Pero este libro de vida, en el cual haría
falta estar inscrito para escapar a la condenación, en otro pasaje del
Apocalipsis (13:8) lleva este nombre significativo: “El libro de la vida del
Cordero que fue inmolado”. El que detenta el libro de la vida es el Cordero de
Dios que fue inmolado y pasó por la muerte como víctima santa por nosotros,
para pagar el salario de nuestro pecado; Cristo “se presentó”, nos es dicho,
“por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Hebreos
9:26).
Dios, quien es santo, no puede pasar por
encima del pecado sin castigarlo: “De ningún modo tendrá por inocente al
malvado”. Pero ese mismo Dios es el Dios de amor, “misericordioso y piadoso”
(Éxodo 34:7, 6), el que “halló redención” (Job 33:24), es decir, un medio para
ser propicio al pecador sin dejar de ejecutar el juicio sobre el pecado de
éste. ¿Dónde lo encontró? No, por cierto, entre los hombres, ya que “ninguno de
ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate”
(Salmo 49:7). No hay ningún recurso en esos seres, todos pecadores, que tienen
que responder individualmente por una terrible culpabilidad.
Entonces ese Dios que es amor “envió a su
Hijo unigénito al mundo... en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan
4:8-10). ¡Qué amor incomprensible, qué gracia insondable! El amado Hijo del
Padre, el objeto de sus eternas delicias, era el Cordero, la ofrenda por el
pecado, “sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la
fundación del mundo” (1 Pedro 1:19). Desde la eternidad era el recurso de Dios
para solucionar la miseria del hombre. En el momento conveniente Dios lo envió;
y él mismo, plenamente de acuerdo con el Padre, se presentó diciendo: “He aquí
que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:9).
Éste era en el principio con Dios. Él mismo
era Dios, Creador y Sostén de los mundos (Juan 1:1-3; Hebreos 1:2-3; Colosenses
1:1617); y en su persona “Dios fue manifestado en
carne” (1 Timoteo 3:16). “Se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho
semejante a los hombres” (Filipenses 2:7).
Entró en este mundo como entran los hombres,
naciendo como un niño, pero desde antes de su nacimiento fue proclamado Hijo de
Dios y fue anunciado al mismo tiempo como Salvador mediante su nombre, ya que
“Jesús” significa “Jehová salvador” (Lucas 1:31, 32, 35; Mateo 1:21). El Hijo
de Dios, que vino para salvar, vivió una vida de hombre, siendo inmutablemente
Dios al mismo tiempo que verdaderamente hombre. Es el misterio insondable de la
encarnación, pues “nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mateo 11:27; Lucas
10:22).
En Jesús había por fin un hombre perfecto en
la tierra, sin pecado, quien sólo vivía para cumplir la voluntad de Dios y
glorificarlo. Dios pudo proclamar dos veces: “Éste es mi Hijo amado, en quien
tengo complacencia” (Mateo 3:17; 17:5). Pero esta vida de perfección según el
poder del Espíritu Santo no era suficiente para dar a los hombres la salvación.
Al contrario, su santidad ponía en evidencia la impiedad de ellos. Jesús era
“la luz verdadera”, aquella “que alumbra a todo hombre venía a este mundo”
(Juan 1:9). “Y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus
obras eran malas” (Juan 3:19). Al mismo tiempo, Jesús era la manifestación del
amor de Dios, y los hombres respondieron a este amor con el odio. Rechazaron al
enviado de Dios. Jesús podía decir al término de su carrera: “Han visto y han
aborrecido a mí y a mi Padre” (Juan 15:24).
Este odio hasta los llevó a clavar en una
cruz, para hacerlo morir, al santo Hijo de Dios. Colmaron así su iniquidad y
echaron sobre sí la más terrible culpabilidad cuando gritaron: “Su sangre sea
sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:25). ¿Qué esperanza había
todavía para el hombre? Seguramente ninguna. Y precisamente en esta situación
extrema brilla de la manera más resplandeciente la gracia infinita de Dios y su
amor por el pecador.
El sacrificio de la
cruz
Si bien el amado Hijo del Padre vino como
hombre a este mundo, no fue solamente para llevar una vida perfecta, toda ella
para gloria de Dios, sino para cumplir por medio de su muerte la obra de
nuestra salvación. Ningún hombre podía pagar el rescate por otros, estando él
mismo ya condenado. Sólo Jesús podía pagarlo, y vino para hacerlo. “El Hijo del
Hombre” -decía, designándose a sí mismo con ese título- “no vino para ser
servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo
20:28; Marcos 10:45).
Él, sin pecado, podía morir por los demás,
pagar por el pecado de ellos. Él participó de carne y sangre, es decir, asumió
nuestra humanidad con el fin de lograr, por medio de su muerte, nuestra
liberación (Hebreos 2:14). “Más para esto he llegado a esta hora”, dijo también
en Juan 12:27.
Los hombres le dieron muerte, y a este
respecto, la culpabilidad de ellos es total. Pero sólo pudieron hacerlo porque
él mismo se entregó y se dejó crucificar por ellos. “Yo pongo mi vida... Nadie
me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y
tengo poder para volverla a tomar” (Juan 10:17-18). Puso “su vida en expiación
por el pecado” (Isaías 53:10). Era la víctima voluntaria que se cargaba a sí misma
con nuestras faltas; y “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías
53:6). La justicia de Dios exigía que Jesús padeciese el castigo debido a estos
pecados que había cargado sobre sí. Y ése es el aspecto supremo del sacrificio
de la cruz.
Jesús primeramente padeció los dolores del
terrible suplicio al cual lo sometieron los hombres, al mismo tiempo que su
corazón fue quebrantado por el oprobio. Pero infinitamente más terribles
todavía fueron los sufrimientos de la expiación, los sufrimientos que le fueron
infligidos por Dios mismo a causa de nuestros pecados.
Durante tres horas las tinieblas envolvieron
la tierra y, en el aislamiento de esta obscuridad, el Salvador padeció todo lo
que merecían los pecados de los cuales voluntariamente se había hecho cargo.
“Porque me han rodeado males sin número; me han alcanzado mis maldades, y no
puedo levantar la vista. Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza, y
mi corazón me falla”, dice proféticamente (Salmo 40:12).
Él, el Santo, el Justo, “por nosotros lo
hizo pecado” (2 Corintios 5:21). Aquel que como hombre había vivido en continua
comunión con su Dios, fue abandonado. Su infinito corazón padeció en esas tres
horas lo que debió ser nuestro eterno castigo. Hacia el final de las horas de
tinieblas resonó su clamor de angustia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?” (Mateo 27:46; Marcos 15:34).
¿Por qué? Para que seres enteramente
culpables, salvados por gracia, pudiesen ser librados del desamparo, es decir,
de la eterna separación de Dios, la cual debía haber sido la justa parte de
ellos.
La
obra cumplida
El juicio estaba ejecutado. Aquel que había
tomado nuestro lugar bajo el juicio expió las faltas de las cuales
voluntariamente se hizo cargo. Pudo proclamar: “Consumado es” (Juan 19:30).
Entraba en la muerte para pagar enteramente lo que merecía el pecado. Pero
entraba como vencedor, pues del cuerpo de Cristo muerto salieron sangre y agua
cuando la lanza de un soldado romano le abrió el costado (Juan 19:34). Era la
garantía de una obra perfecta: el agua, emblema de la purificación, anunciaba
que los pecados de ahí en adelante podrían ser quitados; la sangre, signo de la
expiación cumplida, daba fe de que las exigencias de la justicia de Dios
estaban satisfechas.
A la mañana del tercer día, Dios dio
testimonio de la plena suficiencia del sacrificio de su Hijo, resucitándolo de
entre los muertos. Jesús mismo se presentó vivo a sus discípulos, dándoles
durante cuarenta días las pruebas seguras de su resurrección (Hechos 1:3). Y
los testimonios irrefutables de ese hecho esencial abundan (1 Corintios
15:3-8).
Desde entonces Dios puede obrar en gracia.
Al pecador perdido le ofrece la salvación gratuita por la cual Jesús pagó en la
cruz. Al hombre enemigo le anuncia el mensaje de paz: “Reconciliaos con Dios”
(2 Corintios 5:20). “Porque Cristo, murió por los impíos... Siendo aún
pecadores, Cristo murió por nosotros”. Así es como “Dios muestra su amor para
con nosotros” (Romanos 5:6, 8).
¿Se puede despreciar tal amor? El amor de
Dios, quien, para salvar a seres miserables como nosotros, sometió a su
unigénito Hijo al juicio y a la muerte ¿nos dejará indiferentes? “¿Cómo
escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?” (Hebreos 2:3).
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