La historia de José, décimo primer hijo de
Jacob, es una de las más interesantes en la Biblia. Hay una sola referencia
breve a él antes del relato que comienza cuando tenía diecisiete años de edad,
y concluye cuando murió a los ciento diez años. Los incidentes de su vida son
tan variados como los colores de la túnica que el padre hizo para su hijo
preferido.
Aquella vida puede ser
resumida en tres palabras: pozo, prisión y palacio. Era amado de su padre,
odiado de sus hermanos, vendido a los ismaelitas, traicionado en casa de
Potifar, encarcelado, exaltado y bendecido.
La historia comienza con
su padre enviándole a averiguar el bienestar de sus hermanos. A partir de ese
punto vemos la mano de Dios en cada detalle de su vida; todo estaba en el
patrón del Tejedor Divino, tanto los hilos de colores oscuros como los de plata
y oro.
Nada desfavorable se dice
de José, y él es tal vez el tipo más acertado del Señor Jesucristo en toda la
Palabra de Dios. El significado de su nombre es, “Él añadirá;” José añadió a su
nombre a lo largo de su vida. Está registrado que Jehová hizo prosperar todo lo
que estaba en su mano, Génesis 39.3. Vemos con 500 años de anticipación un
cumplimiento de la declaración de 1 Samuel 2.30: “Yo honraré a los que me
honran.”
Amado y aborrecido
José era el penúltimo
entre los hijos de Jacob. Su papá le amaba tiernamente y le hizo una túnica de
diversos colores como gesto de ese amor. Ese testimonio tan declarado de
preferencia le pondría al joven aparte de sus hermanos, cuya ropa sería
ordinaria, si no inferior. Posiblemente su padre le amaba por ser el
primogénito de la amada esposa Raquel, o posiblemente por ser hijo de la vejez,
comparativamente.
Aunque Jacob sentía un
afecto especial por éste, es evidente que los otros hijos tenían un lugar en su
corazón. Le mandó a José en viaje largo a Siquem para saber cómo estaban ellos.
El mozo estaba dispuesto a cumplir, aunque sin duda ya había sufrido a causa
del antagonismo de los diez.
No es cosa rara que los
padres, o uno de ellos, favorezcan a un hijo más que a otro, pero es algo que
debe ser encubierto todo lo posible. La preferencia puede o no ser justificada,
pero es inevitable que cualquier manifestación de ella engendre celos.
Jacob no parece haber
sido prudente al hacer aquella túnica. Dio lugar a resentimiento, y llegó el
día cuando sus hermanos “quitaron a José… la túnica de colores que tenía sobre
sí,” 37.23. Ellos “enviaron la túnica de colores y la trajeron a su padre, y
dijeron: «Esto hemos hallado; reconoce ahora si es la túnica de tu hijo, o no.»
“Obsérvese: “de tu hijo,” y no “de nuestro hermano.”
No es frecuente que un
complot sea tan exitoso, pero este fue el primer incidente en la realización de
los propósitos de Dios en y por medio de José. Jacob aceptó la evidencia; vio
la túnica y la sangre que la penetraba. Unos cuantos años antes, había engañado
a su propio padre al usar pieles de cabritos para cubrir sus manos, y ahora su
pecado le había descubierto.
Los
sueños de José eran otro elemento en aquella enemistad. Leemos en Génesis 37.5:
“Soñó José un sueño, y lo contó a sus hermanos; y ellos llegaron a aborrecerle
más todavía.” Esto fue después de que su padre había hecho la túnica, y sirvió
para agravar la situación. Luego otro sueño, con su interpretación, dio lugar a
todavía más odio. Su padre reflexionó en lo que el joven dijo, pero también le
reprendió por haber contado su experiencia.
Sin embargo, Dios había
originado esos sueños y ellos tenían sentido profético. A José se le envió para
conocer la situación de sus hermanos. Cuando lo vieron de lejos, sin duda
fijándose en esa túnica, dijeron el uno al otro que “el soñador” venía.
Prosigue el relato contando cómo se agregó otro color a esa túnica; esos
hombres la tiñeron con la sangre de un cabrito. Llegó a ser símbolo de la vida
de José: “La envidia es carcoma de los huesos. ¿Quién podrá sostenerse ante la
envidia?” Proverbios, 14.30, 27.4.
Como es el caso a menudo
cuando uno aborrece a otro, los hermanos de nuestro protagonista buscaron
oportunidad para hacerle mal. Y la oportunidad se presentó. Tan intenso era su
sentir que decidieron matarlo. Rubén se opuso, no obstante ser un hombre
impetuoso como las aguas, Génesis 49.4. Valiéndose de su condición de mayor en
edad, propuso no matar al joven, sino echarlo en la cisterna que estaba cerca.
Él tenía dos motivos al hablar así. Quiso sacar a José luego, y también quiso
salvar su propio pellejo: “¿Adónde iré yo?” 37.30.
Cuando pasaron unos
comerciantes, descendientes de Ismael, rumbo a Egipto con su mercancía, Judá
propuso vender a su hermano. Parece que Rubén no estaba presente. Vemos cuán
mal intencionados e inestables eran esos hombres. Cuánto tiempo José estaba en
la cisterna, no sabemos, pero siglos más tarde Esteban resumió el drama al
decir en Hechos 7.9: “Los patriarcas, movidos por envidia, vendieron a José
para Egipto; pero Dios estaba con él.” Se quedó sin túnica, pero no sin la
presencia de Dios. Sus hermanos no sólo engañaron a su padre, sino que le
entristecieron sobremanera también. Dijo que descendería enlutado a su hijo
hasta el Seol; 37.35.
En casa de Potifar
Los hermanos vendieron a
José por veinte piezas de plata. Si repartieron la suma en partes iguales, cada
cual percibió tan sólo dos miserables monedas. Los madianitas le vendieron a
José a un oficial egipcio de nombre Potifar, y sin duda realizaron una buena
ganancia por disponer de un buen mozo de diecisiete años. ¿Que importaba la
túnica? “Jehová estaba con José, y fue varón próspero,” 39.2. Aunque esclavo
hebreo en casa de un acomodado egipcio, él contaba con un Compañero divino. Su
perspectiva parecía muy favorable, ya que su amo le hizo sobreveedor de la casa
y sus pertinencias.
Era muy bien parecido y
causaba buena impresión, como lo expresa una traducción al castellano. La
esposa de Potifar intentó seducirlo, pero José rehusó sus insinuaciones. Las
Escrituras registran su noble respuesta: “¿Cómo … haría yo este gran mal, y
pecaría contra Dios?” Por segunda vez el varón pierde su ropa, y no dudamos de
que haya sido de calidad. Perdió su vestimenta, pero no su carácter. Él llevó a
cabo lo que Pablo iba a escribir siglos más tarde a los cristianos en Corinto:
“Huid de la fornicación.”
Fue también la segunda
vez que su ropa era falso testigo en su contra. Al oír la historia, Potifar la
creyó, según parece. “Tomó su amo a José, y lo puso en la cárcel, donde estaban
los presos del rey.” Y el versículo siguiente repite: “Jehová estaba con José,”
39.21.
De manera que salió de la
casa del egipcio en la misma condición que cuando había entrado; Dios con él.
Pronto fue acogido favorablemente por el carcelero. “Cuando los caminos del
hombre son agradables a Jehová, aun a sus enemigos hace estar en paz con él,”
Proverbios 16.7. No obstante las circunstancias difíciles en la prisión, José
logró ser promovido.
El jefe
de los coperos y el jefe de los panaderos estaban entre los presidiarios. Un
día él se fijó en que ellos estaban tristes, y preguntó a qué se debía. Cuando
le contaron a José sus sueños, el soñador se hizo intérprete de sueños. El
panadero fue ahorcado y el copero restituido a su cargo. José se aprovechó de
la oportunidad, solicitándole al copero: “Acuérdate de mí cuando tengas ese
bien.” No hizo mal al pedir que fuese librado de un encarcelamiento injusto. La
naturaleza humana se ve en las palabras que siguen: “El jefe de los coperos no
se acordó de José, sino que le olvidó.” Hacemos bien en recordar que la
ingratitud es una característica de los días postreros; 2 Timoteo 3.2.
José tenía que aprender
la verdad de Isaías 2.22: “Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz.”
No dudamos que haya puesto su esperanza en la integridad del copero y esperaba
día tras día la res puesta a su ruego. Pero José estaba destinado a pasar dos
años más en esa cárcel, y creemos que le fue una experiencia difícil de llevar.
Sin que él lo supiera, Dios estaba aguardando su tiempo, y Él nunca se adelanta
ni se atrasa en sus iniciativas.
Si José hubiese sido
librado tan pronto que el copero fue perdonado, se habría frustrado lo que Dios
había planificado. Él habría gozado de libertad, pero poco más. Posiblemente
hubiera intentado volver a la casa paterna, pero desde luego esto es sólo un
supuesto. Ciertamente la voluntad de Dios era sacarlo de su lamentable estado,
pero en el momento oportuno según el plan divino.
Él iba a enviar hambre y
Faraón sería el próximo soñador. La mente del copero empezó a reflexionar; se
acordó de su falta. Se buscó al preso José; se explicó el sueño; todo se hizo
conforme Dios tenía previsto, ya que “a los que aman a Dios, todas las cosas
les ayudan a bien,” Romanos 8.28. Nuestro Dios hace todas las cosas según el
designio de su voluntad; Efesios 1.11.
La lección que tenemos
que aprender es que Dios cuenta con un calendario y lo emplea. Los eventos
tuvieron lugar “cuando se acercaba el tiempo de la promesa,” Hechos 7.17. La
prueba de José terminó cuando Dios lo quiso. “Afligieron sus pies con grillos;
en cárcel fue puesta su persona. Hasta la hora que se cumplió su palabra, el
dicho de Jehová le probó,” Salmo 105.18,19.
Habiendo sabido del
sueño, José le da al rey un mensaje triple de parte de Dios. Dijo que el
Omnipotente le había mostrado a Faraón lo que estaba por hacer y qué medidas
deberían ser tomadas. Faraón reconoció que Dios le había revelado todo esto a
José, y ahora encontramos que el más alto honor fue conferido a este varón de
Dios.
Segundo en el reino
Habiendo reconocido que
la sabiduría de José era de origen divino, Faraón le nombró gobernador sobre
todo Egipto. Se había acabado la adversidad en su vida; a los 30 años de edad
asumió el cargo de primer ministro. De muchacho pastor, él pasó por mucha
tribulación y luego por ochenta años gobernó a la nación más avanzada de su
época. Este cargo lo ganó con base en su valor personal, y a la vez “Jehová
estaba con él.” En Génesis 41.42 se cuenta que Faraón quitó su anillo de su
mano, y lo puso en la mano de José. Lo hizo vestir de ropas de lino fino, y
puso un collar de oro en su cuello.
Una vez más José se mudó
de ropa. Primero, una túnica de diversos colores; luego el uniforme de un
sobreveedor en casa de Potifar; entonces los trapos de una cárcel egipcia; y
ahora el lino fino que nunca le sería quitado. Dios le honró, porque él honraba
a Dios. Faraón le dio un nombre nuevo: Zafnat-panea, o divulgador de secretos.
Le dio también una esposa, Asenat, hija del (¿la?) sacerdote de On. La
experiencia ganada en casa de Potifar y en la cárcel le capacitó para su nueva
responsabilidad.
A menudo
el orgullo se manifiesta cuando de repente un hombre es exaltado a una posición
de dignidad. No así en el caso de José, ni más adelante se aprovechó él de su
autoridad para castigar a sus hermanos por lo que habían hecho. Ellos le
aborrecían y por lo tanto daban por entendido que él les aborrecería a ellos.
Pero eso no era el carácter del varón que había resistido la prueba de la cruel
adversidad y luego una merecida comodidad. El pozo y la prisión le prepararon
para el palacio. En el primero se dio cuenta de la actitud de sus hermanos y en
el otro de la actitud de Dios. Ahora en el palacio él aprendió la soberanía de
Dios. En la casa, la cárcel y la corte, José era paciente y honesto.
Dios le tenía una gran
obra por delante. Él sería el salvador. Además, en el propósito de Dios él
sería reunido con su padre y hermanos. La verdad es más extraña que la ficción,
y esto se ve en las circunstancias singulares que condujeron a la
reconciliación de la familia. Los sueños de José se cumplieron. Aunque en una
etapa de su vida sus hermanos no le harían caso, ahora los encontramos
postrados a sus pies y llorando. La calidad de hombre que era José se percibe
en sus palabras: “Vosotros pensasteis mal contra mí, más Dios lo encaminó a
bien, para … mantener en vida a mucho pueblo,” Génesis 50.20.
Gloria y bendición
José vivió por más de
sesenta años después del hambre, pero poco está registrado acerca de él en
aquellos años. Recibió la doble porción de su herencia y sus hijos —Efraín y
Manasés— fueron contados entre las doce tribus de Israel.
“Habitó José en Egipto,
él y la casa de su padre,” 50.22. No diríamos que lo hizo por gusto propio. No
era su elevado cargo que le guardó allí, ni los honores que le serían
conferidos de por vida. Él estaba del todo al tanto de la promesa que Dios hizo
a su padre en Beerseba: “Haré de ti una gran nación. Yo descenderé contigo a
Egipto, y yo también te haré volver; y la mano de José cerrará tus ojos,”
46.3,4.
Los propósitos de Dios
tendrían aun otro cumplimiento después de la muerte de José en Egipto. “Por la
fe José, al morir, mencionó la salida de los hijos de Israel, y dio mandamiento
acerca de sus huesos,” Hebreos 11.22. Jacob había engendrado a doce hijos,
algunos de ellos de prominencia, pero solamente éste se menciona en este
capítulo del Nuevo Testamento que trata de hechos de fe.
Él tenía una firme
convicción de que Dios cumpliría su promesa. Los trece años de aflicción no
habían mermado su confianza en Dios, sino que la habían engrandecido.
Lamentablemente, la prosperidad suele alejar a uno de Dios, pero no fue así con
José. Aunque más de doscientos años habían transcurrido desde que Dios dio su
promesa a Abraham, José estaba seguro de que Él iba a llevar a cabo su dicho.
Hubo
varios incidentes, evidencias de fe, que el escritor a los hebreos ha podido
mencionar, pero el Espíritu Santo escoge solamente dos: la mención que el
patriarca hizo de la salida de Egipto, y el mandamiento tocante a sus huesos.
José era un verdadero hebreo —” uno que ha pasado al otro lado”— hasta el día
de su muerte.
Él tomó un juramento de
los hijos de Israel, afirmando: “Dios ciertamente os visitará, y haréis llevar
de aquí mis huesos,” 50.25. Sin duda ha podido esperar un monumento sobre su
sepulcro en Egipto al haber sido enterrado en ese país, pero su fe en Dios era
más poderosa que cualquier ambición terrenal. Resuena para nuestra instrucción
su pronunciamiento: “Yo voy a morir; más Dios ciertamente os visitará, y os
hará subir de esta tierra a la tierra que juró.”
Él no quería saber nada
de dejar sus restos en Egipto, de manera que Moisés los llevó consigo en
aquella noche memorable cuando los israelitas se marcharon hacia el Mar Rojo. A
lo largo de todos aquellos años de la marcha de Egipto a Canaán, los israelitas
cargaron los huesos de José, y esto trae a la mente una verdad superior para
nosotros: “… llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús,
para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos,” 2
Corintios 4.10.
Esa gente llevaba
aquellos huesos a Mara, Refidim y muchas otras partes, pero no leemos que en su
quejumbre ellos se recordaron una sola vez de José. Aquellos huesos han debido
ser para ellos lo que la cena del Señor es para nosotros: un recordatorio
grato.
Por fin llegaron a la
tierra prometida, y “enterraron en Siquem los huesos de José … en la parte del
campo que Jacob,” Josué 24.32. Probablemente esta parcela no quedaba lejos de
la cisterna donde sus hermanos habían encerrado a José muchos años antes. De
manera que el libro de Génesis termina con un ataúd en Egipto, y el libro de
Josué (el Efesios del Antiguo Testamento) termina con huesos enterrados en
Canaán.
En la vida de José
aprendemos que a la honra precede la humildad, Proverbios 15.33, y que mejor es
el fin del negocio que el principio; mejor es el sufrido de espíritu que el
altivo de espíritu, Eclesiastés 7.8.
Héctor Alves
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