lunes, 3 de octubre de 2016

UNA SOLA OFRENDA, VARIOS SACRIFICIOS (Parte X)

(Levítico 1 a 7)
"A Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Corintios 2:2).
(Continuación)
4. EL SACRIFICIO DE PAZ (Levítico 3; 7:11-36)


La parte del adorador
     ¿Por qué motivo un israelita ofrecía una ofrenda de paz? Como acción de gracias o en cumplimiento de un voto, nos dice Levítico 7:12, 16. Lo hace en respuesta a bendiciones recibidas, como resultado del apego espiritual a Dios. No se trataba de obtener algo, de ser perdonado o aceptado, sino de traer el agradecimiento de corazones que ya habían recibido la bendición divina. Es la misma esencia del culto. Sin duda saldremos edificados, animados, consolados con el culto, pero no es ésa su finalidad. Se trata de traer a Dios lo que Él desea, hablarle de su Amado Hijo. Y esto no es una obligación, como un déspota impondría a sus súbditos. Dios no nos fuerza a expresar nuestro agradecimiento y alabarlo, aunque nos haya salvado para eso mismo. "El Padre tales adoradores busca" (Juan 4:23), pecadores perdonados y hechos hijos suyos, gozosos de recordar ante Él la obra y la Persona por la cual fueron salvos (compárese con Lucas 17:16-18).
     La ofrenda podía ser de ganado vacuno u ovejuno, cordero o cabra. No todos tienen la misma apreciación espiritual de la obra de Cristo; pero siempre que Cristo es presentado, una parte es para Dios, y otra parte del alimento es para el adorador, así como para sus invitados, quienes quizá no hayan traído nada: "Toda persona limpia podrá comer la carne" (Levítico 7:19).
     El israelita ponía su mano sobre la cabeza del sacrificio y se identificaba con él. En el holocausto, expresaba así que sólo esta víctima perfecta podía ser aceptada en lugar suyo; dicho de otra manera, los méritos de la ofrenda pasaban sobre el adorador. Dios ve en nosotros la perfección de la obra de Cristo. En el sacrificio por el pecado, el culpable, al poner su mano sobre la cabeza del animal, ponía sobre esta víctima pura sus propios pecados: la culpabilidad del pecador pasaba sobre la víctima. Pero en el sacrificio de paz, el adorador pone su mano sobre la cabeza del sacrificio con un profundo agradecimiento y con el sentimiento de que ya ha sido hecha la paz. Con la conciencia de que Cristo ha respondido plenamente a todo lo que Dios demanda (ofrenda macho) y a todo lo que necesitamos (ofrenda hembra), y al poseer la paz con Dios, nos regocijamos en la obra perfecta cumplida en la cruz. Cristo es suficiente para todo lo que somos y para todo lo que no somos. "Él es la Roca, cuya obra es perfecta" (Deuteronomio 32:4). "Él es nuestra paz" (Efesios 2:14). Pero también todo lo que Cristo era y todo lo que hizo, era infinitamente agradable a Dios; y en eso tenemos comunión.
     El mismo adorador degollaba la víctima. Esto habla del profundo sentimiento de que si la paz fue hecha, lo fue por la sangre de su cruz; es la comunión de la sangre de Cristo (1 Corintios 10). Después que la grosura hubo sido quemada sobre el altar en grato olor, se podía comer del sacrificio. Primero se ofrecía, después se comía.
     Con el sacrificio se presentaba una ofrenda vegetal (Levítico 7:12). No se puede disociar la vida perfecta de Cristo de su muerte. En nuestras acciones de gracias, a menudo expresamos la perfección de su vida, junto con la ofrenda de sí mismo en la cruz. La grosura del sacrificio de paz era quemada sobre el holocausto. Así tenemos la unión de los tres sacrificios de olor grato, recordándonos que si bien hay diversos sacrificios, todos representan "una sola ofrenda".
         Cosa extraña, con el sacrificio de acciones de gracias se debía presentar pan leudo (v. 13). Estos panes no eran quemados sobre el altar; el uno era comido por el sacerdote y el otro por el adorador y sus invitados. En el culto de adoración, sentimos nuestra flaqueza, lo que somos en nosotros mismos. En lo que representa a Cristo, al contrario, ninguna levadura se permitía.
La carne debía ser comida el mismo día que se ofrecía en acción de gracias, o cuando mucho al día siguiente si se trataba de un voto. Nuestra comunión no puede disociarse del sacrificio, sino se vuelve impura. Las más bellas oraciones, los más bellos cánticos expresados por rutina, sobre todo una liturgia, vuelven el culto formalista, cosa muy grave a los ojos de Dios.
«Desde el momento que nuestro culto es separado del sacrificio, de su eficacia y de la conciencia de la aceptabilidad infinita de Jesús ante el Padre, se torna carnal, formal y para la satisfacción de la carne. Nuestras oraciones se convierten entonces en algo muy triste, en una forma carnal en lugar de la comunión en el Espíritu. Eso es malo, una verdadera iniquidad» (J.N.D.). Ni nuestras expresiones de alabanza, ni nues­tra comunión fraternal, pueden ser disociadas, separadas del sacrificio: "Uno solo el pan... somos un cuerpo" en El (1 Corintios 10:17). Tanto más nos alejamos aún, cuando desacuerdos —por no decir dispu­tas—, llegan a tomar el lugar de la conciencia del sacrificio. Sólo podemos comer juntos la carne del sacrificio de paz en el sentimiento profundo de lo que le ha costado al Señor Jesús ofrecerse a sí mismo a Dios por nosotros y en la realización práctica de la paz entre los hijos de Dios (Mateo 5:24).
         "Toda persona limpia podrá comer la carne"; mientras que "la persona que comiere la carne... estando inmunda, aquella persona será cortada de entre su pueblo". En efecto, el sacrificio "es de Jehová" (Levítico 7:19-21). Un extranjero no tenía ningún derecho; aquel que no es un rescatado del Señor no puede participar del culto ni dar gracias, menos aún participar de la Cena. Pero un verdadero israelita podía estar impuro. ¿Qué debía hacer? No se atrevía a comer del sacrificio de paz, pero se ofrecía un recurso: Levítico 22:6-7 muestra que el hombre impuro debía lavar su cuerpo con agua y "cuando el sol se pusiere, será limpio; y después podrá comer las cosas sagradas". 1 Corintios 11 nos confirma la enseñanza actual: "Pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan" (v. 28). No se trata de abstenerse de la Cena, sino de juzgarse a sí mismo y así comer. Únicamente aquel que había faltado (sobre todo en el caso de una caída grave que interrumpió no sólo la comunión individual con Dios, sino la comunión en la iglesia a la mesa del Señor) se hallaba imposibilitado de comer de las cosas sagradas hasta después de la puesta del sol. Para ese día, la brillante luz de la faz de Dios se había como velado. Era restaurado, podía comer, pero no era ya la plena luz. Pero recordemos que una vez efectuada ple­namente la restauración, aparece un nuevo día, no por algún mérito en nosotros, sino a causa de la obra per­fecta de Aquel que cumplió todo.
         Por fin, recordemos que, según Filipenses 3:3 (V.M.), "adoramos a Dios en espíritu". Hace falta, pues, poseer el Espíritu Santo para poder adorar (Efesios 1:13). También hace falta que no sea entristecido, si no ¿cómo podría él conducirnos a la adoración? «Si el culto y la comunión son por medio del Espíritu, sólo aquellos que tienen el Espíritu de Cristo pueden participar, y es menester, además, que no lo hayan entristecido, pues harían así imposible, por la mancha del pecado, la comunión que es por el Espíritu» (J.N.D.).

No hay comentarios:

Publicar un comentario