domingo, 5 de julio de 2015

LOS VALIENTES DE DAVID

(2 Samuel 23:8-39)
David, después de pronunciar sus últimas palabras y rendir homenaje a la fidelidad de Dios (v. 1-7), dio testimonio de la fidelidad de sus amigos. En su casa, David sufrió decepciones, traiciones y abandonos; pero los amigos del principio, los hombres de la cueva de Adulam, siempre permanecieron con él. Así también fue consolado el apóstol Pablo al final de su vida, ante todo por la presencia fiel del Señor, pero también por la de Timoteo, de Lucas y de Onésimo.
En los versículos 8 a 39 tenemos una verdadera lista de honor. Se registran los nombres de los valien­tes, así como el detalle de las proezas de algunos de ellos. Los anales de la guerra traen a la memoria la bra­veza de estos valientes soldados, no de forma global, sino detallada.
Las últimas palabras de David evocan nuestro por­venir eterno, y esta lista de valientes nos muestra cómo seremos recompensados allá arriba. Es como una visión anticipada del tribunal de Cristo (1 Corintios 4:5).
Debemos servir al Señor en medio de una guerra, la cual no es contra carne y sangre, sino "contra hues­tes espirituales de maldad en las regiones celestes" (Efesios 6:12). Nuestros afectos por el Señor y por su Iglesia serán evaluados muy justamente. Un día, los registros de los vencedores ignorados de este mundo serán abiertos delante de todos. Todo lo que se haya hecho para el Señor tendrá su recompensa. Por ahora, el combate de la fe no ha finalizado, pero nuestra redención está cerca. Imitemos a Moisés, quien "tenía puesta la mirada en el galardón" (Hebreos 11:26). Dios dijo a Elí: "Yo honraré a los que me honran" (1 Samuel 2:30). Éste es el sentido de estos versículos.
Es llamativa, ante todo, la ausencia del nombre de Joab en la lista de los valientes. El valor, la fuerza y el celo no son criterios suficientes para hacer figurar a alguien en el registro de Dios, en lo que se conoce como "el libro de las batallas de Jehová" (Números 21:14). Se nos dice que cuando se inscriba a los pue­blos, Dios contará: "Éste nació allí". Sólo los que hayan nacido en Sion serán establecidos por el Altí­simo (Salmo 87:5-6). Son los que se hallan funda­dos en la gracia divina. Aquellos que hayan nacido en otro lugar, no podrán tener más que una gloria efí­mera. Joab constituye un ejemplo de esto. No había sido uno de los compañeros del principio. Entra en escena sólo después que David fuera ungido como rey en Hebrón. Éste lo había nombrado jefe de su ejér­cito (2 Samuel 24:2). Sin embargo, su lealtad y abne­gación por el rey estaban lejos de ser perfectas y le fueron causa de muchas tristezas. Tenía la sabiduría del mundo, era un buen político, pero no tenía fe ni piedad. Orgulloso, arrogante, obstinado, sólo busca­ba su propia gloria. Murió en su pecado (1 Reyes 2:28-34). ¡Qué tragedia! Una vida perdida, mientras que sus dos hermanos, menos ilustres, figuran, al igual que su escudero, en la lista de los valientes (2 Samuel 23:37). Si bien Joab es mencionado tres veces, sólo lo es indirectamente (v. 18, 24, 37).
Tal como lo señala el versículo 39, en esta lista de honor se mencionan treinta y siete valientes:
—  los tres primeros, aparte de los treinta (v. 8-12);
—   Otros tres —no mencionados— que formaban parte de los treinta (v. 13-17);
—  dos —Abisai y Benaía— distintos de los treinta (v. 18-23);
—   y por último, los treinta —que en realidad son treinta y dos— (v. 24-39). Se los llama "los treinta", porque dos de los treinta y dos habían muerto (Asael y Urías).
Si hacemos el cálculo, sumamos: 3 + 2 + 32 = 37.

Estos tres hombres que encabezan la lista de honor personifican la energía divina perseverante, manifes­tada en el creyente. Era Jehová quien obraba las gran­des victorias (v. 10, 12). Los filisteos, los enemigos de adentro —los más peligrosos—, fueron vencidos. "Si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado" (1 Pedro 4:11).
El primero de los tres valientes (v. 8) tiene el nom­bre adecuado: Joseb-basebet, que significa: «el que está sentado en un trono» o «en el primer lugar». Que haya dado muerte a ochocientos hombres o solamente a trescientos (véase 1 Crónicas 11:11), no quita que fuera una proeza. Los ejecutó de una sola vez, es decir que no flaqueó un instante hasta no acabar su obra.
Eleazar (v. 9-10) significa «Dios es auxilio». En las circunstancias referidas, tres hombres estaban con David. También estaba el ejército de Israel. Pero éste se había alejado, y la victoria fue obra de uno solo: Ele- azar. Su mano que se le quedó pegada a la espada nos enseña que, durante el combate, y aun después, debe­mos formar cuerpo con la Palabra de Dios, la espada del Espíritu. Todo el pueblo se benefició con la victoria de uno solo. Ello constituye un ejemplo de la energía espiritual que no se desanima, por más abandonos que podamos sufrir de todos lados.
Sama (v. 11-12) tampoco puso cuidado en el hecho de que el pueblo hubiese huido. Arriesgando su vida, salvó el alimento dado por Dios. Este no debe ser dejado en manos del enemigo: hermosa exhortación para nosotros los creyentes, a fin de que no permitamos que se nos arrebate el alimento de nuestras almas, ya por negligencia, por tibieza o aun por incredulidad o desprecio.

Los tres jefes siguientes no son nombrados en las hazañas que relatan estos versículos, sino a continua­ción de éstas, en la lista de los treinta, de la cual for­man parte (v. 24-39). Personifican la abnegación de la fe manifestada por un testimonio colectivo.
Habían mostrado su adhesión a David en la prueba, en la cueva de Adulam. Probablemente el episodio narrado tuvo lugar durante la guerra del capítulo 5. El valle de Refaim (5:18; 23:13) estaba invadido por los filisteos. Este valle se encuentra entre Adulam al oeste y Belén al este. Podríamos pensar que el pozo se hallaba cerca de la casa de Isaí. Con un suspiro de su corazón, movido por los recuerdos de su infancia, David expresó el anhelo de beber del agua de ese pozo. Fue un deseo sentimental, pero vano. Cualquier agua hubiese podido saciar su sed.
Estos tres hombres estaban cerca de David, lo que les permitió oír su voz. Era suficiente para ellos. El deseo de su amado rey, por más ligeramente que fuera expresado, fue tomado muy en serio. No se trataba de una orden; no obstante, expusieron su vida sin demora con tal de satisfacerlo. Con sublime abnegación, irrum­pieron por el campamento de los filisteos y trajeron el agua deseada para que su rey fuera refrescado. No nos sorprende la reacción de David, ya que conocemos su sensible corazón. Conmovido, respetó con admiración este gesto de amor. Tomó nota del éxito de esa proeza, pero no se sintió digno de beber el agua adquirida a tal precio, sino que la derramó como libación para Dios. A El solamente pertenecía la vida de esos hombres.
Este relato forma un hermoso ejemplo para noso­tros de una obra de amor. Tenemos los mandamientos de nuestro Señor; pero también poseemos su Palabra, la cual expresa todos sus deseos. Responder a ellos nos hará gustar la dulzura de su comunión (Juan 14:21, 23). Los filisteos que obstruían el camino constituyen una imagen de la carne que se mezcla con las cosas espirituales y que conduce al tradicionalismo y a un frío y estrecho legalismo, como también a un cristia­nismo mundano que frustra los deseos del corazón del Señor respecto de nosotros. En un tiempo de debilidad y abandono de la verdad, es un gozo para nosotros responder, no a órdenes, sino a los deseos de nuestro Señor, los que conocemos por su Palabra, aunque sea­mos tan sólo dos o tres.

Aquí nuevamente se trata de un grupo de tres hombres (v. 18, 22) que se distinguen de los treinta (v. 23). No son los del versículo 13. Sin embargo, sólo dos de los tres figuran en la lista de este capítulo: Abi­sai y Benaía.
Abisai, a quien encontramos varias veces en los libros de Samuel, es evaluado con precisión. Es el más eminente de este nuevo trío, pero inferior a los tres de los versículos 8 a 12. El gran acto que motiva su men­ción aquí es recordado con exactitud, pero sin detalle. Su energía es especialmente puesta en evidencia.
Hay tres hazañas de Benaía que se registran (él también ya es conocido; véase 2 Samuel 8:18; 20:23. Era jefe de los cereteos y los peleteos, los guardias per­sonales del rey). En primer lugar, mató a dos moabitas asemejados a dos leones a causa de su temeraria apa­riencia (compárese 1 Crónicas 12:8, donde está escrito con respecto a los de Gad: "Sus rostros eran como ros­tros de leones"). Seguramente que estos moabitas habían hecho temblar a más de uno, pero no a Benaía. Es posible que este suceso se sitúe en la guerra contra Moab, cuyo relato aparece en 2 Samuel 8:2. Benaía además tuvo que luchar contra un verdadero león que por algún motivo había sido puesto en un foso o se había caído accidentalmente en él. A pesar de la intem­perie —que dificultaba la lucha—, no vaciló en hacerle frente y matarlo. Tenemos aquí una imagen de Satanás, vencido por Cristo —el Hombre fuerte por excelencia— en la cruz. En tercer lugar, Benaía mató a un egipcio, también de apariencia aterradora, con su propia lanza. En esto imitó a su rey, quien venció a Goliat (1 Samuel 17). Al igual que Abisai, fue evaluado, pesado con precisión (2 Samuel 23:23). Como recompensa, tuvo acceso a una comunión íntima con David (Apocalipsis 2:17)

Versículos 24-39: los treinta
Por último, hallamos la lista de los treinta —o, más bien, de los treinta y dos— algunos de los cuales son conocidos: Elhanán (2 Samuel 21:19), Asael (2:18) y Urías (11:3). Este último nombre constituía para David un doloroso recuerdo de su vergonzosa caída, de un pasado que hubiera querido olvidar. Sin embargo, era necesario que Urías figurase en esta lista de honor. Era digno de ello.
¡Ojalá que esta porción de las Escrituras obre en los cristianos a fin de que cada uno "sufre penalidades como bueno soldado de Jesucristo" sin murmuracio­nes! (2 Timoteo 2:3). Aunque nuestros nombres y nuestros actos no sean mencionados en la lista de honor de los soldados eminentes, ello no nos privará en absoluto del gozo de haber servido a la gloria de Cristo. Y si recibimos de sus manos traspasadas una corona, la echaremos a sus pies, prosternándonos y diciendo: "A él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos" (Apocalipsis 1:6).         
Creced, 1997

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