Juan
Juan fue uno de los primeros a ser incorporados en el grupo de
discípulos y el último en dejar este mundo, partiendo a estar con el Señor a la
edad madura de aproximadamente 100 años. Llegó a ser creyente bajo el
ministerio de Juan el Bautista, y un discípulo cuando el Señor le llamó de su
ocupación de pescador para ser “pescador de hombres”. Más adelante fue escogido
como uno de los doce apóstoles; luego, a ser uno de los tres favorecidos que gozaban
de una intimidad especial con su Maestro; y finalmente toma para sí el título
del “discípulo a quien Jesús amaba”.
Sabemos que era un joven pescador galileo, probablemente de Betsaida o
una de las aldeas adyacentes a las orillas del Galilea. Aquel lago era
escenario de mucha actividad en aquellos días. Se dice que cuatro mil barcas
surcaban la reducida superficie de unos veinticuatro kilómetros por trece, pero
con todo la pesca abundaba. Esta industria dio lugar a otras afines; un
escritor bien informado afirma que había nueve poblaciones por las orillas,
cada una con una población promedia de quince mil personas.
Veamos primeramente los enlaces familiares de Juan. Sabemos que el
nombre de su padre era Zebedeo; su hermano mayor, compañero inseparable en los
primeros años, era Jacobo. Al comparar Mateo 27:56 con Marcos 15:40, entendemos
que su madre era Salomé, y es importante recordar que Salomé era hermana de
María, la virgen madre de Jesús. Esto quiere decir que Juan era primo hermano
del Señor según la carne, y tal vez explica en parte la intimidad entre ellos.
Parece que la
familia era razonablemente bien acomodada. Leemos de jornaleros en su barca,
Marcos 1:20, y es posible que Zebedeo haya poseído más de una. Sabemos poco de
la vida de éste, salvo que estaba de acuerdo con el llamado que sus dos hijos
recibieron cierto día. Dejaron su padre en aquella barca, y siguieron a Jesús,
sin mención de algún reparo de parte del mayor.
Salomé era parte de aquella compañía de mujeres devotas que ministraban
al Señor en Galilea, dejando sus respectivos hogares para seguirle hasta
Jerusalén en su último viaje. Fueron testigos oculares de su muerte y
adoradores ante la tumba la mañana de su resurrección. De que Salomé era una
mujer de carácter fuerte, además de discípula ferviente, se sabe por la
solicitud suya, hecha a los pies de Jesús, que sus hijos se sentaran a cada
lado del Señor en su reino, Mateo 20.20. Su petición fue inapropiada, pero por
lo menos mostró el amor que tenía para el Señor, la certeza de su convicción de
que Él va a reinar, y su concepto de qué sería un honor en aquel reino.
Otro indicio de la posición social de la familia es que Juan poseía
hogar propio en Jerusalén, Juan 19.27; sea propia o alquilada la casa, él pudo
llevar la madre de Jesús a ese refugio. Parece que era bien conocido en la
ciudad, ya que tenía derecho de entrada al palacio del sumo sacerdote, y
probablemente fue el único discípulo permitido a entrar en el pretorio durante
el juicio de su Señor.
Se entiende que estaba más cerca de la cruz que cualquier otro
discípulo, ya que afirma haber visto lo que ningún otro de ellos vio, hasta
donde sabemos; a saber, el costado de Jesús penetrado por la espada de un
soldado una vez que el Cristo había muerto, Juan 19.35.
Pasamos ahora a sus primeros años con el Maestro. Producto de aquel
robusto pueblo galileo que guardaba mucha de la sencilla fe y firmeza de sus
antepasados, fue atraído temprano en la vida por el denuedo de Juan el
Bautista. Sospechamos que no pocas veces se ausentó de la pesca para acudir al
desierto a escuchar las poderosas predicas del Precursor.
Llegó el día cuando en Betábara, “al otro lado del Jordán”, cuando vio
el Bautista que venía a él Uno que el pescador no conocía, y Juan escuchó
palabras que jamás olvidó: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo”. Luego, el día siguiente Juan el Bautista le vio de nuevo. Mirando a
Jesús, exclamó de modo de adoración, “He aquí el Cordero de Dios”.
Juan y Andrés le oyeron hablar, le dejaron y siguieron a Jesús. Conocieron
al Señor cara a cara y se hospedaron con él el resto del día. Aquella
entrevista nunca fue narrada; fue demasiado sagrada, demasiado impactante para
decírsela a otros. Pero ha debido quedar impresa en la mente de Juan el resto
de su vida, porque en el libro del Apocalipsis que Juan escribió cuando viejo,
le describe como “un Cordero inmolado”, 5.6.
En aquellos primeros tiempos de su discipulado Juan y su hermano Jacobo
fueron apellidados por el Señor Boanerges,
“hijos del trueno”. Aparentemente eran jóvenes fervorosos, y de su celo
contamos con dos ejemplos en Lucas capítulo 9.
Fue Juan que protestó con vehemencia contra uno que echaba fuera
demonios en nombre de Jesús, prohibiéndole, porque no seguía con los
discípulos. Fue una manifestación de aquel espíritu sectario que todavía vemos
a veces, no reconociendo nada de bueno en aquellos que no son de nuestro
reducido círculo. La respuesta del Señor —“El que no es contra nosotros, por
nosotros es”. — ha debido causar al discípulo no poca reflexión.
El otro ejemplo figura más adelante en el mismo capítulo. Cuando los
samaritanos de la aldea rehusaron hospitalidad al Maestro, Juan y Jacobo,
indignados, querían invocar fuego del cielo. De nuevo el Señor reprende con
firmeza y gentileza: “No sabéis de qué espíritu sois”. Juan aprendió la
lección. Bajo el ministerio con gracia que el Señor realizó, se ablandó aquel
celo que no siempre había venido acompañado de comprensión, hasta que en sus
Epístolas le encontramos como el apóstol del amor. El amor en verdad y la
verdad en amor sobresalen en todas sus tres epístolas.
Hemos notado que tomaba para sí, con modestia pero con satisfacción, la
descripción de ser el apóstol a quien Jesús amaba. Parece que aun Pedro lo
reconoció cuando le preguntó a Juan por señas en el aposento alto quién sería
el traidor.
Esta maravillosa amistad entre Juan y su Señor tal vez se nota más en la
última cena, Juan 13, y es por demás llamativa. Tengamos presente que el Señor
y sus discípulos estaban acostados en sofás conforme a la costumbre, cada uno
apoyado por su lado izquierdo, mirando a la mesa, su muñeca izquierda apoyando
la cabeza.
Aparentemente Juan estaba al lado derecho del Señor pero quería estar aún
más cerca. Así, Simón Pedro le hizo señas para que Juan preguntara de quién
Jesús estaba hablando. Recostado más de cerca, preguntó, “Señor, ¿quién es?”
Fue un acto de familiaridad inusual pero de profunda reverencia.
Si hace falta otra evidencia de la intimidad entre Juan y su Señor, está
en que éste, desde el árbol de la cruz, le encomendó a Juan el cuidado de su
madre. Juan fue el último de los apóstoles en abandonar el Calvario y el
primero a la tumba la mañana de resurrección. Si bien Juan ganó la carrera al
huerto, Pedro le ganó posteriormente al nadar a la playa donde estaba el
Maestro. Parece que estos dos hombres, de temperamentos tan diferentes, se
acercaron más el uno al otro una vez que el Señor había ascendido.
Hay una sugerencia —y es solamente una sugerencia— en cuanto al porqué
de este acercamiento. Posiblemente Juan se culpaba a sí mismo por haber llevado
a Pedro al patio del sumo sacerdote, Juan 18.16, con buenas intenciones pero
consecuencias tan funestas para este último. Da la impresión que Juan acudió a
la casa de Pedro tan pronto que supo de la restauración de su hermano en la fe
(o, quién sabe, tal vez aun antes), y le trajo a su propio hogar. Lo cierto es
que estaban juntos cuando María Magdalena trajo las noticias del sepulcro
vacío, Juan 20.2.
A primera vista es sorprendente que Juan figure poco en Hechos de los
Apóstoles. Está mencionado solamente cinco veces, y siempre en relación con
Pedro, en los capítulos 3 y 4. Puede haber dos razones. (1) Sabemos por la carta a los gálatas que era una de las columnas
de la iglesia en Jerusalén. Este hecho por sí sólo limitaría su esfera de
ministerio. (2) Tenemos que llevar en
mente su deber sagrado de cuidar la madre del Señor, quien había sido
encomendado a su atención, y otra vez esta responsabilidad ha podido
circunscribir su radio de acción. Con todo, no puede haber duda de que estos
años de aparente falta de actividad sirvieron para profundizar sus
conocimientos y aptitud para días cruciales que iban a presentarse.
Una vez que Pedro y
Pablo habían sido llamados a su descanso, Juan vuelve a prominencia. Desempeñó
su obra mayormente en Asia, basándose en Éfeso. Las palabras de Apocalipsis 1.4
confirman lo dicho; las cartas a las siete iglesias le fueron encomendadas
porque las conocía.
Con tan sólo haber
escrito su Evangelio, sus tres epístolas y el Apocalipsis, Juan habría hecho
mucho. Su Evangelio fue escrito muchos años después de los otros tres. Había
vivido suficiente tiempo como para ver a la Iglesia perder mucha de su unidad y
poder y ver el comienzo del insidioso gnosticismo, cuya enseñanza atenta contra
la deidad eterna del Señor.
El Evangelio según
Juan es su convincente respuesta a ese error venenoso. Desde su apertura —que
Agustín describió como un trueno celestial— “En el principio era el Verbo, y el
Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”, hasta sus últimas palabras en el
capítulo 20, Juan se manifiesta no sólo como sujeto a su Maestro, sino también
con maestría en cuanto a su Sujeto.
Con una combinación
de conocimiento sin par del Señor y lealtad personal a él, Juan escribe con tal
certeza y convicción de la Persona gloriosa del Hijo de Dios que no tan sólo
aplasta sus opositores gnósticos sino resuelve el asunto para siempre para
todos los creyentes.
Sus Epístolas ofrecen para la vida diaria del creyente una aplicación
excepcionalmente práctica de las verdades de su Evangelio, empleando como
palabras clave la vida, la luz y el amor. Los había visto manifestados
perfectamente en el Señor Jesús, y quiere verlos manifestados en su pueblo
también.
Tengamos presente que su último libro —aquella maravillosa y a veces
difícil Revelación— fue escrito durante un exilio. Hombre viejo que era, fue
detenido por el emperador romano, probablemente Domiciano, y sujetado a labor
forzosa en la solitaria isla de Patmos. Parece que la marcha de los años no
había efectuado cambio en Juan, ya que los motivos de su destierro resultaron
ser también los temas de su escrito: la Palabra de Dios y el testimonio de
Jesucristo.
Vio cosas maravillosas, pero ninguna que era de comparar con la visión
del Señor a quien amaba y servía en Palestina décadas antes. Era diferente
ahora, majestuoso en su gloria. Santo y amigo estrecho que era, Juan dice que
cayó a sus pies como muerto al verlo. Luego el glorioso Señor puso su mano
derecha sobre él y, hablando en voz como de muchas aguas, le aseguró: “No
temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he
aquí que vivo por los siglos de los siglos”.
Fortificado por aquella entrevista, Juan recibió su último mandamiento:
“Escribe las cosas que has visto, y las que son, y las que han de ser después
de estas”. Esto quería decir en efecto: “Dígales a mi pueblo en la tierra, que
sufren y prosiguen, que tengo la situación de un todo bajo control, y pronto
vendré por ellos”. Casi las últimas palabras que el Señor le habló a Juan,
antes de mandarle a poner su plumilla a un lado para siempre, fueron: “He aquí,
yo vengo pronto”, a las cuales Juan respondió de todo corazón; “Amen; sí, ven,
Señor Jesús”.
The Witness, 1948
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