Los valientes de David
En los días en que el rey Saúl perseguía a David, se le
juntaron a él unos cuatrocientos hombres de toda clase, y le hicieron su
capitán. Por algún tiempo acamparon en la cueva de Adulam. Sin duda era un
lugar poco atractivo y de muchos peligros, pero ellos se gozaron del privilegio
de estar con David. Sufrían, pero contentos por estar al lado de aquél.
Desde el día en que David salió solo para enfrentar el
gigante Goliat en el valle de Ela, y le venció con la honda y la piedra tomada
del arroyo, fue claro para muchos que él era destinado a ser rey. Sin que
ningún humano le ayudara, él había roto la tiranía del enemigo, y así merecía
el afecto de todo su pueblo.
Sin embargo, por lo pronto
Saúl se arrogaba el título de rey. Rechazado por la mayoría del pueblo, David
la pasaba en los desiertos y escondrijos del país. De día en día le venían
aquellos que se hallaban en la miseria y angustia. David los recogía, les daba
asilo con él y los usaba según sus aptitudes en sus guerrillas.
Varios de ellos llegaron a
ser capitanes y oficiales renombrados. Cuando al fin llegó David a ocupar el
trono de todo Israel, el premio que dio a estos valientes fue grande. David no
pudo olvidar el amor que le habían mostrado cuando sufrían con él los rigores
del destierro y los apuros causados por los ataques de Saúl.
La victoria sobre el gigante que desafiaba y amenazaba a
Israel nos sirve de figura de la terrible lucha de Cristo con las fuerzas de
Satanás en el Calvario. A solas Él se encargó de la obra de nuestra redención.
Pero, gracias a Dios, salió victorioso. Ninguno de sus apóstoles, ni aun su
bendita madre, pudo acompañarle en los sufrimientos por nuestros pecados. Él
solamente es el Redentor. Bendita verdad: ¡Él puede vencer!
El amor tan manifiesto de sus valientes para con David
corresponde fielmente al sentir de los que hoy día se dan cuenta de su apuro
como pecadores y acuden a Cristo por la fe. Él los recoge con gracia y amor,
les perdona y les salva. Una vez salvados por su gracia, sin ningún mérito
propio, ellos muestran su gratitud por un fiel y constante servicio. ¿Y será
olvidado?
Por ahora la gran mayoría rechazan a Cristo. No
hay lugar para Él en sus corazones y vidas; menosprecian su grande obra de
redención; no quieren tomar la cruz del vituperio suyo para seguir en pos de
él. Los pocos que sí acuden, se apartan del mundo y sus costumbres, no en un
convento por la fuerza de paredes y cerraduras, sino por el poder de la gracia
de Dios en sus corazones. Se gozan cuando su Señor les tiene por dignos de sufrir
por su nombre. Esperan con paciencia el día cuando Jesús, su Señor y Maestro,
será glorificado y ellos premiados con él
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