«Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo,
Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley» (Gál. 4:4). En
aquel momento, la segunda Persona de la Trinidad vino a la tierra y tomó
para Sí y para siempre una naturaleza humana, sin pérdida o menoscabo de
ninguno de sus atributos de deidad. Aunque
es un misterio difícil de entender para la mente humana, pecadora y limitada,
en aquella Persona divina existe la perfecta unión de dos
naturalezas, divina y humana, sin mezclarse ni confundirse. Una
consecuencia de capital importancia es que el Señor Jesucristo es y siempre
será una Persona teantrópica (divina y humana). Por ello, la revelación
futura de su gloria procede tanto de la naturaleza divina como de la humana.
El
asombro que iluminaría la faz de los discípulos en la cena de Emaús cuando el
Señor de la gloria «les declaraba en todas las Escrituras lo que de Él
decían» (Lc. 24:27), se irá apoderando también de nuestros corazones cuando
vayamos percibiendo las sublimes maravillas que de Él hablan las Escrituras. Si
bien todo cuanto podemos contemplar ahora no es más que un breve anticipo que
se nos concede al subir al monte de la Transfiguración, llegará un día cuando «todo
ojo le verá», viniendo con las nubes de gloria (Ap. 1:7).
Dos
pasajes anuncian de manera diáfana las futuras y sublimes glorias de Cristo,
posteriores a los sufrimientos del Mesías, que se manifestarán
plenamente en la instauración del futuro reino milenario: la reprensión de
Jesús a los aturdidos discípulos en Emaús (Lc. 24:25-27), y el testimonio de
Pedro (1 P. 1:10-11). De ambos pasajes se deduce que, tanto los sufrimientos de
Cristo como las glorias posteriores a ellos, ya fueron claramente revelados en
el A.T.; ambos acontecimientos se relacionan con períodos de tiempo
específicos, pero no simultáneos ni inmediatos en su orden secuencial (lo que
solo ahora se comprende, al sernos desvelado el «misterio de la iglesia» entre
ambas venidas que los separan); y se enfatiza el cumplimiento literal de las
Escrituras, en boca del mismo Señor, mostrándolos como eventos ciertos, seguros
e indubitables. Mientras que
la gloria divina de Cristo es particularmente reveladora de su carácter a
través de la plenitud de sus atributos divinos, la gloria humana
concierne al honor y la gloria que le corresponden por su posición y
responsabilidades como el Hijo del Hombre. Esa gloria sublime fue
ampliamente velada en su primera venida, aunque no totalmente, pues el
apóstol Juan, y todos sus compañeros junto con él, afirman maravillados: «y
vimos su gloria» (Jn. 1:14). Pero todos aquellos que entren en la
maravillosa bendición del cerca-no Reino milenario, tendrán el privilegio de
contemplar los gloriosos aspectos del Hijo del Hombre en todo su
resplandeciente valor, sin restricción alguna. Cristo tuvo que descender del
monte de la Tribulación, para poder ir a Jerusalén, pero el Rey victorioso que
entre por las puertas eternas de Jerusalén, nunca descenderá ni será desposeído
del Trono de David, del cual será el único y magnífico heredero por toda la
eternidad.
Su
propio antecesor humano en aquel trono que se perdió por causa del pecado,
hablando bajo la dirección del Espíritu Santo declaró proféticamente, al final
de sus días: «El Espíritu de Jehová ha hablado por mí, y su palabra ha
estado en mi lengua. El Dios de Israel
ha dicho, me habló la Roca de Israel: Habrá un justo que gobierne entre los
hombres, que gobierne en el temor de Dios será como la luz de la mañana, como
el resplandor del sol en una mañana sin nubes, como la lluvia que hace brotar
la hierba de la tierra» (2 S. 23:2-4). Aquí están descritos los rasgos del
maravilloso Rey mesiánico, que derrocará y sustituirá todos los indignos reinos
de este mundo, para sentarse en el trono vacante que antaño ocupó David. Será un
Rey justo. Por primera vez la tierra contemplará una justicia sumaria,
perfecta e inmediata en todo su acontecer diario. Gobernará en el temor de
Dios. Nunca más el hombre volverá a darle la espalda a Dios en ninguno de
sus caminos. Será como la luz de la mañana. Toda la tierra saldrá de
esta mortecina oscuridad invernal que la rodea y dejará de ser un valle de
sombra de muerte; la luz de un nuevo día de infinita bendición cuando en el
alba de la Redención asome «la estrella resplandeciente de la mañana»
(Ap. 22:16). Pero este día que, si bien se acerca cada vez más, parece no
llegar nunca, despuntará en una impresionante alborada (como un gigantesco coro
antifonal, reflejo de aquella otra gloriosa noche en los campos de Belén),
y dará paso sin tregua al deslumbrante resplandor del sol en una mañana sin
nubes. Nada hará sombra al Señor de la gloria cuando se manifieste en
toda su fulgurante majestad, como el fuego abrasador del sol perfecto en el
cénit radiante de su gloria (Mal. 4:2). Pero aquel Reino no será un incendio
devastador que deja la tierra quemada; más bien será inmensamente fértil y
productivo, como la lluvia primaveral que anega la tierra sedienta (Ez. 34:26).
Todos los confines del Reino serán restaurados a la gloria prístina que tuvo la
tierra en el esplendente huerto del Edén. El regreso de la gloria del Señor
a su santo Templo se revelará de manera asombrosa, como descubrió el
profeta Ezequiel al ver «que salían aguas por debajo del umbral de la Casa
hacia el oriente» (Ez. 47:1). Aquellas aguas que salen de la presencia
divina en el templo, rápidamente se vuelven en un espléndido río
salutífero, flanqueado por un ejército de árboles frutales de hoja perenne.
Todo cuanto tocan las aguas procedentes del trono del Rey es sanado,
restaurado y lleno de abundante fruto. Suya es toda la gloria.
Cuadernos Koinonia
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