Tiempo hubo en que la
venida del Mesías como «Varón de dolores» era todavía una profecía sin cumplir.
Tras este vaticinio se fueron sucediendo las generaciones; surgían y
desaparecían; el reino de Israel (las diez tribus) y más tarde el de Judá
fueron destruidos, y sus habitantes diseminados o llevados en cautiverio. Sólo
un residuo, unos pocos miembros de la tribu de Judá, volvieron de Babilonia;
pero el Mesías prometido no había aparecido aún.
Vemos, cuatro siglos
después, que la gran mayoría de los que regresaron de Babilonia se habían
asentado confortablemente en Jerusalén, olvidándose casi por completo de Aquel
que había de venir. De repente hubo una creciente agitación en la ciudad: unos
extranjeros, recién llegados, divulgaban la asombrosa noticia de que el Rey de
los judíos —prometido hace mucho tiempo— había finalmente nacido. Del palacio
de Herodes, pasando por los sacerdotes del Templo, la noticia se propagó con
rapidez entre el pueblo.
Pero, ¿cuál fue el
resultado producido por semejante revelación? ¿un cántico, o clamor unánime de
alabanzas a Dios por haber por fin cumplido Su palabra, enviando al Mesías
tanto tiempo esperado? ¿Irradiaba de gozo cada rostro? ¿Se estremecía de
alegría cada corazón? ¡Al contrario! El cuadro que se nos presenta es muy
distinto: «El rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él» (Mateo 2:3). ¿Por
qué? Si hubiesen conocido algo de las Escrituras tocante a la venida del
Mesías, hubieran entendido el vaticinio del profeta Isaías: «He aquí que para
justicia reinará un rey, y príncipes presidirán en juicio. Y será aquel varón
como escondedero contra el viento, y como refugio contra el turbión; como
arroyos de aguas en tierra de sequedad, como sombra de gran peñasco en tierra
calurosa» (cap. 32:1-2).
Ahora bien, aunque
había en la ciudad una ingente multitud de personas que se consideraban como
«justas» ante Dios, muchos otros estaban convencidos de no estar listos para
presentarse delante del Mesías, el Justo por excelencia; por consiguiente, lo que
hubiera tenido que llenar el corazón de agradecimiento y de gozo resultaba ser
motivo de espanto y de turbación. Sin embargo, preparados o no, Cristo había
venido; había aparecido, no sólo como el Mesías de Israel, sino como el
«Salvador del mundo», para revelar al Padre. Lo que aconteció después de este
episodio es de sobra conocido: odiado y despreciado por los mismos que venía a
salvar, el Hijo de Dios se encaminó al Calvario donde, clavado en el vil
madero, murió por manos inicuas. Pero al tercer día resucitó.
Cuando Dios envió a
su Hijo unigénito a este mundo, cumplió las promesas hechas a Abraham, Isaac y
Jacob. Por su parte, al condenar a Jesús, los judíos cumplieron las palabras de
los profetas acerca de los sufrimientos del Salvador: «Porque los habitantes de
Jerusalén y sus gobernantes, no conociendo a Jesús, ni las palabras de los
profetas que se leen todos los días de reposo, las cumplieron al condenarle … Y
nosotros —prosigue el apóstol— también os anunciamos el evangelio de aquella
promesa hecha a nuestros padres, la cual Dios ha cumplido a los hijos de ellos,
a nosotros, resucitando a Jesús …» (Hechos 13:27, 32-34).
Poco antes de Su
muerte, el Señor —Objeto de las promesas— dejó también una promesa. Tras haber
salido el traidor del aposento alto, y rodeado de Sus discípulos, Cristo les
muestra la terrible sombra de la cruz que iba alargándose sobre ellos. ¡Qué
momento más solemne! Imaginemos el dolor reflejado en el rostro de los
discípulos al inclinarse hacia el Maestro amado para escuchar Sus palabras de
despedida: «No se turbe vuestro corazón, creéis en Dios, creed también en Mí».
Es como si hubiera dicho: «Habéis creído en Dios sin haberle visto; ahora,
cuando ya no me veréis, seguid teniendo igual confianza en Mí. Dios os hizo una
promesa, anunciándola por boca de los profetas, y la cumplió fielmente al
enviarme. Yo asimismo os hago una promesa, y tened confianza en que también la
cumpliré.»
¿Cuál es, entonces,
esta nueva promesa? Leyendo atentamente el Evangelio según Juan, cap. 14, la
hallaremos entre los primeros versículos: «En la casa de mi Padre muchas
moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar
lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os
tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (vv. 2-3).
No hay el menor motivo para suponer que la «venida» mencionada por el Señor en
estos versículos aluda a la «muerte»; creerlo sería cometer la peor de las
equivocaciones.
Tomemos un ejemplo
para ilustrar la diferencia entre ambas cosas. Un padre amante y cariñoso lleva
a su hijo a una ciudad lejana donde, por mucho tiempo, el joven tendrá que
vivir solo. Al separarse, el padre comprende la lucha interna de su hijo para
reprimir sus lágrimas, y le consuela diciendo: «Ten confianza, hijo mío, ahora
tengo que dejarte, pero vendré el primer día de vacaciones y nos iremos juntos
a casa.» ¿Cabe suponer que el joven haya tenido la menor duda acerca de la
promesa hecha por su padre? Pues bien, del mismo modo, las palabras que el
Señor dirigió a sus discípulos desconsolados no pueden prestarse a equivocación
alguna. No dijo: «ahora voy al cielo, vosotros moriréis, y después de esto os
reuniréis conmigo», sino: «vendré otra vez, y os tomaré a Mí mismo».
En cuanto a los creyentes
que duermen en Cristo, la Escritura dice que se han ausentado del cuerpo para
estar «presentes al Señor» (2 Corintios 5:8). Mientras que cuando se trata de
la vuelta del Señor, en vez de «estar ausentes del cuerpo», o de «ser
desnudados» de nuestra casa terrestre, leemos que seremos «transformados»; y en
Filipenses 3:21, que el Señor «transformará el cuerpo de la humillación
nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya». En un momento, en
un abrir y cerrar de ojos, al sonar la última trompeta, los muertos en Cristo
resucitarán primero, y los que vivimos seremos transformados. Vemos por lo
tanto que la venida o regreso del Señor no debe confundirse con la muerte: es
exactamente lo contrario de ella; es la aniquilación o abolición de todo cuanto
ha hecho la muerte —desde que entró en este mundo— en los cuerpos de los que
son hijos de Dios; será el triunfo definitivo de Cristo sobre la muerte,
victoria que compartiremos todos los que somos suyos.
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