4 ¾ El pecado
¿Qué es el pecado?
Algunos
creen que el pecado comprende apenas los crímenes e injusticias mayores. En
cambio, el apóstol Pablo afirma que “todos pecaron, y están destituidos de la
gloria de Dios”, Romanos 3.23. El pecado no es tan sólo hacer algo que la sociedad
no aprueba; es encontrarse falto de la intachable justicia de Dios. Todo ser
humano está por naturaleza en esta triste condición.
Santiago
ve el germen del pecado en la concupiscencia y malos deseos, como verá en la
trágica secuencia que figura en Santiago 1.14,15. Uno va cuesta abajo, dice,
empezando por la tentación y terminando con la muerte. Los pensamientos malos,
el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez
son pecados, lo mismo como el adulterio y el homicidio. Todos contaminan al
hombre; Marcos 7.21 al 23.
“Al
que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado”, Santiago 4.17. Así, la
falta de cumplir nuestro deber es pecado. El que hace acepción de personas
comete pecado, porque Dios dice: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”,
Santiago 2.8,9. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros
mismos”, 1 Juan 1.8. El pecado es, entonces, todo movimiento de la
voluntad humana contra la voluntad de Dios, sea consciente o inconsciente.
¿Cómo se originó el
pecado?
El
Diablo, transformado en serpiente, engañó a Eva con astucia en el Edén,
2 Corintios 11.3. Los primeros capítulos del Antiguo Testamento relatan
mayores detalles. Dicen que los primeros humanos, Adán y Eva, vivían en la
inocencia y gloria, con dominio sobre sí mismos y sobre la creación que Dios
había encomendado a su custodia.
Dios les dio
todo en aquel paraíso. Pero, en su sabiduría divina, retuvo una sola cosa: el
conocimiento del bien y del mal. Tal conocimiento fue representado en un árbol,
y Dios dijo claramente a Adán que podía gozar de todo en aquel paraíso excepto
de dicho árbol. La tal cosa les traería no sólo el conocimiento del mal sino
también la participación en él. Adán y Eva desobedecieron. Su actuación fue
rebeldía contra Dios, y se convirtieron en pecadores.
¿Qué resultado trae el
pecado?
“El
pecado entró en el mundo por un hombre [Adán], y por el pecado la muerte, así
la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”. Y, “la paga del
pecado es muerte”, Romanos 5.12, 6.23. Adán murió espiritualmente de una vez al
pecar; es decir, la amistad que tenía con Dios fue rota, y él fue separado de
la presencia divina. Físicamente, él murió muchos años más tarde.
Esta
es la regla divina, aun para nosotros. El pecado rompe la comunión entre Dios y
el hombre. Trae la miseria. Tarde o temprano, trae la muerte física también.
¿Somos nosotros
pecadores?
Adán
pecó y toda la raza pecó en él, de manera que existe la raíz del pecado en todo
ser humano. Es así aun antes de que uno cometa un acto voluntario de pecado. En
Mateo 15.18 al 20 Cristo habla del mal que hay en el corazón del hombre: “Del corazón
salen los malos pensamientos…” Pablo escribe en Romanos 3.10 al 12: “No hay
justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se
desviaron, a una se hicieron inútiles. No hay quien haga lo bueno; no hay ni
siquiera uno”.
Es
cuando Dios nos despierta que le buscamos de verdad; por naturaleza queremos
hacer según nuestra voluntad propia.
¿Tenemos nosotros la
culpa?
Cuando
alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios, porque Dios no
tienta a nadie; Santiago 1.13. No podemos echar la culpa a Dios, ni a Adán.
“Por la transgresión de uno [Adán] vino la condenación a todos los hombres; de
la misma manera por la justicia de uno [Cristo] vino a todos los hombres la
justificación de vida”, Romanos 5.18.
Por
medio de su Hijo, el Dios y Padre salva de los resultados del pecado. Él nos
ofrece el perdón y nos libra de la condenación del pecado. Nadie se perderá por
ser hijo de Adán, sino por no haber recibido la salvación que Dios provee por
medio de Cristo.
La condenación,
aclara Juan 3.18,19, es que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las
tinieblas que la luz porque sus obras eran malas. Y, valga añadir, fue Jesús, y
sólo Él, quien pudo decir: “Yo soy la luz del mundo”, Juan 8.12.
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