sábado, 16 de julio de 2022

Nuestra pascua… ya fue sacrificada por nosotros

 La cena del Señor exige normas


            Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como sois;
porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. (1 Corintios 5:7)

            Si hubo un gran movimiento e inquietud entre los hebreos el día 14 de mes de abid en toda la región de Gosen en Egipto, fue porque aquella noche se iba a dar principio a la pascua: La muerte del cordero, cuya sangre untaba en el dintel y en los dos postes de la puerta, daría seguridad los que estaban adentro de la casa, para no ser tocados del ángel destructor: “Verá la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto”. (Éxodo 1:13) Garantía era también que desde aquella noche en adelante empezarían a formar una nación libre del yugo de Faraón. La pascua sería para Israel la fiesta nacional de más resonancia.

            Si hubo un gran movimiento e inquietud en toda la nación hebrea, fue la noche que el Señor Jesucristo fue entregado, porque se iba a dar fin a la pascua antigua de los hebreos para dar cumplimiento a la realidad, e inaugurar la cena del Señor. “Nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros”. (1 Corintios 5:7)

            El Señor y los discípulos estaban grandemente preocupados por la celebración. “¿Dónde quiere que preparemos para que comas la pascua?” (Mateo 6:17, Lucas 22:15) Todo esto induce a pensar que la preocupación no era tanto por lo que iba a ser establecido en figura de la muerte del Señor. Dos cosas tenían que recordar Israel en la pascua al esparcir la sangre: liberación de la muerte y, al comer del cordero, liberación política y ciudadana. Dos cosas estableció el Señor, el pan y el vino, con el fin de grabar un acicate de dos cosas en su Iglesia por toda su peregrinación en la tierra. “Tu nombre y tu memoria son el deseo de nuestra alma. Haced esto en memoria de mí”. (Isaías 6:8, 1 Corintios 11:4,5)

            Por tanto, la cena del Señor, siendo tan solemne en su cumplimiento y obediencia, exige varias normas de mucha consideración.

· Es una tradición invariable

            “Yo recibí del Señor lo que también os he enseñado”. (1 Corintios 11:23) Pablo observó mucho celo y cuidado con aquel depósito de enseñanzas que tal vez recibió en los montes de Arabia, y sin cambiar en nada enseñó para que la Iglesia practique lo mismo en todos los tiempos. Pablo se interesó mucho que Timoteo siguiera sus pisadas: “Retén la forma de las sanas palabras que de mí oíste, en la fe y amor que es en Cristo Jesús. Guarda el buen depósito por el Espíritu Santo que mora en nosotros”. (2 Timoteo 1:13,14)

· Es una institución santa

            “El Señor tomó pan, y habiendo dado gracias, lo partió. Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido”. (1 Corintios 11:4) Fue nuestro Señor Jesucristo quien la instituyó; no fue Pablo, ni los apóstoles, ni la Iglesia. Los discípulos de Emmaús nunca podrían olvidar aquellas manos como “anillo de oro engastas en jacinto”. Muy adentro por la ventanilla de su corazón marcó el Señor su huella cuando le vieron partir el pan. Frecuentemente se oye entre los hermanos adoradores palabras que no son a tono con el acto. Dicen: “Aquí estamos rodeando o al contorno de la mesa ... Vamos a partir y a comer este santo pan”. No es la mesa que rodeamos, sino el Señor. No es santo el pan, sin Cristo el santo y nosotros los santificados por Él.

· El motivo es la memoria

            “Haced esto en memoria de mí”. (1 Corintios 11:25) No podemos figurar a Cristo por uno de esos de retrato, de busto, o de estampas. El hortelano podría tener algún parecido con Jesús, pero María Magdalena dijo: “Si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo llevaré”. Contemplamos por la fe a un Cristo, no según la carne, sino al Señor glorificado: “En medio de los siete candeleros, a uno semejante al Hijo del Hombre, vestido de una ropa que llegaba hasta sus pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro. Mi amado es blanco y rubio, señalado entre diez mil”. (Apocalipsis 1:13, Cantares 5:10-16)

· Es una responsabilidad colectiva

            “Así, pues, todas las veces que comieres este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que venga”. (1 Corintios 11:26) Más que un deber, es el amor a Cristo que nos hace juntar a la cena del Señor. Esos símbolos sobre la mesa son representativos de unidad y comunión. Si ocupamos nuestro lugar a la cena del Señor, establecemos que no somos disidentes a la unidad. Sólo tres motivos impedían al israelita celebrar la pascua: viaje, inmundicia o enfermedad. “Todas las veces que esto hiciereis” está ligado con, “para que cada uno reciba según haya hecho mientras estaba en el cuerpo”. (2 Corintios 5:10)

· Necesita una preparación personal

            “De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor”. (1 Corintios 11:27) Participar de la cena del Señor es privilegio de todos los redimidos, pero mira cómo lo hagas. Dios no da por inocente al que viola su santuario. Participar de la cena del Señor descuidadamente, con pecado no confesado, pleito no arreglado, cuerpo no lavado, ropa desaseada: esa es la “mosca muerta en el perfume del perfumista”. Así, como en la iglesia de los corintios, hoy también muchos están llevando en su cuerpo la consecuencia de su imprudencia. Enfermedad, incompatibilidad en la familia, situación precaria de su economía, son a veces el resultado de participar impuro de la cena del Señor.

· Es para que el Señor sea glorificado

            “Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos no seríamos juzgados; más siendo juzgados, somos castigados del Señor, para que no seamos condenados con el mundo”. (1 Corintios 11:30-32) Hermanos, ninguna felicidad terrena puede compararse ni impedir la comunión con el Señor. Entonces merece la pena sacrificar cualquier goce temporal, y decir como el salmista: Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las [grandezas] moradas de maldad”. (Salmo 84:10)

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