(2 Samuel 23:8-39)
David, después de pronunciar sus últimas palabras y rendir homenaje a la
fidelidad de Dios (v. 1-7), dio testimonio de la fidelidad de sus amigos. En su
casa, David sufrió decepciones, traiciones y abandonos; pero los amigos del
principio, los hombres de la cueva de Adulam, siempre permanecieron con él. Así
también fue consolado el apóstol Pablo al final de su vida, ante todo por la
presencia fiel del Señor, pero también por la de Timoteo, de Lucas y de
Onésimo.
En los versículos 8 a 39 tenemos una verdadera lista de honor. Se
registran los nombres de los valientes, así como el detalle de las proezas de
algunos de ellos. Los anales de la guerra traen a la memoria la braveza de
estos valientes soldados, no de forma global, sino detallada.
Las últimas palabras de David evocan nuestro porvenir eterno, y esta
lista de valientes nos muestra cómo seremos recompensados allá arriba. Es como
una visión anticipada del tribunal de Cristo (1 Corintios 4:5).
Debemos servir al Señor en medio de una guerra, la cual no es contra
carne y sangre, sino "contra huestes espirituales de maldad en las
regiones celestes" (Efesios 6:12). Nuestros afectos por el Señor y por su
Iglesia serán evaluados muy justamente. Un día, los registros de los vencedores
ignorados de este mundo serán abiertos delante de todos. Todo lo que se haya hecho
para el Señor tendrá su recompensa. Por ahora, el combate de la fe no ha
finalizado, pero nuestra redención está cerca. Imitemos a Moisés, quien
"tenía puesta la mirada en el galardón" (Hebreos 11:26). Dios dijo a
Elí: "Yo honraré a los que me honran" (1 Samuel 2:30). Éste es el
sentido de estos versículos.
Es llamativa, ante todo, la ausencia del nombre de Joab en la lista de
los valientes. El valor, la fuerza y el celo no son criterios suficientes para
hacer figurar a alguien en el registro de Dios, en lo que se conoce como
"el libro de las batallas de Jehová" (Números 21:14). Se nos dice que
cuando se inscriba a los pueblos, Dios contará: "Éste nació allí".
Sólo los que hayan nacido en Sion serán establecidos por el Altísimo (Salmo
87:5-6). Son los que se hallan fundados en la gracia divina. Aquellos que
hayan nacido en otro lugar, no podrán tener más que una gloria efímera. Joab
constituye un ejemplo de esto. No había sido uno de los compañeros del
principio. Entra en escena sólo después que David fuera ungido como rey en
Hebrón. Éste lo había nombrado jefe de su ejército (2 Samuel 24:2). Sin
embargo, su lealtad y abnegación por el rey estaban lejos de ser perfectas y
le fueron causa de muchas tristezas. Tenía la sabiduría del mundo, era un buen
político, pero no tenía fe ni piedad. Orgulloso, arrogante, obstinado, sólo
buscaba su propia gloria. Murió en su pecado (1 Reyes 2:28-34). ¡Qué tragedia!
Una vida perdida, mientras que sus dos hermanos, menos ilustres, figuran, al
igual que su escudero, en la lista de los valientes (2 Samuel 23:37). Si bien
Joab es mencionado tres veces, sólo lo es indirectamente (v. 18, 24, 37).
Tal como lo señala el versículo 39, en esta lista de honor se mencionan
treinta y siete valientes:
— los tres
primeros, aparte de los treinta (v. 8-12);
— Otros tres
—no mencionados— que formaban parte de los treinta (v. 13-17);
— dos —Abisai y
Benaía— distintos de los treinta (v. 18-23);
— y por último,
los treinta —que en realidad son treinta y dos— (v. 24-39). Se los llama
"los treinta", porque dos de los treinta y dos habían muerto (Asael y
Urías).
Si hacemos el cálculo, sumamos: 3 + 2 + 32 = 37.
Estos tres hombres que encabezan la lista de honor personifican la
energía divina perseverante, manifestada en el creyente. Era Jehová quien
obraba las grandes victorias (v. 10, 12). Los filisteos, los enemigos de
adentro —los más peligrosos—, fueron vencidos. "Si alguno ministra,
ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado"
(1 Pedro 4:11).
El primero de los tres valientes (v. 8) tiene el nombre adecuado:
Joseb-basebet, que significa: «el que está sentado en un trono» o «en el primer
lugar». Que haya dado muerte a ochocientos hombres o solamente a trescientos
(véase 1 Crónicas 11:11), no quita que fuera una proeza. Los ejecutó de una
sola vez, es decir que no flaqueó un instante hasta no acabar su obra.
Eleazar (v. 9-10) significa «Dios es auxilio». En las circunstancias
referidas, tres hombres estaban con David. También estaba el ejército de
Israel. Pero éste se había alejado, y la victoria fue obra de uno solo: Ele-
azar. Su mano que se le quedó pegada a la espada nos enseña que, durante el
combate, y aun después, debemos formar cuerpo con la Palabra de Dios, la espada
del Espíritu. Todo el pueblo se benefició con la victoria de uno solo. Ello
constituye un ejemplo de la energía espiritual que no se desanima, por más
abandonos que podamos sufrir de todos lados.
Sama (v. 11-12) tampoco puso cuidado en el hecho de que el pueblo
hubiese huido. Arriesgando su vida, salvó el alimento dado por Dios. Este no
debe ser dejado en manos del enemigo: hermosa exhortación para nosotros los
creyentes, a fin de que no permitamos que se nos arrebate el alimento de
nuestras almas, ya por negligencia, por tibieza o aun por incredulidad o
desprecio.
Los tres jefes siguientes no son nombrados en las hazañas que relatan
estos versículos, sino a continuación de éstas, en la lista de los treinta, de
la cual forman parte (v. 24-39). Personifican la abnegación de la fe
manifestada por un testimonio colectivo.
Habían mostrado su adhesión a David en la prueba, en la cueva de Adulam.
Probablemente el episodio narrado tuvo lugar durante la guerra del capítulo 5.
El valle de Refaim (5:18; 23:13) estaba invadido por los filisteos. Este valle
se encuentra entre Adulam al oeste y Belén al este. Podríamos pensar que el
pozo se hallaba cerca de la casa de Isaí. Con un suspiro de su corazón, movido
por los recuerdos de su infancia, David expresó el anhelo de beber del agua de
ese pozo. Fue un deseo sentimental, pero vano. Cualquier agua hubiese podido
saciar su sed.
Estos tres hombres estaban cerca de David, lo que les permitió oír su
voz. Era suficiente para ellos. El deseo de su amado rey, por más ligeramente
que fuera expresado, fue tomado muy en serio. No se trataba de una orden; no
obstante, expusieron su vida sin demora con tal de satisfacerlo. Con sublime
abnegación, irrumpieron por el campamento de los filisteos y trajeron el agua
deseada para que su rey fuera refrescado. No nos sorprende la reacción de
David, ya que conocemos su sensible corazón. Conmovido, respetó con admiración
este gesto de amor. Tomó nota del éxito de esa proeza, pero no se sintió digno de
beber el agua adquirida a tal precio, sino que la derramó como libación para
Dios. A El solamente pertenecía la vida de esos hombres.
Este relato forma un hermoso ejemplo para nosotros de una obra de amor.
Tenemos los mandamientos de nuestro Señor; pero también poseemos su Palabra, la
cual expresa todos sus deseos. Responder a ellos nos hará gustar la dulzura de
su comunión (Juan 14:21, 23). Los filisteos que obstruían el camino constituyen
una imagen de la carne que se mezcla con las cosas espirituales y que conduce
al tradicionalismo y a un frío y estrecho legalismo, como también a un cristianismo
mundano que frustra los deseos del corazón del Señor respecto de nosotros. En
un tiempo de debilidad y abandono de la verdad, es un gozo para nosotros responder,
no a órdenes, sino a los deseos de nuestro Señor, los que conocemos por su
Palabra, aunque seamos tan sólo dos o tres.
Aquí nuevamente se trata de un grupo de tres hombres (v. 18, 22) que se
distinguen de los treinta (v. 23). No son los del versículo 13. Sin embargo,
sólo dos de los tres figuran en la lista de este capítulo: Abisai y Benaía.
Abisai, a quien encontramos varias veces en los libros de Samuel, es
evaluado con precisión. Es el más eminente de este nuevo trío, pero inferior a
los tres de los versículos 8 a 12. El gran acto que motiva su mención aquí es
recordado con exactitud, pero sin detalle. Su energía es especialmente puesta
en evidencia.
Hay tres hazañas de Benaía que se registran (él también ya es conocido;
véase 2 Samuel 8:18; 20:23. Era jefe de los cereteos y los peleteos, los
guardias personales del rey). En primer lugar, mató a dos moabitas asemejados
a dos leones a causa de su temeraria apariencia (compárese 1 Crónicas 12:8,
donde está escrito con respecto a los de Gad: "Sus rostros eran como rostros
de leones"). Seguramente que estos moabitas habían hecho temblar a más de
uno, pero no a Benaía. Es posible que este suceso se sitúe en la guerra contra
Moab, cuyo relato aparece en 2 Samuel 8:2. Benaía además tuvo que luchar contra
un verdadero león que por algún motivo había sido puesto en un foso o se había
caído accidentalmente en él. A pesar de la intemperie —que dificultaba la
lucha—, no vaciló en hacerle frente y matarlo. Tenemos aquí una imagen de
Satanás, vencido por Cristo —el Hombre fuerte por excelencia— en la cruz. En
tercer lugar, Benaía mató a un egipcio, también de apariencia aterradora, con
su propia lanza. En esto imitó a su rey, quien venció a Goliat (1 Samuel 17).
Al igual que Abisai, fue evaluado, pesado con precisión (2 Samuel 23:23). Como
recompensa, tuvo acceso a una comunión íntima con David (Apocalipsis 2:17)
Versículos 24-39: los treinta
Por último, hallamos la lista de los treinta —o, más bien, de los
treinta y dos— algunos de los cuales son conocidos: Elhanán (2 Samuel 21:19),
Asael (2:18) y Urías (11:3). Este último nombre constituía para David un
doloroso recuerdo de su vergonzosa caída, de un pasado que hubiera querido
olvidar. Sin embargo, era necesario que Urías figurase en esta lista de honor.
Era digno de ello.
¡Ojalá que esta porción de las Escrituras obre en los cristianos a fin
de que cada uno "sufre penalidades como bueno soldado de Jesucristo"
sin murmuraciones! (2 Timoteo 2:3). Aunque nuestros nombres y nuestros actos
no sean mencionados en la lista de honor de los soldados eminentes, ello no nos
privará en absoluto del gozo de haber servido a la gloria de Cristo. Y si
recibimos de sus manos traspasadas una corona, la echaremos a sus pies,
prosternándonos y diciendo: "A él sea gloria e imperio por los siglos de
los siglos" (Apocalipsis 1:6).
Creced,
1997
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