Juan 17
¿Cuál es la
posición del creyente en el mundo actual? ¿Cuál debería ser su actitud hacia
él? La respuesta a la segunda pregunta depende de la respuesta a la primera.
Nuestra conducta ante las circunstancias que nos tocan vivir en el mundo
debería reflejar claramente cuál es nuestra posición en él. Es inútil que
intentemos vivir de cierta forma cuando no estamos en una posición adecuada
para hacerlo. Por eso, para saber cuál tendría que ser nuestra actitud frente a
las distintas circunstancias que nos tocan vivir en el mundo, deberíamos
preguntarnos: ¿Cuál es mi posición con respecto a él?
Es necesario
señalar que este grupo de capítulos del evangelio de Juan (14 a 17) contiene un
importante pensamiento subyacente: los creyentes estamos absolutamente
identificados con Cristo ante Dios nuestro Padre en una nueva relación, un
nuevo gozo, y una nueva posición que Él adquirió al haber sido levantado
de la muerte. Paralelamente a esto, el capítulo 16 de Juan presenta otro
aspecto importante del tema que estamos tratando. El Señor les enseña a sus discípulos
qué clase de trato recibirían de parte del mundo. Como si Él les dijera:
«Ustedes no sólo están identificados conmigo en mi posición ante el Padre en lo
que se refiere a todos los privilegios y bendiciones que atañen a dicha
posición, sino también en mi posición de rechazo y desprecio de parte del
mundo. Ustedes gozan de todas las bendiciones que surgen de mi posición ante el
Padre, pero también deben aceptar todos los inconvenientes que implica mi
posición ante el mundo». El Señor les estaba enseñando que debían prepararse
para compartir con Él un camino de rechazo que hasta podía llevarlos a la
muerte.
¿Esto es muy
fuerte para nuestros oídos? Los cristianos hemos modificado y adaptado nuestro
comportamiento para vivir una vida más fácil aquí abajo, en el mundo, y
nos hemos acostumbrado a ello. La vida de la mayoría de los cristianos en el
mundo ha sido durante generaciones tan placenteras que han olvidado la verdad
en cuanto a su posición. Una posición ante Dios que es la bendición más grande
que pueda existir; pero que al mismo tiempo es una posición de persecución y
rechazo de parte del mundo por pertenecer al Maestro.
El evangelio de
Juan capítulo 17 presenta todo el tema con perfección. El Señor mismo explica
con claridad absoluta cuál es nuestra posición. Leamos en primer lugar el
versículo 6. Nos recuerda que Dios nuestro Padre nos sacó del mundo para que
seamos de Cristo. Y aunque las palabras de este versículo se refieren
especialmente a los apóstoles, el versículo 20 nos indica que el Señor tiene en
vista a todos los creyentes. El Señor ora por todos los que le pertenecen, lo
cual nos incluye a nosotros hoy en día. Es muy conmovedor pensar que fuera de
los muros de Jerusalén, a punto de cruzar el arroyo que conducía al jardín,
acompañado en la quietud de la noche por sus atemorizados discípulos en estas
circunstancias tan particulares, el Señor Jesús elevaba su oración. En estos
momentos tan emotivos, el Señor proyectaba su mirada hacia el futuro y pensaba
en nosotros, y oraba por nosotros. Dios, el Padre, nos sacó del mundo para que
seamos exclusivamente de Cristo. El Señor nos conocía desde la eternidad, como
leemos en las Escrituras: “Nos escogió en él (en Cristo) desde antes de la
fundación del mundo” (Efesios 1:4). Sus pensamientos hacia nosotros preceden a
la creación de esta tierra donde peregrinamos. No debería sorprendernos
entonces que nuestro destino final se encuentre fuera de este mundo.
El Señor cuidaba
y guiaba a los suyos mientras estaba en el mundo, pero había llegado el momento
de dejarlos. Espiritualmente, el Señor se situaba más allá del hecho de la
cruz. Él le decía al Padre: “Y ya no estoy en el mundo; mas éstos están en el
mundo, y yo voy a ti” (v. 11). El Señor dejó el mundo —ya lo sabemos—, por
medio de la muerte, la resurrección y la ascensión. No obstante, lo más
importante que no debemos olvidar, es que Él dejó el mundo porque fue
rechazado.
Hay mucha gente
que se pregunta: «Si hay un Dios en el cielo, ¿por qué no interviene en todo lo
que pasa aquí en el mundo? ¿Por qué mira pasivamente todas las atrocidades que
se llevan a cabo?». Hay muchas respuestas para estas preguntas, pero hay una
que es totalmente suficiente: Cristo fue rechazado. El único que podía poner
todas las cosas en orden estuvo aquí en el mundo, pero fue rechazado; y hasta
su retorno no dejaremos de sorprendernos con las cosas que ocurrirán. No puede
haber un orden aquí abajo hasta que Aquel que puede ordenar todas las cosas
tenga el control en sus manos. Pero, para ordenar todas las cosas el Señor
ejecutará sus juicios, y por este motivo es que Dios aún tiene paciencia y
espera. Dios no actúa con parcialidad. A muchas personas les gustaría que
Dios interviniera a su favor de una forma especial para impedir sus errores y
fracasos, pero ¿por qué Dios haría esto? Dios intervendrá para ordenar
todo lo que está mal en el Día del Juicio y lo hará con un alcance total.
Cuando llegue el tiempo de corregir lo que está mal, será corregido todo lo
que está mal. Ante la expectativa del justo juicio de Dios sus criaturas sólo
pueden decir: “Y no entres en juicio con tu siervo; porque no se justificará
delante de ti ningún ser humano” (Salmo 143:2). Si Dios hubiera ejecutado sus
juicios antes de la obra de Cristo en la cruz, esto hubiera sido el fin
inmediato de todos los hombres, pero como Dios ha provisto los recursos de su
gracia, Él todavía espera en silencio. No obstante, la hora de Su gracia está
pasando muy rápido y cuando termine habrá llegado el momento de que Él
intervenga para ordenarlo todo.
Volvemos al
capítulo 17 y vemos a un humilde rebaño que ama al Señor, y que es amado por
Él. Ellos deberán seguir su peregrinaje en el mundo sin el Señor, por lo cual
son muy importantes las palabras del versículo 14: “Yo les he dado tu palabra;
y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del
mundo”. Estamos en el mundo, pero sabemos que no pertenecemos a él. No formamos
parte del sistema mundano que nos rodea, y por este motivo el mundo nos odia.
En este capítulo el Señor se presenta a sí mismo como un claro ejemplo de haber
sufrido esto último, y nosotros nos identificamos con Él en ello.
Observemos
ahora lo que dice el versículo 18: “Como tú me enviaste al mundo, así yo los he
enviado al mundo”. Nosotros hemos sido arrancados del mundo y de su inmenso
sistema. Cuando decimos que un hombre es del «mundo», no es nuestra intención
aclarar que él vive en este planeta y que no es un habitante de la Luna o de
Marte. Lo que queremos decir es que él pertenece totalmente al sistema mundano
que nos rodea, y que exhibe en su vida el sello de esta pertenencia. Dios quitó
del mundo al cristiano en este sentido. Notemos que en este pasaje Cristo se
coloca nuevamente como el ejemplo perfecto. Debemos estar separados del
mundo porque Cristo mismo está separado de él. Y cuando somos enviados al
mundo, como en el versículo 18, la conducta a imitar debe ser la de Cristo. El
Señor nos quita del mundo, rompe todos nuestros vínculos con él, y recién
entonces nos envía de regreso allí para que podamos servirle.
El Señor Jesús
vino al mundo con un propósito grandioso. La vida de nuestro Señor se
caracterizó por tener el objetivo supremo de glorificar a Dios. Todos nuestros
beneficios, por grandes que sean, no eran el objetivo principal de Cristo. Él
vino al mundo y tuvo que soportar la instigación de Satanás, pero pudo vencerlo
porque era leal a Dios. El Señor representó a Dios siempre con rectitud, fue la
perfecta revelación de Él y, además, obró la redención a favor de los pecadores.
Al leer los evangelios, vemos que el Señor Jesús fue tentado una y otra vez
para que se apartara de su principal objetivo, que era satisfacer a Dios, pero
Él nunca declinó su propósito. Algunas circunstancias de la vida del Señor
confirman esto plenamente; por ejemplo, cuando vino a Él un hombre con
ciertas exigencias: “Maestro, di a mi hermano que parta conmigo la herencia”, a
quien el Señor respondía lo siguiente: “Hombre, ¿quién me ha puesto sobre vosotros
como juez o partidor?”. Su tarea no era arreglar problemas sociales ni
compensar desigualdades entre personas. Algunos socialistas desearían reclamar
a Jesús como uno de ellos, pero un pasaje como este derriba todas sus
pretensiones. Este hombre le presentaba al Señor un grave problema social, sin
embargo Él no quiso intervenir. Esto hubiera sido dejar de lado el principal
objetivo por el cual Él estaba en el mundo. Los fariseos también le presentaron
al Señor una cuestión política y nacional cuando le preguntaron si había que
pagar tributo al César; pero éstos no recibieron la respuesta que
esperaban, porque el Señor utilizó esta oportunidad para resaltar la cuestión
más importante: los derechos de Dios.
Los cristianos
estamos aquí, en el mundo, para seguir con esta misma línea de conducta. El
Señor nos ha enviado al mundo para que le representemos y promovamos sus
intereses. Recordemos lo que el apóstol dice en 2ª Corintios 5: 20: “Somos
embajadores en nombre de Cristo”. Un embajador es una persona de considerables
conocimientos y habilidades, a quien se le confía la tarea de representar a su
país y a su gobierno en una nación extranjera. Él no pertenece a la nación en
la que deberá trabajar. El embajador británico en París no es un francés. Su
trabajo no consiste en supervisar todo lo que sucede en las calles de París.
Tampoco es el indicado para intentar mejorar la situación social de los
franceses. Seguramente tendrá actividades, pero las efectuará siempre como un extranjero.
Él está allí, en París, simplemente para representar a su gobierno y a su país.
Los apóstoles,
de una forma muy particular, eran embajadores para Cristo. Seguramente nosotros
no lo somos en el mismo sentido, pero estamos comprometidos con el trabajo
diplomático. En París hay un embajador que necesita colaboradores. Él tiene una
considerable cantidad de empleados y sirvientes. El honor del país al cual
representan depende del comportamiento de todos, incluso de los más humildes.
Todos en la embajada deben conducirse rectamente para dar crédito a su tarea de
representar los intereses de su país.
No debemos
olvidar nunca que nuestro lugar en este mundo se encuentra en la embajada de
nuestro Rey ausente. Pertenecemos a Su país. Tenemos Su paz, Su Espíritu, Su
gozo. Estamos aquí para representarlo. Si guardamos bien esto en nuestro
corazón, hallaremos la respuesta para cientos de preguntas en lo que respecta a
cuál debería ser nuestra actitud como cristianos en diferentes circunstancias.
Supongamos que soy un ciudadano británico que está trabajando en la embajada en
París; me sentiría feliz si tuviera la oportunidad de ayudar a algún francés
(utilizo esto sólo como una ilustración). Estaría gozoso de ayudar a todas las
personas que estuvieran en el área de mi influencia. Trataría a todos con
cariño y respeto; pero siempre tendría en cuenta que todo esto no es el
objetivo principal por el cual yo me encuentro en ese país lejano. Todo esto es
incidental. Yo me encuentro allí para representar a mi Rey, y todo lo que se
deriva de esta responsabilidad.
Quizá yo me
pregunte: ¿acaso no dice la Escritura que “según tengamos oportunidad, hagamos
bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe”? Sí, efectivamente, es
lo que debería hacer si encontrara a un hombre herido en las calles de París.
Pero no tendría que emplear todo mi tiempo recorriendo las calles de la ciudad
para tener la oportunidad de hacer esto. Además, el versículo aclara:
“especialmente a los de la familia de la fe”. Por supuesto que esto no significa
que el embajador en París deba parecer ausente, porque sería un mal testimonio.
Debemos considerar siempre que estamos aquí para representar a nuestro Rey de
manera correcta.
¿Será mi
pequeña parábola suficientemente clara? Nuestra primordial ocupación aquí abajo
es servir y representar a nuestro Señor. Descansemos en la gracia para realizar
esto. No formamos parte del sistema mundano; en consecuencia, nuestros intereses
están fuera de él. Como cristianos tenemos grandes y maravillosos intereses en
Cristo, aun cuando estos no puedan verse con los ojos carnales. Con estos
intereses estamos plenamente identificados.
Debemos tener
presente en todo momento que nuestra ciudadanía —nuestra vida, nuestras
asociaciones— está en los cielos de donde esperamos a nuestro Salvador, para
comprender cada vez más nuestra necesaria separación del mundo, y servir con
gozo a nuestro ausente Señor.
Traducido por Ezequiel Marangone
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