lunes, 20 de junio de 2022

LAS GLORIAS DE CRISTO EN EL MILENIO

 

«Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley» (Gál. 4:4). En aquel momento, la segunda Persona de la Trinidad vino a la tierra y tomó para Sí y para siempre una naturaleza humana, sin pérdida o menoscabo de ninguno de sus atributos de deidad.           Aunque es un misterio difícil de entender para la mente humana, pecadora y limitada, en aquella Persona divina existe la perfecta unión de dos naturalezas, divina y humana, sin mezclarse ni confundirse. Una consecuencia de capital importancia es que el Señor Jesucristo es y siempre será una Persona teantrópica (divina y humana). Por ello, la revelación futura de su gloria procede tanto de la naturaleza divina como de la humana.

            El asombro que iluminaría la faz de los discípulos en la cena de Emaús cuando el Señor de la gloria «les declaraba en todas las Escrituras lo que de Él decían» (Lc. 24:27), se irá apoderando también de nuestros corazones cuando vayamos percibiendo las sublimes maravillas que de Él hablan las Escrituras. Si bien todo cuanto podemos contemplar ahora no es más que un breve anticipo que se nos concede al subir al monte de la Transfiguración, llegará un día cuando «todo ojo le verá», viniendo con las nubes de gloria (Ap. 1:7).

            Dos pasajes anuncian de manera diáfana las futuras y sublimes glorias de Cristo, posteriores a los sufrimientos del Mesías, que se manifestarán plenamente en la instauración del futuro reino milenario: la reprensión de Jesús a los aturdidos discípulos en Emaús (Lc. 24:25-27), y el testimonio de Pedro (1 P. 1:10-11). De ambos pasajes se deduce que, tanto los sufrimientos de Cristo como las glorias posteriores a ellos, ya fueron claramente revelados en el A.T.; ambos acontecimientos se relacionan con períodos de tiempo específicos, pero no simultáneos ni inmediatos en su orden secuencial (lo que solo ahora se comprende, al sernos desvelado el «misterio de la iglesia» entre ambas venidas que los separan); y se enfatiza el cumplimiento literal de las Escrituras, en boca del mismo Señor, mostrándolos como eventos ciertos, seguros e indubitables.             Mientras que la gloria divina de Cristo es particularmente reveladora de su carácter a través de la plenitud de sus atributos divinos, la gloria humana concierne al honor y la gloria que le corresponden por su posición y responsabilidades como el Hijo del Hombre. Esa gloria sublime fue ampliamente velada en su primera venida, aunque no totalmente, pues el apóstol Juan, y todos sus compañeros junto con él, afirman maravillados: «y vimos su gloria» (Jn. 1:14). Pero todos aquellos que entren en la maravillosa bendición del cerca-no Reino milenario, tendrán el privilegio de contemplar los gloriosos aspectos del Hijo del Hombre en todo su resplandeciente valor, sin restricción alguna. Cristo tuvo que descender del monte de la Tribulación, para poder ir a Jerusalén, pero el Rey victorioso que entre por las puertas eternas de Jerusalén, nunca descenderá ni será desposeído del Trono de David, del cual será el único y magnífico heredero por toda la eternidad.

            Su propio antecesor humano en aquel trono que se perdió por causa del pecado, hablando bajo la dirección del Espíritu Santo declaró proféticamente, al final de sus días: «El Espíritu de Jehová ha hablado por mí, y su palabra ha estado en mi lengua.  El Dios de Israel ha dicho, me habló la Roca de Israel: Habrá un justo que gobierne entre los hombres, que gobierne en el temor de Dios será como la luz de la mañana, como el resplandor del sol en una mañana sin nubes, como la lluvia que hace brotar la hierba de la tierra» (2 S. 23:2-4). Aquí están descritos los rasgos del maravilloso Rey mesiánico, que derrocará y sustituirá todos los indignos reinos de este mundo, para sentarse en el trono vacante que antaño ocupó David. Será un Rey justo. Por primera vez la tierra contemplará una justicia sumaria, perfecta e inmediata en todo su acontecer diario. Gobernará en el temor de Dios. Nunca más el hombre volverá a darle la espalda a Dios en ninguno de sus caminos. Será como la luz de la mañana. Toda la tierra saldrá de esta mortecina oscuridad invernal que la rodea y dejará de ser un valle de sombra de muerte; la luz de un nuevo día de infinita bendición cuando en el alba de la Redención asome «la estrella resplandeciente de la mañana» (Ap. 22:16). Pero este día que, si bien se acerca cada vez más, parece no llegar nunca, despuntará en una impresionante alborada (como un gigantesco coro antifonal, reflejo de aquella otra gloriosa noche en los campos de Belén), y dará paso sin tregua al deslumbrante resplandor del sol en una mañana sin nubes. Nada hará sombra al Señor de la gloria cuando se manifieste en toda su fulgurante majestad, como el fuego abrasador del sol perfecto en el cénit radiante de su gloria (Mal. 4:2). Pero aquel Reino no será un incendio devastador que deja la tierra quemada; más bien será inmensamente fértil y productivo, como la lluvia primaveral que anega la tierra sedienta (Ez. 34:26). Todos los confines del Reino serán restaurados a la gloria prístina que tuvo la tierra en el esplendente huerto del Edén. El regreso de la gloria del Señor a su santo Templo se revelará de manera asombrosa, como descubrió el profeta Ezequiel al ver «que salían aguas por debajo del umbral de la Casa hacia el oriente» (Ez. 47:1). Aquellas aguas que salen de la presencia divina en el templo, rápidamente se vuelven en un espléndido río salutífero, flanqueado por un ejército de árboles frutales de hoja perenne. Todo cuanto tocan las aguas procedentes del trono del Rey es sanado, restaurado y lleno de abundante fruto. Suya es toda la gloria.

Cuadernos Koinonia

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