(2 Samuel
24:24)
El Antiguo Testamento habla ante todo de sacrificios materiales:
animales ofrecidos sobre el altar, incienso y muchos otros, que a menudo son
figuras del sacrificio de Cristo: “La ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha
una vez para siempre” (Hebreos 10:10).
Al cristiano se le proponen tres sacrificios:
1. La alabanza
(Hebreos 13:15; 1 Pedro 2:5).
2. Hacer el
bien a aquellos que tienen necesidad, y ayudar a los siervos del Señor (Gálatas
6:6; 1 Corintios 9:14) “porque de tales sacrificios se agrada Dios” (Hebreos
13:16).
3. Presentar
nuestros “cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Romanos 12:1).
Estos sacrificios ¿son para nosotros de aquellos “que no cuestan nada”?
1. La alabanza
Se puede alegar que cantar himnos no cuesta casi nada, a menudo sin
detenerse demasiado a pensar en las palabras que se pronuncian o en Aquel a
quien van dirigidas; o decir “amén” a una oración de alabanza, de la que apenas
se ha seguido su contenido. Pero ésta no es la verdadera alabanza, los
“sacrificios espirituales” de 1 Pedro 2.
Hebreos 13:15 nos habla de ofrecer, “por medio de él, sacrificio de
alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre”. Los versículos
anteriores nos indican en qué contexto tiene lugar: “Mediante su propia sangre,
padeció fuera de la puerta. Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando
su vituperio”. Es en tal contexto, profundamente sentido, donde se debe ofrecer
el sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que confiesan su
Nombre. No se trata únicamente de cantar con los labios, o decir un “amén” —¡si
es que se pronuncia!— a una oración, a la que no se ha prestado demasiada
atención. Hace falta todo un trabajo interior para que el “fruto” que sube del
corazón a los labios no sea un “sacrificio que no cueste nada”, sino uno que
demande una meditación previa y profunda, acordándose de todo lo que estos
versículos implican.
Nos dirigimos a Dios “por medio de él”. A veces cantamos himnos
dirigidos a nosotros mismos, para incitarnos a la alabanza, recordando la obra
de Cristo. Éstos no son destinados al Padre o al Hijo; son más bien estrofas
que, expresando el tema de la alabanza, nos animan a ella. Pero qué diferentes
son en su esencia los himnos dirigidos a Dios mismo. Tenemos necesidad de
pensar, a medida que vamos cantando, tanto en el tema, como en el objeto de
ellos. Así, todo está en su lugar. Filipenses 3:3, V.M., subraya: “adoramos a
Dios en espíritu”.
2. Hacer el bien
Se dirá que éste es un sacrificio que cuesta. La Palabra se complace en
presentarnos algunos ejemplos:
La viuda de Sarepta (1 Reyes 17:7-16) no tenía ni un trozo de pan, sólo
un puñado de harina y un poco de aceite. Quería prepararlo para ella y su hijo
y después dejarse morir (v. 12). ¿Qué le dice el siervo de Dios? “No tengas
temor; ve, haz como has dicho; pero hazme a mí primero de ello una pequeña
torta cocida… y tráemela; y después harás para ti y para tu hijo” (v. 13). Este
“primero”, ¿no habla a nuestra conciencia? Sólo la fe en la promesa de Dios,
por medio de Elías, podía conducir a la viuda a dar todo lo que le quedaba.
Jesús mismo nos recuerda su ejemplo (Lucas 4:25-26).
En Lucas 21:1-4, sentado en el templo, Jesús mira a la gente que echa su
ofrenda en el arca, entre ellos a una viuda muy pobre que echa dos monedas de
poco valor. ¿Qué dice el Salvador?: “Esta viuda pobre echó más que todos.
Porque todos aquéllos echaron… de lo que les sobra; mas ésta, de su pobreza
echó todo el sustento que tenía”. “Jesús mira”, no tanto lo que se da, sino lo
que se guarda para sí. El apóstol precisa en 2 Corintios 8:12: “Si primero hay
la voluntad dispuesta, será acepta según lo que uno tiene, no según lo que no
tiene”. A veces es un sacrificio que cuesta (v. 1-5), pero es un “sacrificio
acepto, agradable a Dios” (Filipenses 4:18).
3. Presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo
Los ocho primeros capítulos de Romanos desarrollan la justificación por
la fe, el valor de la obra de Cristo que ha permitido, de alguna manera, que
Dios manifestara, hacia todo aquel que cree en Jesús, su compasión, amor y
justicia (Romanos 3:25-26). Ya que somos conscientes del inmenso precio pagado
por nuestro rescate, este versículo nos exhorta a presentar nuestros cuerpos en
sacrificio vivo, lo que es nuestro culto (o servicio) racional o inteligente.
Es verdad que esto cuesta. Es preciso que nuestro interior sea renovado
(12:2) para discernir la voluntad de Dios y lo que Él espera de cada uno de
nosotros. Es una gracia que nos ha sido dada (v. 6), la cual exige un ánimo de
corazón y de espíritu para poder estar a su disposición durante todo el día,
todo el año, toda nuestra vida.
En Lucas 9:57-62, vemos a varias personas dispuestas a seguir al Señor:
el primero, adondequiera que fuera. Jesús le advierte que seguirle traerá
dificultades, pues “el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza”. A
otro le dice “Sígueme”; la respuesta: “Déjame que primero…” Y un tercero también
se propone seguir al Señor, pero, como el anterior, tiene algo que hacer primeramente.
Tal sacrificio no es posible si no hay una comunión total con Cristo, el
cual “se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor
fragante” (Efesios 5:2). En verdad, el suyo fue un caro sacrificio: “se despojó
a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres… se humilló
a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses
2:7-8).
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