lunes, 3 de octubre de 2016

Los cuatro evangelistas (Parte I)

Introducción
Las biografías de los notables del Antiguo Testamento figuran en considerable detalle, de manera que no nos es difícil visualizar la historia de sus vidas y hazañas. En el Nuevo Testamento en cambio observamos una ausencia, comparativamente hablando, de detalles biográficos. El hecho es que una sola biografía ocupa espacio significativo, y se podría decir, como se dijo en el Monte de la Transfiguración, que no vemos a ninguno sino a Jesús solo.
El primer nombre notable que nos espera es el de Mateo, el escritor del primer Evangelio. Tenemos que llevar en mente que cuando el Señor Jesús estaba aquí sobre la tierra no había ningún periodista historiador oficial adscrito al grupo de sus seguidores para darnos un registro autorizado. Empleando las palabras de Pedro en Hechos: “Estos hombres que han estado juntos con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros” (1:21), cada cual tendría sus propios recuerdos del Señor, y aquellos testigos contarían cada uno a su manera lo que había visto y oído de aquella maravillosa vida y muerte.
En el consejo divino resultó que, en vez de estos muchos testimonios verbales, el Espíritu de Dios inspiró a cuatro hombres a dar un retrato del Señor en vida. Alguien ha dicho que el Espíritu no es un informador, sino un editor. Él ha ordenado el material conforme a su propósito y ha escogido a quienes considera apropiados para la tarea. De ninguna manera cubren todo el material: “Hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir” (Juan 21:25).
Surge, entonces, la pregunta de por qué cuatro Evangelios. Se puede decir acertadamente que de esta manera se proporciona cuatro perspectivas del Señor Jesús. Pero sugiero que hay por lo menos una razón más. Así como la ciudad celestial del Apocalipsis 21 “se halla establecida en cuadro, y su longitud es igual a su anchura”, con puertas abiertas a los cuatro puntos cardinales para permitir a las naciones de la tierra milenaria acercarse y contemplar sus glorias, la presentación de las buenas nuevas de Jesucristo es “cuadrada” en el sentido que está diseñada a satisfacer la perspectiva y necesidad del mundo entero. Es de notar que la inscripción en la cruz fue escrita en los tres idiomas —hebreo, griego y latín— que representaban las civilizaciones sobresalientes de la época. El judío era el hombre de comercio y religión; el griego, de instrucción y cultura; el romano, de energía y conquista.
Es más de todo al primero de éstos, al judío, que Mateo dirige su Evangelio. La narración breve y concisa de Marcos iba dirigida mayormente al mundo romano. Lucas, estudioso y médico, escribió principalmente para el griego de cultura. Juan, quien escribió su Evangelio mucho más tarde que los demás, escribe para la Iglesia de Dios en la cual no hay ni judío ni griego, sino todos son uno en Cristo Jesús.
Mateo.
El Evangelio según Mateo ocupa el primer lugar en el canon sagrado, no sólo por haber sido escrito primero, sino también el orden divino es “al judío primeramente, luego al gentil”. Todo el estilo y trasfondo de su Evangelio, desde la oración inicial —“Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”— hasta el último versículo del último capítulo —“Toda potestad me es dada”— indican claramente que una de las finalidades principales del autor es hacer ver al pueblo escogido “con muchas pruebas indubitables” que Jesús de Nazaret era de veras su rey y su Mesías.
Tal vez nos veamos inclinados a veces a pasar por alto las genealogías bíblicas, pensando imprudentemente que no hay nada de valor en ellas. Pero no nos atrevemos hacerlo en Mateo 1, ya que es de un todo esencial. Primeramente se afirma que Jesús es hijo de David por ley de la línea real, y por ende elegible a ser Rey de Israel. Luego, es hijo de Abraham, heredero de las promesas del pacto, aquel de quien toda bendición fluye para la nación de Israel y en última instancia a todas las otras naciones también, y por esto competente a ser Mesías de Israel. Tercero, en vista de su nacimiento único (las circunstancias de la cual el evangelista describe hermosa y delicadamente) y por su muerte expiatoria, su nombre sería Jesús, el Salvador, ya que “él salvará a su pueblo de su pecado”.
Aquí hay uno cuya persona y obra están apartes de todas las demás. “No hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”, Hechos 4.12. En cuarto lugar, el cumplimiento de la profecía de Isaías 7.14: el hijo de la virgen sería llamado Emanuel, “Dios con nosotros”, porque el que era el Verbo eterno se había manifestado en carne.
Así es, entonces, la buena nueva según Mateo. Pero es de Mateo el hombre —su vida, actuaciones, familia— que deseamos saber un poco más.  Y nos encontramos de una vez ante una carencia de información de parte del escritor. Si su Evangelio no hubiera sido inspirado por el Espíritu Santo, a lo mejor nos hubiera contado algo acerca de sí mismo, y es obvio que hubiera sido interesante, pero el escritor parece perderse en sus escritos. Él quiere levantar en alto la bandera y en sus dobleces esconderse a sí mismo.
Creo tener la razón al decir que no contamos con una sola palabra dicha por Mateo. Pero, hay cosas importantes que sabemos a ciencia cierta en cuanto a él; hay otras que son por lo menos probabilidades; y, hay otras que son posibilidades que merecen investigación.
(Continuará)

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