(Nehemías 7)
Cuando el muro de la santa ciudad hubo sido completamente restaurado y
las puertas sólidamente reconstruidas, Jerusalén quedó nuevamente separada de
las naciones idólatras que la rodeaban. Desde entonces, esta separación del
pueblo de Dios debía mantenerse con medidas de vigilancia tomadas para alejar
al enemigo. También era preciso que cada habitante de la ciudad —cuyo nombre
es el del Eterno y sobre la cual sus ojos están continuamente fijos— estuviera
en condiciones de reclamar su derecho a permanecer en ella. Por lo tanto debía
restablecerse en ella un orden según Dios, y el pueblo, cuyos privilegios
habían sido recuperados, tenía que estar consciente de su responsabilidad.
Estos hechos hablan claramente a nuestros corazones y conciencias en el
tiempo presente, tan parecido, en muchos aspectos, al de Nehemías. En el actual
desorden de la Iglesia es importante mantener el orden y la disciplina entre
los dos o tres reunidos al nombre del Señor y adherirse firmemente a las
enseñanzas de la Palabra para juzgar el mal en la Iglesia, porque "la
santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre"
(Salmo 93: 5).
Tres oficios
Había tres clases de personas cuyos oficios fueron cuidadosamente
establecidos por Nehemías: los porteros, los cantores y los levitas (v. 1).
1) Los porteros
Los porteros eran quienes vigilaban las puertas de la ciudad. Debían
ejercer una constante vigilancia para que no entrase ningún elemento enemigo,
contagioso o criminal. Estaban encargados de cerrar las puertas durante la
noche y de no abrirlas hasta que calentase el sol (v. 3), es decir, hasta que
las tinieblas hubiesen sido completamente disipadas. Satanás ama las tinieblas
a favor de las cuales cumple su obra destructora. Por ello debemos velar y orar
sin cesar en la noche que nos rodea. No somos de las tinieblas sino, al
contrario, "hijos de la luz e hijos del día" (1 Tesalonicenses 5: 5).
Pertenecemos al día glorioso que nacerá cuando el sol de justicia difunda sus
rayos sobre este mundo. Entonces la noche se habrá disipado y dará lugar a la
gloriosa manifestación de Aquel a quien esperamos del cielo. "Por tanto,
no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios" (1
Tesalonicenses 5: 6). Imitemos a los sesenta valientes que rodeaban el lecho de
Salomón, todos los cuales tenían espada y eran diestros en la guerra, llevando
cada uno su espada ceñida sobre el muslo, a causa de los temores de la noche
(Cantar de los Cantares 3 : 7-8). Hasta que el Rey aparezca con gloria y
poder, debemos defender sus derechos y su verdad, atacados durante la noche de
su ausencia. Para ello tenemos necesidad de desechar las obras de las tinieblas
y vestirnos las armas de la luz (Romanos 13: 12).
Las puertas tenían que estar cerradas con barras para resistir los
asaltos del enemigo. Una puerta insuficientemente acerrojada o desprovista de
barras no es obstáculo para la entrada de ladrones. Éstos vienen "para
hurtar y matar y destruir" (Juan 10: 10). Por eso debemos vigilar las
diversas puertas por las cuales tanto el adversario como el mundo pueden
penetrar en nuestros corazones y en la Iglesia. Puede ser que, cuando fuimos
llevados al conocimiento del Señor, hayamos juzgado al mundo en su conjunto y
que, poco a poco, éste vuelva a influir en nosotros mediante los miles de vanidades
que ofrece a nuestros corazones y que a menudo nos parecen inocentes e
inofensivas para nosotros. Por eso dice el apóstol Juan: "No améis al
mundo, ni las cosas que están en el mundo" (1 Juan 2: 15).
Tanto en los tiempos de Nehemías como en los actuales, es de suma
importancia el oficio de los porteros. Es preciso que aquellos a quienes Dios
ha dotado para ser vigilantes (o sobreveedores) en la Iglesia guíen
cuidadosamente al rebaño y velen particularmente porque los principios del
mundo no se introduzcan entre los santos, tanto por medio de la recepción
anticipada a la mesa del Señor de personas que no pertenecen a ella como por la
invasión del mal moral o doctrinal (Hechos 9: 26-27; 20: 28-29).
Cada centinela debía estar en su puesto y cada uno "delante de su
casa" (Nehemías 7: 3). Todos los moradores de la ciudad, cualquiera fuese
el servicio particular al que habían sido llamados, debían vigilar delante de
sus casas. Es muy importante que todos los creyentes comprendan hoy su
responsabilidad a este respecto. No sólo somos exhortados a no olvidar nuestros
deberes para con la Iglesia —objeto de la constante solicitud del Señor— sino
que debemos ejercer una vigilancia especial sobre nuestras casas, para que el
mal y la mundanería no las invadan. No bastaba que Jerusalén estuviese rodeada
por un muro; se necesitaba también una constante vigilancia de parte de cada
uno de sus habitantes para no dejarse sorprender por el enemigo. Por importante
que sea la posición de separación con cuanto esté en desacuerdo con la gloria
del Señor —separación que nos es mandada por la Palabra—, ella no basta para
llevar una conducta fiel en medio de la ruina. Requiérese, de parte de todos
cuantos invocan su nombre, una separación interior de todo mal: "No os
amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis, sino santificad a Dios el
Señor en vuestros corazones" (1 Pedro 3: 14-15). Para ello, debemos juzgar
todo el mal que anide allí, porque el Señor no puede asociarse a él, y, para
librarnos del mismo, "padeció una sola vez por los pecados, el justo por
los injustos, para llevarnos a Dios" (1 Pedro 3: 18).
En contraste con las medidas de vigilancia ordenadas por el fiel
Nehemías para guardar la ciudad, notemos que las puertas de la ciudad santa no
estarán cerradas ni de día ni de noche (Apocalipsis 21: 25), por ser perfecta
la seguridad de la mansión celestial de los bienaventurados redimidos y por
cuanto ya no podrá ser turbada por ningún enemigo ni comprometida por mancha
alguna.
Al mando de quienes
vigilaban las puertas de la ciudad hallábase dos varones de Dios, escogidos por
Nehemías para desempeñar tan importante cargo. Con la autoridad de la cual
estaba investido por la confianza del rey y la sabiduría —fruto de su conducta
fiel y piadosa para con Dios—, confiere este alto cargo a siervos calificados
para cumplirlo. Así vemos también a Pablo tomar dos compañeros de servicio,
Timoteo y Tito, a quienes, en virtud de su autoridad apostólica, les confiere
el derecho de nombrar ancianos en las iglesias de los gentiles (1 Timoteo 3:
2-7; Tito 1: 5-9).
Hanani había
demostrado su interés y solicitud por el pueblo al llevarle a su hermano
Nehemías —quien en ese momento se hallaba en Susa— noticias de los que habían
escapado del cautiverio y que estaban pasando por gran miseria y oprobio
(Nehemías 1 : 1-2). Semejante afecto por este pobre residuo caló al corazón de
Dios a pesar de su ruina, calificaba a Hanani para el elevado servicio que
ahora le era confiado. Por haber sido fiel en la esfera de su administración,
había adquirido "un grado honroso" (1 Timoteo 3: 13). Tal es hoy
también el caso de aquellos que se consagran a la tarea que les es confiada en
la Casa de Dios.
El segundo de estos
hombres puestos a la cabeza de la ciudad era Ananías, jefe de la fortaleza.
¡Cuán precioso es el testimonio que le rinde el Espíritu de Dios! "Era
varón de verdad y temeroso de Dios, más que muchos" (Nehemías 7: 2). En
una reducida esfera, había tenido la oportunidad de manifestar su apego a aquel
a quien deseaba servir fielmente. Por lo tanto, se le puede conceder un cargo
más importante, al igual que a Hanani. ¡Qué honor para ese fiel testigo haber
andado en tal senda con la aprobación de su Maestro!
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