miércoles, 1 de mayo de 2019

LA OBRA DE CRISTO (3)



II.La Encarnación del Hijo de Dios
Ahora volvamos a la gran verdad y realización de la encarnación del Hijo de Dios. Cuando hubo terminado el tiempo, es decir, cuando llegó la época señalada, apareció en la tierra el Hijo de Dios en forma humana. El Verbo que fue en el principio, el Verbo que fue en el Padre, el Verbo que fue en Dios, el Verbo por quien fueron hechas todas las cosas, aquel Verbo se encarnó y moró con nosotros en la tierra. Aquel que subsistió en la forma de Dios se despojó y se transformó en siervo, y quedó hecho a semejanza del hombre.
La encarnación es un hondo misterio, cuya profundidad es inmensurable a la inteligencia humana y al que debemos acercarnos con sacrosanta veneración. ¡Descálzate, porque el suelo que pisas es tierra santa! En el primer capítulo del evangelio de San Lucas se menciona la anunciación de la encar­nación divina tal como se le hizo a la virgen, que había hallado gracia ante los ojos de Dios. Estando la virgen sentada en su hogar, tal vez abstraída en santa meditación, se le presentó el ángel Gabriel, trayendo el mensaje del trono de Dios. ¿Se le había nunca antes encomendado a Gabriel mensaje tal? Por importante que fuera la revelación, que por en­cargo divino le hiciera este ángel al piadoso Daniel, ésta, su comunicación a la virgen María, la supera con creces.

Anunciación de la Encarnación
Leemos en San Lucas 1.35: “E1 ángel le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altí­simo te hará sombra; por lo cual también lo Santo que nacerá, será llamado Hijo de Dios.” Notemos las dos grandes manifestaciones respecto a su encar­nación. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti.” En el evangelio de San Mateo vemos toda la significación de esta declaración: “porque lo que en ella es engen­drado, del Espíritu Santo es.” Por lo tanto, la natu­raleza humana de Cristo fue producida en la virgen por el poder creativo del Espíritu Santo. Porque su naturaleza humana fue formada de tal manera, era naturaleza libre de pecado; Cristo no tan sólo no pecó jamás, sino que NO PODIA pecar: era impecable, absolutamente santo, puesto que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo.
La segunda declaración es: “Y la virtud del Altísimo te hará sombra.” Esto no es la repetición de la misma verdad que expresa la primera declara­ción. Si significara también el Espíritu Santo, ten­dríamos que llegar a la conclusión de que el Espíritu Santo era el Padre del que se encarnaba. Leemos en seguida, después de esta segunda declaración: “Por lo cual también lo Santo que nacerá, será lla­mado Hijo de Dios.” La virtud del Altísimo no quie­re decir la virtud del Espíritu Santo; no es otra virtud sino el Hijo de Dios mismo. El eterno Hijo de Dios, Aquel que es Dios, le hizo sombra a María, y esto significó la unión de Cristo mismo con la na­turaleza humana creada por el Espíritu Santo.
A Cristo se le llamaba “La Cosa Santa.” Cristo es algo completamente nuevo, un Ser a quien es imposible clasificar. Y en seguida leemos: “Lo santo.... será llamado Hijo de Dios.” No dice “será el Hijo de Dios.” Eso lo fue siempre. La encarna­ción no le hizo Hijo de Dios. Se le llamará Hijo de Dios; Dios manifiesto en la carne.
Mucho espacio podríamos invertir en ampliar estas consideraciones o en analizar las diversas ten­tativas que se han hecho para explicar este gran misterio. También pudiéramos citar todas las perni­ciosas doctrinas y teorías que han emanado de las explicaciones que se han intentado hacer del asunto; más esto no sería sino perder el tiempo, porque la razón humana es incapaz de medir la profundidad del misterio de la encarnación, ni de concebir clara­mente la maravillosa personificación del Hombre Dios, de Cristo, nuestro Señor. Vale mucho más aceptar estas sencillas declaraciones del Verbo de Dios que entrar en disquisiciones (discusiones) que nunca lograrían resol­ver este gran misterio.
En cierta ocasión le preguntaron a un estadis­ta americano si él podía concebir cómo Jesucristo podía ser Dios y Hombre.
“No,” respondió aquél, “y si pudiera, me son­rojaría de reconocerlo por mi Salvador, porque esto lo rebajaría a mi nivel.”
     ¡Cuánta verdad en esta respuesta! Con gozo y gratitud en nuestros corazones creemos firmemente en la revelación que nos hace el Verbo sagrado de Dios, de ese Dios que amaba el mundo ¡tanto! que decidió darle a su Hijo Unigénito; y también cree­mos que el Hijo de Dios dejó la gloria de los cielos y descendió a la tierra, que se despojó y apareció aquí en forma de criatura humana. Esto, sin embargo, no significa lo que la errada teoría llamada “Kenosis” enseña, que Cristo se despojó de su Divinidad; no, de lo que Él se despojó fue de su gloria externa. El niño que reposaba en el seno de María es el mis­mo que siempre existió en el seno del Padre. Oiga­mos una vez más el Salmo 22: “Sobre ti fui echado desde la matriz: desde el vientre de mi madre, tú eres mi Dios....tú eres…el que me haces esperar desde que estaba sobre los pechos de mi madre.” ¿Y qué niño meramente humano pudiese nunca haber dicho esto con verdad? Y por cierto que tampoco es esto el lenguaje del poeta. Sólo el Niño nacido en Belén pudiera haberse expresado de tal manera.

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