lunes, 6 de febrero de 2017

Los cuatro evangelistas (Parte V)

Juan
Juan fue uno de los primeros a ser incorporados en el grupo de discípulos y el último en dejar este mundo, partiendo a estar con el Señor a la edad madura de aproximadamente 100 años. Llegó a ser creyente bajo el ministerio de Juan el Bautista, y un discípulo cuando el Señor le llamó de su ocupación de pescador para ser “pescador de hombres”. Más adelante fue escogido como uno de los doce apóstoles; luego, a ser uno de los tres favorecidos que gozaban de una intimidad especial con su Maestro; y finalmente toma para sí el título del “discípulo a quien Jesús amaba”.
Sabemos que era un joven pescador galileo, probablemente de Betsaida o una de las aldeas adyacentes a las orillas del Galilea. Aquel lago era escenario de mucha actividad en aquellos días. Se dice que cuatro mil barcas surcaban la reducida superficie de unos veinticuatro kilómetros por trece, pero con todo la pesca abundaba. Esta industria dio lugar a otras afines; un escritor bien informado afirma que había nueve poblaciones por las orillas, cada una con una población promedia de quince mil personas.
Veamos primeramente los enlaces familiares de Juan. Sabemos que el nombre de su padre era Zebedeo; su hermano mayor, compañero inseparable en los primeros años, era Jacobo. Al comparar Mateo 27:56 con Marcos 15:40, entendemos que su madre era Salomé, y es importante recordar que Salomé era hermana de María, la virgen madre de Jesús. Esto quiere decir que Juan era primo hermano del Señor según la carne, y tal vez explica en parte la intimidad entre ellos.
Parece que la familia era razonablemente bien acomodada. Leemos de jornaleros en su barca, Marcos 1:20, y es posible que Zebedeo haya poseído más de una. Sabemos poco de la vida de éste, salvo que estaba de acuerdo con el llamado que sus dos hijos recibieron cierto día. Dejaron su padre en aquella barca, y siguieron a Jesús, sin mención de algún reparo de parte del mayor.
Salomé era parte de aquella compañía de mujeres devotas que ministraban al Señor en Galilea, dejando sus respectivos hogares para seguirle hasta Jerusalén en su último viaje. Fueron testigos oculares de su muerte y adoradores ante la tumba la mañana de su resurrección. De que Salomé era una mujer de carácter fuerte, además de discípula ferviente, se sabe por la solicitud suya, hecha a los pies de Jesús, que sus hijos se sentaran a cada lado del Señor en su reino, Mateo 20.20. Su petición fue inapropiada, pero por lo menos mostró el amor que tenía para el Señor, la certeza de su convicción de que Él va a reinar, y su concepto de qué sería un honor en aquel reino.
Otro indicio de la posición social de la familia es que Juan poseía hogar propio en Jerusalén, Juan 19.27; sea propia o alquilada la casa, él pudo llevar la madre de Jesús a ese refugio. Parece que era bien conocido en la ciudad, ya que tenía derecho de entrada al palacio del sumo sacerdote, y probablemente fue el único discípulo permitido a entrar en el pretorio durante el juicio de su Señor.
Se entiende que estaba más cerca de la cruz que cualquier otro discípulo, ya que afirma haber visto lo que ningún otro de ellos vio, hasta donde sabemos; a saber, el costado de Jesús penetrado por la espada de un soldado una vez que el Cristo había muerto, Juan 19.35.
Pasamos ahora a sus primeros años con el Maestro. Producto de aquel robusto pueblo galileo que guardaba mucha de la sencilla fe y firmeza de sus antepasados, fue atraído temprano en la vida por el denuedo de Juan el Bautista. Sospechamos que no pocas veces se ausentó de la pesca para acudir al desierto a escuchar las poderosas predicas del Precursor.
Llegó el día cuando en Betábara, “al otro lado del Jordán”, cuando vio el Bautista que venía a él Uno que el pescador no conocía, y Juan escuchó palabras que jamás olvidó: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Luego, el día siguiente Juan el Bautista le vio de nuevo. Mirando a Jesús, exclamó de modo de adoración, “He aquí el Cordero de Dios”.
Juan y Andrés le oyeron hablar, le dejaron y siguieron a Jesús. Conocieron al Señor cara a cara y se hospedaron con él el resto del día. Aquella entrevista nunca fue narrada; fue demasiado sagrada, demasiado impactante para decírsela a otros. Pero ha debido quedar impresa en la mente de Juan el resto de su vida, porque en el libro del Apocalipsis que Juan escribió cuando viejo, le describe como “un Cordero inmolado”, 5.6.
En aquellos primeros tiempos de su discipulado Juan y su hermano Jacobo fueron apellidados por el Señor Boanerges, “hijos del trueno”. Aparentemente eran jóvenes fervorosos, y de su celo contamos con dos ejemplos en Lucas capítulo 9.
Fue Juan que protestó con vehemencia contra uno que echaba fuera demonios en nombre de Jesús, prohibiéndole, porque no seguía con los discípulos. Fue una manifestación de aquel espíritu sectario que todavía vemos a veces, no reconociendo nada de bueno en aquellos que no son de nuestro reducido círculo. La respuesta del Señor —“El que no es contra nosotros, por nosotros es”. — ha debido causar al discípulo no poca reflexión.
El otro ejemplo figura más adelante en el mismo capítulo. Cuando los samaritanos de la aldea rehusaron hospitalidad al Maestro, Juan y Jacobo, indignados, querían invocar fuego del cielo. De nuevo el Señor reprende con firmeza y gentileza: “No sabéis de qué espíritu sois”. Juan aprendió la lección. Bajo el ministerio con gracia que el Señor realizó, se ablandó aquel celo que no siempre había venido acompañado de comprensión, hasta que en sus Epístolas le encontramos como el apóstol del amor. El amor en verdad y la verdad en amor sobresalen en todas sus tres epístolas.
Hemos notado que tomaba para sí, con modestia pero con satisfacción, la descripción de ser el apóstol a quien Jesús amaba. Parece que aun Pedro lo reconoció cuando le preguntó a Juan por señas en el aposento alto quién sería el traidor.
Esta maravillosa amistad entre Juan y su Señor tal vez se nota más en la última cena, Juan 13, y es por demás llamativa. Tengamos presente que el Señor y sus discípulos estaban acostados en sofás conforme a la costumbre, cada uno apoyado por su lado izquierdo, mirando a la mesa, su muñeca izquierda apoyando la cabeza.
Aparentemente Juan estaba al lado derecho del Señor pero quería estar aún más cerca. Así, Simón Pedro le hizo señas para que Juan preguntara de quién Jesús estaba hablando. Recostado más de cerca, preguntó, “Señor, ¿quién es?” Fue un acto de familiaridad inusual pero de profunda reverencia.
Si hace falta otra evidencia de la intimidad entre Juan y su Señor, está en que éste, desde el árbol de la cruz, le encomendó a Juan el cuidado de su madre. Juan fue el último de los apóstoles en abandonar el Calvario y el primero a la tumba la mañana de resurrección. Si bien Juan ganó la carrera al huerto, Pedro le ganó posteriormente al nadar a la playa donde estaba el Maestro. Parece que estos dos hombres, de temperamentos tan diferentes, se acercaron más el uno al otro una vez que el Señor había ascendido.
Hay una sugerencia —y es solamente una sugerencia— en cuanto al porqué de este acercamiento. Posiblemente Juan se culpaba a sí mismo por haber llevado a Pedro al patio del sumo sacerdote, Juan 18.16, con buenas intenciones pero consecuencias tan funestas para este último. Da la impresión que Juan acudió a la casa de Pedro tan pronto que supo de la restauración de su hermano en la fe (o, quién sabe, tal vez aun antes), y le trajo a su propio hogar. Lo cierto es que estaban juntos cuando María Magdalena trajo las noticias del sepulcro vacío, Juan 20.2.
A primera vista es sorprendente que Juan figure poco en Hechos de los Apóstoles. Está mencionado solamente cinco veces, y siempre en relación con Pedro, en los capítulos 3 y 4. Puede haber dos razones. (1) Sabemos por la carta a los gálatas que era una de las columnas de la iglesia en Jerusalén. Este hecho por sí sólo limitaría su esfera de ministerio. (2) Tenemos que llevar en mente su deber sagrado de cuidar la madre del Señor, quien había sido encomendado a su atención, y otra vez esta responsabilidad ha podido circunscribir su radio de acción. Con todo, no puede haber duda de que estos años de aparente falta de actividad sirvieron para profundizar sus conocimientos y aptitud para días cruciales que iban a presentarse.
Una vez que Pedro y Pablo habían sido llamados a su descanso, Juan vuelve a prominencia. Desempeñó su obra mayormente en Asia, basándose en Éfeso. Las palabras de Apocalipsis 1.4 confirman lo dicho; las cartas a las siete iglesias le fueron encomendadas porque las conocía.
Con tan sólo haber escrito su Evangelio, sus tres epístolas y el Apocalipsis, Juan habría hecho mucho. Su Evangelio fue escrito muchos años después de los otros tres. Había vivido suficiente tiempo como para ver a la Iglesia perder mucha de su unidad y poder y ver el comienzo del insidioso gnosticismo, cuya enseñanza atenta contra la deidad eterna del Señor.
El Evangelio según Juan es su convincente respuesta a ese error venenoso. Desde su apertura —que Agustín describió como un trueno celestial— “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”, hasta sus últimas palabras en el capítulo 20, Juan se manifiesta no sólo como sujeto a su Maestro, sino también con maestría en cuanto a su Sujeto.
Con una combinación de conocimiento sin par del Señor y lealtad personal a él, Juan escribe con tal certeza y convicción de la Persona gloriosa del Hijo de Dios que no tan sólo aplasta sus opositores gnósticos sino resuelve el asunto para siempre para todos los creyentes.
Sus Epístolas ofrecen para la vida diaria del creyente una aplicación excepcionalmente práctica de las verdades de su Evangelio, empleando como palabras clave la vida, la luz y el amor. Los había visto manifestados perfectamente en el Señor Jesús, y quiere verlos manifestados en su pueblo también.
Tengamos presente que su último libro —aquella maravillosa y a veces difícil Revelación— fue escrito durante un exilio. Hombre viejo que era, fue detenido por el emperador romano, probablemente Domiciano, y sujetado a labor forzosa en la solitaria isla de Patmos. Parece que la marcha de los años no había efectuado cambio en Juan, ya que los motivos de su destierro resultaron ser también los temas de su escrito: la Palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo.
Vio cosas maravillosas, pero ninguna que era de comparar con la visión del Señor a quien amaba y servía en Palestina décadas antes. Era diferente ahora, majestuoso en su gloria. Santo y amigo estrecho que era, Juan dice que cayó a sus pies como muerto al verlo. Luego el glorioso Señor puso su mano derecha sobre él y, hablando en voz como de muchas aguas, le aseguró: “No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos”.
Fortificado por aquella entrevista, Juan recibió su último mandamiento: “Escribe las cosas que has visto, y las que son, y las que han de ser después de estas”. Esto quería decir en efecto: “Dígales a mi pueblo en la tierra, que sufren y prosiguen, que tengo la situación de un todo bajo control, y pronto vendré por ellos”. Casi las últimas palabras que el Señor le habló a Juan, antes de mandarle a poner su plumilla a un lado para siempre, fueron: “He aquí, yo vengo pronto”, a las cuales Juan respondió de todo corazón; “Amen; sí, ven, Señor Jesús”.

The Witness, 1948

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