miércoles, 1 de agosto de 2018

EL CAMINO HACIA LA GLORIA (Parte II)



Pero este libro de vida, en el cual haría falta estar inscrito para escapar a la condenación, en otro pasaje del Apocalipsis (13:8) lleva este nombre significativo: “El libro de la vida del Cordero que fue inmolado”. El que detenta el libro de la vida es el Cordero de Dios que fue inmolado y pasó por la muerte como víctima santa por nosotros, para pagar el salario de nuestro pecado; Cristo “se presentó”, nos es dicho, “por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Hebreos 9:26).
Dios, quien es santo, no puede pasar por encima del pecado sin castigarlo: “De ningún modo tendrá por inocente al malvado”. Pero ese mismo Dios es el Dios de amor, “misericordioso y piadoso” (Éxodo 34:7, 6), el que “halló redención” (Job 33:24), es decir, un medio para ser propicio al pecador sin dejar de ejecutar el juicio sobre el pecado de éste. ¿Dónde lo encontró? No, por cierto, entre los hombres, ya que “ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate” (Salmo 49:7). No hay ningún recurso en esos seres, todos pecadores, que tienen que responder individualmente por una terrible culpabilidad.
Entonces ese Dios que es amor “envió a su Hijo unigénito al mundo... en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:8-10). ¡Qué amor incomprensible, qué gracia insondable! El amado Hijo del Padre, el objeto de sus eternas delicias, era el Cordero, la ofrenda por el pecado, “sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo” (1 Pedro 1:19). Desde la eternidad era el recurso de Dios para solucionar la miseria del hombre. En el momento conveniente Dios lo envió; y él mismo, plenamente de acuerdo con el Padre, se presentó diciendo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:9).
Éste era en el principio con Dios. Él mismo era Dios, Creador y Sostén de los mundos (Juan 1:1-3; Hebreos 1:2-3; Colosenses 1:16­17); y en su persona “Dios fue manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). “Se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” (Filipenses 2:7).
Entró en este mundo como entran los hombres, naciendo como un niño, pero desde antes de su nacimiento fue proclamado Hijo de Dios y fue anunciado al mismo tiempo como Salvador mediante su nombre, ya que “Jesús” significa “Jehová salvador” (Lucas 1:31, 32, 35; Mateo 1:21). El Hijo de Dios, que vino para salvar, vivió una vida de hombre, siendo inmutablemente Dios al mismo tiempo que verdaderamente hombre. Es el misterio insondable de la encarnación, pues “nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mateo 11:27; Lucas 10:22).
En Jesús había por fin un hombre perfecto en la tierra, sin pecado, quien sólo vivía para cumplir la voluntad de Dios y glorificarlo. Dios pudo proclamar dos veces: “Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17; 17:5). Pero esta vida de perfección según el poder del Espíritu Santo no era suficiente para dar a los hombres la salvación. Al contrario, su santidad ponía en evidencia la impiedad de ellos. Jesús era “la luz verdadera”, aquella “que alumbra a todo hombre venía a este mundo” (Juan 1:9). “Y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19). Al mismo tiempo, Jesús era la manifestación del amor de Dios, y los hombres respondieron a este amor con el odio. Rechazaron al enviado de Dios. Jesús podía decir al término de su carrera: “Han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre” (Juan 15:24).
Este odio hasta los llevó a clavar en una cruz, para hacerlo morir, al santo Hijo de Dios. Colmaron así su iniquidad y echaron sobre sí la más terrible culpabilidad cuando gritaron: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:25). ¿Qué esperanza había todavía para el hombre? Seguramente ninguna. Y precisamente en esta situación extrema brilla de la manera más resplandeciente la gracia infinita de Dios y su amor por el pecador.

El sacrificio de la cruz
Si bien el amado Hijo del Padre vino como hombre a este mundo, no fue solamente para llevar una vida perfecta, toda ella para gloria de Dios, sino para cumplir por medio de su muerte la obra de nuestra salvación. Ningún hombre podía pagar el rescate por otros, estando él mismo ya condenado. Sólo Jesús podía pagarlo, y vino para hacerlo. “El Hijo del Hombre” -decía, designándose a sí mismo con ese título- “no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28; Marcos 10:45).
Él, sin pecado, podía morir por los demás, pagar por el pecado de ellos. Él participó de carne y sangre, es decir, asumió nuestra humanidad con el fin de lograr, por medio de su muerte, nuestra liberación (Hebreos 2:14). “Más para esto he llegado a esta hora”, dijo también en Juan 12:27.
Los hombres le dieron muerte, y a este respecto, la culpabilidad de ellos es total. Pero sólo pudieron hacerlo porque él mismo se entregó y se dejó crucificar por ellos. “Yo pongo mi vida... Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar” (Juan 10:17-18). Puso “su vida en expiación por el pecado” (Isaías 53:10). Era la víctima voluntaria que se cargaba a sí misma con nuestras faltas; y “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6). La justicia de Dios exigía que Jesús padeciese el castigo debido a estos pecados que había cargado sobre sí. Y ése es el aspecto supremo del sacrificio de la cruz.
Jesús primeramente padeció los dolores del terrible suplicio al cual lo sometieron los hombres, al mismo tiempo que su corazón fue quebrantado por el oprobio. Pero infinitamente más terribles todavía fueron los sufrimientos de la expiación, los sufrimientos que le fueron infligidos por Dios mismo a causa de nuestros pecados.

Durante tres horas las tinieblas envolvieron la tierra y, en el aislamiento de esta obscuridad, el Salvador padeció todo lo que merecían los pecados de los cuales voluntariamente se había hecho cargo. “Porque me han rodeado males sin número; me han alcanzado mis maldades, y no puedo levantar la vista. Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza, y mi corazón me falla”, dice proféticamente (Salmo 40:12).
Él, el Santo, el Justo, “por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). Aquel que como hombre había vivido en continua comunión con su Dios, fue abandonado. Su infinito corazón padeció en esas tres horas lo que debió ser nuestro eterno castigo. Hacia el final de las horas de tinieblas resonó su clamor de angustia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46; Marcos 15:34).
¿Por qué? Para que seres enteramente culpables, salvados por gracia, pudiesen ser librados del desamparo, es decir, de la eterna separación de Dios, la cual debía haber sido la justa parte de ellos.

La obra cumplida
El juicio estaba ejecutado. Aquel que había tomado nuestro lugar bajo el juicio expió las faltas de las cuales voluntariamente se hizo cargo. Pudo proclamar: “Consumado es” (Juan 19:30). Entraba en la muerte para pagar enteramente lo que merecía el pecado. Pero entraba como vencedor, pues del cuerpo de Cristo muerto salieron sangre y agua cuando la lanza de un soldado romano le abrió el costado (Juan 19:34). Era la garantía de una obra perfecta: el agua, emblema de la purificación, anunciaba que los pecados de ahí en adelante podrían ser quitados; la sangre, signo de la expiación cumplida, daba fe de que las exigencias de la justicia de Dios estaban satisfechas.
A la mañana del tercer día, Dios dio testimonio de la plena suficiencia del sacrificio de su Hijo, resucitándolo de entre los muertos. Jesús mismo se presentó vivo a sus discípulos, dándoles durante cuarenta días las pruebas seguras de su resurrección (Hechos 1:3). Y los testimonios irrefutables de ese hecho esencial abundan (1 Corintios 15:3-8).
Desde entonces Dios puede obrar en gracia. Al pecador perdido le ofrece la salvación gratuita por la cual Jesús pagó en la cruz. Al hombre enemigo le anuncia el mensaje de paz: “Reconciliaos con Dios” (2 Corintios 5:20). “Porque Cristo, murió por los impíos... Siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. Así es como “Dios muestra su amor para con nosotros” (Romanos 5:6, 8).
¿Se puede despreciar tal amor? El amor de Dios, quien, para salvar a seres miserables como nosotros, sometió a su unigénito Hijo al juicio y a la muerte ¿nos dejará indiferentes? “¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?” (Hebreos 2:3).

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