domingo, 16 de febrero de 2025

“HERMANOS SANTOS” (2)

 

La exhortación dirigida a los “hermanos santos”

El Apóstol de nuestra profesión

Nos detendremos ahora unos momentos en la exhortación dirigida a los “hermanos santos, participantes del llamamiento celestial”. Como ya ha sido observado, no somos exhortados a ser “hermanos santos”, somos hechos tales. Este lugar y esta porción son nuestros en virtud de una gracia infinita, y sobre este hecho el inspirado apóstol basa su exhortación: “Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús.”

Los títulos otorgados aquí al Señor lo presentan a nuestros corazones de una manera muy maravillosa. Abarcan todo el ámbito de su historia: desde el momento en que se hallaba en el seno del Padre hasta que descendió al polvo del sepulcro, y de allí al trono de Dios. Como Apóstol, vino de Dios a nosotros, y como Sumo Sacerdote, ha vuelto a Dios donde está por nosotros. Vino del cielo para revelarnos a Dios, para desplegar ante nosotros el corazón mismo de Dios, para hacernos conocer los preciosos secretos que estaban en su seno. “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo [en uio = en Hijo], a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la majestad en las alturas” (Hebreos 1:1-3).

¡Qué maravilloso privilegio que Dios se haya revelado a nosotros en la persona de Cristo! Dios nos ha hablado en el Hijo. El Apóstol de nuestra profesión nos ha dado la plena y perfecta revelación de lo que Dios es. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer.” “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (Juan 1:18; 2.a Corintios 4:6).

Todo esto es de un precio inestimable. Jesús ha revelado a Dios a nuestras almas. No habríamos podido conocer absolutamente nada de Dios si el Hijo no hubiera venido y no nos hubiese hablado. Pero —¡gracias y alabanzas sean dadas a nuestro Dios! — podemos decir con toda la certeza posible: “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (!.§ Juan 5:20). Si recorremos las páginas de los cuatro evangelios y contemplamos a Aquel bendito que el Espíritu Santo nos presenta en todo el resplandor de su soberana gracia, de esa gracia que brillaba en todas sus palabras, sus actos, y sus caminos, podemos decir: He ahí a Dios. Lo vemos yendo de lugar en lugar haciendo el bien, y sanando a todos los que estaban oprimidos por el diablo; lo vemos sanando a los enfermos, limpiando a los leprosos, abriendo los ojos a los ciegos y las orejas de los sordos, alimentando a los que tienen hambre, enjugando las lágrimas de la viuda, llorando ante la tumba de Lázaro, y decimos: Éste es Dios. Todos los rayos de la gloria moral que brillaron en la vida y en el ministerio del Apóstol de nuestra profesión, eran la expresión de Dios. Él era el resplandor de la gloria divina y la imagen, o exacta impresión, de su sustancia o esencia divina.

El Verbo eterno eres tú

El unigénito del Padre Dios manifiesto, Dios visto y oído El Amado del cielo En ti, perfectamente expresado Del Padre mismo el resplandor La plenitud de la Deidad El Bendito, eternamente Divino

¡Cuán infinitamente precioso es todo esto para nuestras almas! Tener a Dios revelado en la persona de Cristo, de manera que podemos conocerle, regocijarnos en Él, hallar todas nuestras delicias en Él, llamarle “Abba Padre”, marchar en la luz de su bendita faz, tener comunión con Él y con su Hijo Jesucristo, conocer el amor de su corazón, el amor mismo con que ama al Hijo, ¡qué profunda bendición! ¡Qué plenitud de gozo! ¡Cómo podríamos alabar y bendecir lo suficiente al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo por la maravillosa gracia que desplegó hacia nosotros, al introducirnos en tal esfera de bendiciones y privilegios, y al colocarnos en tan maravillosa relación consigo mismo en el Hijo de su amor! ¡Oh, que nuestros corazones le alaben! ¡Que nuestras vidas le glorifiquen! ¡Que el único gran objeto de todo nuestro ser moral sea magnificar su Nombre!

C.H. MACKINSTOSH


No hay comentarios:

Publicar un comentario