jueves, 9 de abril de 2020

El significado de la cruz para nosotros


El aspecto colectivo
Por medio de la cruz se abre ante la humanidad un régimen nuevo en el que vemos:

     La anulación del poder de la ley, que crea una nueva situación interna.
     La admisión de todas las naciones a la esfera de la salvación, que ha creado una nueva situación externa.
     El triunfo universal del Crucificado que ha creado una nueva situación universal.

En la vida interior del creyente la cruz significa el cumplimiento y la abolición de todos los sacrificios levíticos, y por lo tanto, la abolición de la ley levítica en general, porque los sacrificios eran la base de la función sacerdotal, de la forma en que ésta lo era de la ley misma (He. 10:10, 14; 7:11, 18). Así por la cruz, Cristo llegó a ser fin de la ley, como también Fiador de un pacto nuevo y mejor por medio del cual los llamados “reciben promesa de la herencia eterna” (Ro. 10:4; Mt. 26:28; cp. He. 7:22; He. 9:15-17). Pero siendo disuelto el sacerdocio levítico, ha pasado también el primer tabernáculo, se ha rasgado el velo del templo, el camino al lugar santísimo está expedito y todo el pueblo de Dios se ha transformado en un reino de sacerdotes espirituales (He. 9:8; Mt. 27:51; He. 10:19-22; 1 P. 2:9; Ap. 1:6).
Lo antedicho no obsta a que la ley siga cumpliendo su función de dar el conocimiento del pecado a los hombres, siendo buena en sí, y necesario freno en un mundo de impíos (1 Ti. 1:8-11; Ro. 3:20; 7:12).

La admisión de todas las naciones en la esfera de la salvación
No sólo ha perdido la ley su poder interior, en la vida de los creyentes, sino que ha cesado de ser barrera entre Israel y las nacio­nes. Hasta el momento de cumplirse la obra de la cruz la ley —que actuaba de ayo para conducir a Israel a Cristo (Gá. 3:24)— consti­tuía una valla que separaba el pueblo hebreo de los demás pueblos del mundo (Ef. 2:14). Por eso las naciones se hallan sin ley y extranjeras a los pactos de la promesa, lo que producía una tensión entre ambas partes: una especie de enemistad en los anales de la salvación que impedía que aquellos “de lejos” se acercasen a los otros “de cerca”. Pero ahora, Cristo, que es nuestra paz, por el cumplimiento de la ley en la cruz, ha derribado la “pared intermedia de separación”, reconciliando, a ambos pueblos, no sólo entre sí, sino también con Dios, formando las dos partes un solo cuerpo, que es su Iglesia (Ro. 2:12; Ef. 2:11-22).
Vemos que el cumplimiento de la ley por la muerte de Cristo ha roto el cerco de la ley mosaica (cp. Gn. 12:3; cp. Gá. 3:13-14), ensanchando así la esfera de la salvación que no se limita ya por las fronteras de Israel, sino que abarca todos los pueblos del mundo. El camino de la cruz fue en extremo angosto y angustioso, pero condu­ce a una esfera sumamente amplia, que incluye a toda alma sumisa, y así pasamos de la estrechez del período de la preparación hasta la universalidad del cumplimiento del plan de salvación: “Y yo —dice Cristo— si soy exaltado de dentro de la tierra, a todos traeré a mí mismo” (Le. 12:50; Jn. 11:52; 12:32, trad. lit.).

El triunfo universal del Crucificado
La declaración del Señor en Juan 12:31 es de gran importancia, y debiera leerse como en la Versión Hispano-Americana margen: “Ahora hay un juicio de este mundo; ahora será echado fuera el príncipe de este mundo.” Cristo profirió estas palabras en la sombra de la cruz, cuando pronto había de consumarse el triunfo de aquel que murió: el triunfo que había de despojar de sus armas a los principados de las tinieblas y destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte. Fue en vista del “juicio de este mundo” y la derrota del “príncipe” que Cristo pudo dar su grito triunfal al expi­rar: “¡Consumado es!” (Jn. 12:31-32; Col. 2:14-15; He. 2:14; Jn. 19:30).
En cuanto a la derrota de Satanás vemos:
    La potencia para ella brota de la obra de la cruz (Jn. 12:31).
    Su realización y manifestación necesitarán un proceso gradual por el que el “hombre más fuerte” atará “al fuerte” (Mt. 12:29).
    Su consumación será absoluta y final (Ap. 20:10).
Es importante notar que la Escritura emplea el verbo “levantar” (hupsoo) en sentido doble cuando se refiere a la obra de la cruz, pues abarca no sólo el levantamiento en la cruz para morir, sino también el ser exaltado hasta la diestra de la Majestad de las Alturas, siendo íntimamente relacionados estos dos aspectos. El Crucifi­cado es también el Coronado y es necesario que sea echado fuera el príncipe usurpador y antiguo de este mundo para que tome posesión de sus dominios el nuevo monarca legítimo. Los dos aspectos se pueden estudiar en los siguientes pasajes: Juan 3:14; 8:28; 12:32; Filipenses 2:8-11; y Hebreos 2:9.
No debe extrañamos, pues, que la tierra temblara cuando el Se­ñor murió o que el sol rehusara dar su luz (Mt. 27:52; Le. 23:44-45) porque en la cruz de Cristo Dios pronunció su ¡NO! frente a toda manifestación del pecado (Jn. 12:31). De igual forma la tierra será conmovida en el día cuando sea juzgada. Al mismo tiempo se cubrirá de vergüenza el sol, la luna no dará su luz y palidecerán las estrellas, y los cielos y la tierra huirán de la presencia de aquel que se sentara sobre el gran trono blanco (Hag. 2:6; He. 12:26-27; Is. 24:23; Ap. 20:11).
            Pero entonces, por la transmutación de los elementos del antiguo mundo material —“siendo abrasados”, como dice el apóstol Pe­dro— surgirá un mundo nuevo y glorioso. Al final de los tiempos, pues, el mundo también experimentará su “muerte” para pasar in­mediatamente a su “resurrección” sobre la base de la muerte y la resurrección de Cristo, y así amanecerá su “mañana de Pascua” por el poder transformador de Dios. He aquí el significado profético del oscurecimiento del sol y del estremecimiento de la tierra en el momento de la muerte del Redentor.


Erich Sauer, Triunfo de Crucificado, pag.54-57


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