lunes, 3 de octubre de 2016

EL ORDEN RESTABLECIDO EN LA CASA DE DIOS

(Nehemías 7)


Cuando el muro de la santa ciudad hubo sido com­pletamente restaurado y las puertas sólidamente recons­truidas, Jerusalén quedó nuevamente separada de las naciones idólatras que la rodeaban. Desde entonces, esta separación del pueblo de Dios debía mantenerse con medidas de vigilancia tomadas para alejar al ene­migo. También era preciso que cada habitante de la ciu­dad —cuyo nombre es el del Eterno y sobre la cual sus ojos están continuamente fijos— estuviera en condicio­nes de reclamar su derecho a permanecer en ella. Por lo tanto debía restablecerse en ella un orden según Dios, y el pueblo, cuyos privilegios habían sido recuperados, tenía que estar consciente de su responsabilidad.
Estos hechos hablan claramente a nuestros corazo­nes y conciencias en el tiempo presente, tan parecido, en muchos aspectos, al de Nehemías. En el actual desorden de la Iglesia es importante mantener el orden y la disci­plina entre los dos o tres reunidos al nombre del Señor y adherirse firmemente a las enseñanzas de la Palabra para juzgar el mal en la Iglesia, porque "la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siem­pre" (Salmo 93: 5).

Tres oficios
Había tres clases de personas cuyos oficios fueron cuidadosamente establecidos por Nehemías: los porte­ros, los cantores y los levitas (v. 1).

1) Los porteros
Los porteros eran quienes vigilaban las puertas de la ciudad. Debían ejercer una constante vigilancia para que no entrase ningún elemento enemigo, con­tagioso o criminal. Estaban encargados de cerrar las puertas durante la noche y de no abrirlas hasta que calentase el sol (v. 3), es decir, hasta que las tinie­blas hubiesen sido completamente disipadas. Satanás ama las tinieblas a favor de las cuales cumple su obra destructora. Por ello debemos velar y orar sin cesar en la noche que nos rodea. No somos de las tinieblas sino, al contrario, "hijos de la luz e hijos del día" (1 Tesalonicenses 5: 5). Pertenecemos al día glorioso que nacerá cuando el sol de justicia difunda sus rayos sobre este mundo. Entonces la noche se habrá disipado y dará lugar a la gloriosa manifestación de Aquel a quien esperamos del cielo. "Por tanto, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios" (1 Tesalonicenses 5: 6). Imitemos a los sesenta valientes que rodeaban el lecho de Salomón, todos los cuales tenían espada y eran diestros en la guerra, llevando cada uno su espada ceñida sobre el muslo, a causa de los temores de la noche (Cantar de los Cantares 3 : 7-8). Hasta que el Rey aparezca con glo­ria y poder, debemos defender sus derechos y su verdad, atacados durante la noche de su ausencia. Para ello tenemos necesidad de desechar las obras de las tinieblas y vestirnos las armas de la luz (Romanos 13: 12).
Las puertas tenían que estar cerradas con barras para resistir los asaltos del enemigo. Una puerta insufi­cientemente acerrojada o desprovista de barras no es obstáculo para la entrada de ladrones. Éstos vienen "para hurtar y matar y destruir" (Juan 10: 10). Por eso debemos vigilar las diversas puertas por las cuales tanto el adversario como el mundo pueden penetrar en nues­tros corazones y en la Iglesia. Puede ser que, cuando fui­mos llevados al conocimiento del Señor, hayamos juz­gado al mundo en su conjunto y que, poco a poco, éste vuelva a influir en nosotros mediante los miles de vani­dades que ofrece a nuestros corazones y que a menudo nos parecen inocentes e inofensivas para nosotros. Por eso dice el apóstol Juan: "No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo" (1 Juan 2: 15).
Tanto en los tiempos de Nehemías como en los actuales, es de suma importancia el oficio de los porte­ros. Es preciso que aquellos a quienes Dios ha dotado para ser vigilantes (o sobreveedores) en la Iglesia guíen cuidadosamente al rebaño y velen particularmente porque los principios del mundo no se introduzcan entre los santos, tanto por medio de la recepción anticipada a la mesa del Señor de personas que no pertenecen a ella como por la invasión del mal moral o doctrinal (Hechos 9: 26-27; 20: 28-29).
Cada centinela debía estar en su puesto y cada uno "delante de su casa" (Nehemías 7: 3). Todos los mora­dores de la ciudad, cualquiera fuese el servicio particu­lar al que habían sido llamados, debían vigilar delante de sus casas. Es muy importante que todos los creyentes comprendan hoy su responsabilidad a este respecto. No sólo somos exhortados a no olvidar nuestros deberes para con la Iglesia —objeto de la constante solicitud del Señor— sino que debemos ejercer una vigilancia espe­cial sobre nuestras casas, para que el mal y la mundanería no las invadan. No bastaba que Jerusalén estuviese rodeada por un muro; se necesitaba también una cons­tante vigilancia de parte de cada uno de sus habitantes para no dejarse sorprender por el enemigo. Por impor­tante que sea la posición de separación con cuanto esté en desacuerdo con la gloria del Señor —separación que nos es mandada por la Palabra—, ella no basta para lle­var una conducta fiel en medio de la ruina. Requiérese, de parte de todos cuantos invocan su nombre, una sepa­ración interior de todo mal: "No os amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis, sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazones" (1 Pedro 3: 14-15). Para ello, debemos juzgar todo el mal que anide allí, porque el Señor no puede asociarse a él, y, para librarnos del mismo, "padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1 Pedro 3: 18).
En contraste con las medidas de vigilancia ordena­das por el fiel Nehemías para guardar la ciudad, note­mos que las puertas de la ciudad santa no estarán cerra­das ni de día ni de noche (Apocalipsis 21: 25), por ser perfecta la seguridad de la mansión celestial de los bie­naventurados redimidos y por cuanto ya no podrá ser turbada por ningún enemigo ni comprometida por man­cha alguna.
Al mando de quienes vigilaban las puertas de la ciudad hallábase dos varones de Dios, escogidos por Nehemías para desempeñar tan importante cargo. Con la autoridad de la cual estaba investido por la confianza del rey y la sabiduría —fruto de su conducta fiel y pia­dosa para con Dios—, confiere este alto cargo a siervos calificados para cumplirlo. Así vemos también a Pablo tomar dos compañeros de servicio, Timoteo y Tito, a quienes, en virtud de su autoridad apostólica, les con­fiere el derecho de nombrar ancianos en las iglesias de los gentiles (1 Timoteo 3: 2-7; Tito 1: 5-9).
Hanani había demostrado su interés y solicitud por el pueblo al llevarle a su hermano Nehemías —quien en ese momento se hallaba en Susa— noticias de los que habían escapado del cautiverio y que estaban pasando por gran miseria y oprobio (Nehemías 1 : 1-2). Seme­jante afecto por este pobre residuo caló al corazón de Dios a pesar de su ruina, calificaba a Hanani para el elevado servicio que ahora le era confiado. Por haber sido fiel en la esfera de su administración, había adqui­rido "un grado honroso" (1 Timoteo 3: 13). Tal es hoy también el caso de aquellos que se consagran a la tarea que les es confiada en la Casa de Dios.
El segundo de estos hombres puestos a la cabeza de la ciudad era Ananías, jefe de la fortaleza. ¡Cuán precioso es el testimonio que le rinde el Espíritu de Dios! "Era varón de verdad y temeroso de Dios, más que muchos" (Nehemías 7: 2). En una reducida esfera, había tenido la oportunidad de manifestar su apego a aquel a quien deseaba servir fielmente. Por lo tanto, se le puede conceder un cargo más importante, al igual que a Hanani. ¡Qué honor para ese fiel testigo haber andado en tal senda con la aprobación de su Maestro!

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