiado, ¿tendrás algo conveniente para Dios?
Pero si conjuro a un hombre enfrentándolo con la presencia de Dios, con los derechos de Dios pesando sobre él, y lo hago en gracia —una gracia perfecta—, entonces él retorna y se vuelve a Dios. El arrepentimiento debe ser predicado como aquello que Dios exige del hombre, pero uniendo esta exigencia a la persona del Señor Jesucristo. Efectivamente, tú no puedes tener tus ojos abiertos y fijos sobre el Señor Jesucristo y no aborrecerte como pecador.
(Messager Évangélique, 1968)
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