Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él (Jesús), sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15).
La adoración consiste en celebrar a Dios, exaltando sus diversas glorias. A través de la oración, nos acercamos a él para pedir lo que se refiere nuestras necesidades del momento. Mientras que, como adoradores, no sólo nos reunimos para ofrecerle nuestra gratitud sino también para proclamar su poder, su santidad, su amor y glorificar la excelencia de su Hijo amado.
Jesús anunció en Juan 4:23 y 24: “La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”: “en espíritu”, no más con sacrificios materiales e incienso, sino con alabanzas; “en verdad”, según el pensamiento de Dios que el Espíritu Santo revela a los creyentes por medio de la Biblia.
La adoración individual, por más importante y bendecida que sea, no es lo único que Dios desea. El culto que el Padre quiere sólo puede ser realizado por verdaderos creyentes —miembros del Cuerpo de Cristo, todos salvos por gracia— reunidos por el poder del Espíritu Santo. Allí es donde se encuentra la bendición, ya que el Señor mismo está presente (Mateo 18:20); él entona la alabanza (Hebreos 2:12). Es la anticipación de la adoración eterna, cuyo tema será “el Cordero de Dios” en la Casa del Padre, sin debilidad, sin fatiga ni notas discordantes, ya que todo lo tocante a la tierra habrá terminado
(La Buena Semilla)
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