sábado, 16 de julio de 2022

Para siempre La seguridad eterna del creyente verdadero

 

David L. Adams
Pinar del Río, Cuba, 1955

Las obras de Dios son eternas

            Todo lo que Dios hace será perpetuo; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá. Así escribió en Eclesiastés 3.14 el más sabio de los sabios antiguos, Salomón el rey, poeta, filósofo, compositor de más de mil canciones y autor de tres mil proverbios. Su sabiduría le condujo a la aseveración conclusiva de que las obras de Dios son eternas.

            La creación misma lo corrobora a lo largo de muchos milenios, demostrando que, si bien la materia cambia de forma en muchas maneras, no es destruida. La tierra antigua pereció, anegada en agua, y la que ahora es, con los cielos, está reservada por la misma palabra de Dios, guardada para el fuego en el día del juicio. Mas no por esto cesará de haber tierra y cielos: Esperamos cielos nuevos y tierra nueva, los cuales, dice Dios, permanecerán delante de Él. Véanse 2 Pedro 3.7, 13 e Isaías 66.22. La creación, pues, será para siempre.  Es obra de Dios.

            De la misma fragua divina, de la misma mano creadora, el hombre recibió ser. Por lo tanto, el hombre también ha de permanecer eternamente. Aunque su cuerpo muere y se deshace en el sepulcro, su alma y espíritu son trasladados por un tiempo al lugar de los muertos, sea de pena o de gloria, todos serán resucitados en una u otra ocasión, reunidos alma y cuerpo por la potencia limitadísima de su Creador. Pasarán a su morada eterna, bien sea el cielo, bien el lago de fuego eterno. Cada ser humano, por ser obra de la mano divina, permanecerá para siempre.

La salvación es una de sus obras eternas

            De todas las obras divinas, ninguna debe más su origen y consumación a la voluntad y poder de Dios que la salvación del alma. El apóstol Pablo, inspirado por el Espíritu de Dios, escribió en Filipenses 2.13, refiriéndose a la salvación, que Dios es el que produce así el querer como el hacer por su buena voluntad. A otros dijo que por gracia eran salvos, por la fe, y esto no de ellos, pues es don de Dios, no por obras. Somos hechura suya en Cristo Jesús. Efesios 2.8 al 10

            Con esto concuerdan las palabras del apóstol Santiago: "De su voluntad nos hizo nacer", 1.18. Y otra vez las palabras de 2 Timoteo 1.9, que dicen que Dios nos salvó no conforme a nuestras obras sino según el propósito suyo. De modo que es claro que nuestra salvación es obra divina de la cual se puede decir que son intocables los dones y el llamamiento de Dios, Romanos 11.29. O sea, será perpetua.

            De que algunos ya tengan la seguridad de esta salvación y posean la vida eterna, es cierto por lo siguiente: En oración a su padre, Cristo dijo de sí mismo, "Le has dado la potestad sobre toda carne para que dé vida eterna a todos los que le diste", como antes dijo: "Yo soy el pan de vida ... si alguno comiere de este pan vivirá para siempre". De los que no la tienen Él dijo: "Vosotros no creéis porque no sois mis ovejas ... Mis ovejas oyen mi voz yo las conozco, y me siguen y yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano". Juan 17.2; 6.48,51; 10.26 al 28

            El apóstol Juan, hablando con igual claridad, escribió en su primera epístola: "Muy amados, ahora somos hijos de Dios", como también dijo Pablo a los gálatas en el 3.36: "Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús", y a los efesios en el 2.8: "Por gracia sois salvos". La salvación, pues, es disfrutada ya por los que son de Cristo.

            Nuestra salvación es obra divina. Comenzó cuando Dios según beneplácito nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo, Efesios 1.4, y es efectuada por su propia voluntad y hechura en los que creemos.

Es falso pensar que se la pierde

Siendo así, ¿cómo enseñan algunos que, habiendo sido salvos por la fe en nuestro Señor Jesucristo, es posible –o aun cierto, afirman ellos– que perdamos esta salvación debido a la falta de fe o el pecado e infidelidad en nosotros? ¿Acaso la recibimos al principio por nuestros propios méritos o piedad?

            Proponemos, pues, enseñar que tal doctrina ni es bíblica ni es digna de la gracia munífica de Dios nuestro Salvador por la cual fuimos redimidos. Preciso es aclarar cuál sea el fundamento de la salvación tan grande y de esta vida eterna.

            ¿Será porque el que la busca cumple la ley de Dios, o sea, los diez mandamientos? Tal esperanza y tal procedimiento reciben su respuesta categórica en Romanos 3.20: "Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de Él, porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado". O sea, no cumplimos con la ley del Antiguo Testamento. Otra vez: "Nada perfeccionó la ley", y: "Queda ... abrogado el mandamiento anterior a causa de su debilidad", Hebreos 7.18,19.

            Pero este mismo versículo habla de la introducción de una esperanza mejor por la cual nos acercamos a Dios. Esta esperanza es, como dice Tito 1.1, la de la vida eterna. Dios, que no miente, la prometió desde antes de los siglos en Cristo nuestro Señor.

            Tal es su sacrificio a favor de los que en Él confían que de ellos se dice: "Ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados", 1 Corintios 6.11. En Hebreos capítulo 10 leemos que somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre, porque con una ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados. Se ve que todo se basa en la perfección del sacrificio de nuestro Salvador, quien, habiendo ofrecido para siempre un solo sacrificio, se ha sentado a la diestra de Dios.

            Ahora, pues, el justo y santo Dios puede decir de los que son de la fe de Jesús: "Nunca más me acordaré de sus pecados e iniquidades, pues donde hay remisión de éstos no hay más ofrenda por el pecado". El creyente, por su parte, puede usar el lenguaje de Efesios 1.7: "Nos hizo aceptos en el Amado, en el cual tenemos redención por su sangre, la remisión de pecados por las riquezas de su gracia".

            Es inconcebible que el pecador arrepentido, una vez perdonado, quien sólo en Cristo confía y cuyo perdón es ratificado por la Palabra divina, sea acusado otra vez de la culpabilidad de estos mismos pecados. La Biblia nunca limita los pecados perdonados a los de antes de salvarse uno, sino que lo son todos. ¿Cómo será posible que esa persona, habiendo sido santificada por el sacrificio de su Sustituto, vuelva a ser condenada por no haber cumplido con su Señor como es debido? Desde un principio la tal persona fue aceptada y salvada solamente por gracia, pese a sus deméritos propios.

            ¿Será impuesta de nuevo sobre el alma, una vez salvada, la carga de sus pecados, cuando al morir los expió el Redentor? ¿Acaso Jehová no cargó en Él el pecado de todos nosotros, y que quedasen algunos pecados por expiar por obra humana? Tal cosa sería una negación declarada de la suficiencia y la perfección del sacrificio de Cristo. Esta perfección es atribuida en toda su plenitud al creyente, ya que la Palabra insiste: "Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia", Tito 3.5.

Depende de Dios y no del creyente

            Claro está que no cabe duda en cuanto a la responsabilidad del creyente en Cristo de:

·         andar dignamente de la vocación con que es llamado, Efesios 4.l

·         renunciar a los deseos mundanos, Tito 2.12

·         no conformarse al modo de ser del mundo sin Cristo, Romanos 12.2

·         ser santo en toda conversación y vida, 1 Pedro 1.15

            Todo eso, y más, la Biblia afirma. Es más: el creyente incumplido sufrirá pérdida grande y duradera a causa de su infidelidad hacia el Señor y su desobediencia a la Palabra.

            Empero no hay tal enseñanza de que se pierda el creyente que una vez se entregó al Salvador y fue regenerado por el Espíritu de nuestro Dios, como lo son todos los salvos por su gracia; 1 Corintios 12.13. Aun si ese creyente se haya enfriado y hasta alejado de su Señor, queda vigente la promesa de 2 Timoteo 2.13: "Si fuéremos infieles, Él permanece fiel".

            Nos ha hecho Dios un pacto eterno por la sangre de la cruz; Hebreos 12.24. ¿Invalidará, pues, nuestra infidelidad ese pacto, confirmado por la eficacia de la sangre preciosa de nuestro Redentor? Por el Espíritu de Dios somos constituidos miembros del solo cuerpo de Cristo, del cual Él es la cabeza y su pueblo los miembros; Romanos 12.5, 1 Corintios 12.12,13. ¿Será, pues, desmembrado el cuerpo de Cristo cada vez que un creyente en Él le niega o le desobedece?

            Tan estrecha es la unión que enlaza al Señor con los suyos que la Palabra dice que el que santifica y los que son santificados de uno son todos, Hebreos 2.11. Y, en 1 Corintios 6.17 dice que el que se une al Señor, un espíritu es con Él. ¿Será dirimida esta unión y anulada esa relación por la imperfección de los que fueron hechos participantes de ella? La contestación a tales preguntas es obvia.

            ¿Pero qué le sucederá al creyente desobediente e infiel? Aunque el regreso del Señor para su Iglesia le encuentre durmiendo en cuanto a su responsabilidad y deber cristiano, el tal irá juntamente con el Señor, y así nos asegura 1 Tesalonicenses 5.10: " ... quien murió por nosotros para que ya sea que velemos, o que durmamos, vivamos juntamente con Él".

            La pérdida será de la recompensa y aprobación que el Señor dará a sus siervos fieles según sean sus obras, y no de la vida eterna. Esta vida es exclusivamente la dádiva de Dios según expresa Romanos 6.23; no es recompensa ni ganancia por los méritos de quien la recibe.

            El creyente infiel sufrirá el ser quemadas sus obras. Perderá su galardón, "si bien él mismo será salvo, aunque, así como por fuego", 1 Corintios 3.12 al 15.

            Así que la suma del asunto es que los que reposan confiadamente en Cristo como su único y exclusivo Salvador pueden decir con toda seguridad: "¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros". La resurrección de Cristo es la prueba suprema de su obra intercesora.

            "¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? ... Estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo porvenir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro". Romanos 8

            De modo que decimos con el gran apóstol: "Yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día", 2 Timoteo 1.12. Y con otro gran apóstol: "Sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada...", 1 Pedro l. 5

            A la vez escuchamos las palabras de nuestro mismo Salvador en Juan 6.39: "Esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada ...". Y en el 3.15: "... todo aquel que en Él cree, no se pierda, más tenga vida eterna". En el día postrero Él volverá a decir, contemplando con gozo a todos sus hijos en la gloria sempiterna, comprados, salvados y lavados en su sangre preciosa: "A los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición", Juan 17.12.

            Esta obra de salvación, como las demás obras de Dios, es para siempre. "A aquel, pues, que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaras sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén". Judas 24, 25.

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