La
exhortación dirigida a los “hermanos santos”
El Apóstol de nuestra profesión
Nos detendremos ahora unos momentos en
la exhortación dirigida a los “hermanos santos, participantes del llamamiento
celestial”. Como ya ha sido observado, no somos exhortados a ser “hermanos
santos”, somos hechos tales. Este lugar y esta porción son nuestros en virtud
de una gracia infinita, y sobre este hecho el inspirado apóstol basa su
exhortación: “Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento
celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo
Jesús.”
Los títulos otorgados aquí al Señor lo
presentan a nuestros corazones de una manera muy maravillosa. Abarcan todo el
ámbito de su historia: desde el momento en que se hallaba en el seno del Padre
hasta que descendió al polvo del sepulcro, y de allí al trono de Dios. Como
Apóstol, vino de Dios a nosotros, y como Sumo Sacerdote, ha vuelto a Dios donde
está por nosotros. Vino del cielo para revelarnos a Dios, para desplegar ante
nosotros el corazón mismo de Dios, para hacernos conocer los preciosos secretos
que estaban en su seno. “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas
maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días
nos ha hablado por el Hijo [en uio = en Hijo], a quien constituyó heredero de
todo, y por quien asimismo hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de
su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas
con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros
pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la majestad en las
alturas” (Hebreos 1:1-3).
¡Qué maravilloso privilegio que Dios se
haya revelado a nosotros en la persona de Cristo! Dios nos ha hablado en el
Hijo. El Apóstol de nuestra profesión nos ha dado la plena y perfecta
revelación de lo que Dios es. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo,
que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer.” “Porque Dios, que
mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en
nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en
la faz de Jesucristo” (Juan 1:18; 2.a Corintios 4:6).
Todo esto es de un precio inestimable.
Jesús ha revelado a Dios a nuestras almas. No habríamos podido conocer
absolutamente nada de Dios si el Hijo no hubiera venido y no nos hubiese
hablado. Pero —¡gracias y alabanzas sean dadas a nuestro Dios! — podemos decir
con toda la certeza posible: “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha
dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero,
en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (!.§ Juan
5:20). Si recorremos las páginas de los cuatro evangelios y contemplamos a
Aquel bendito que el Espíritu Santo nos presenta en todo el resplandor de su
soberana gracia, de esa gracia que brillaba en todas sus palabras, sus actos, y
sus caminos, podemos decir: He ahí a Dios. Lo vemos yendo de lugar en lugar
haciendo el bien, y sanando a todos los que estaban oprimidos por el diablo; lo
vemos sanando a los enfermos, limpiando a los leprosos, abriendo los ojos a los
ciegos y las orejas de los sordos, alimentando a los que tienen hambre,
enjugando las lágrimas de la viuda, llorando ante la tumba de Lázaro, y
decimos: Éste es Dios. Todos los rayos de la gloria moral que brillaron en la
vida y en el ministerio del Apóstol de nuestra profesión, eran la expresión de
Dios. Él era el resplandor de la gloria divina y la imagen, o exacta impresión,
de su sustancia o esencia divina.
El
Verbo eterno eres tú
El
unigénito del Padre Dios manifiesto, Dios visto y oído El Amado del cielo En
ti, perfectamente expresado Del Padre mismo el resplandor La plenitud de la
Deidad El Bendito, eternamente Divino
¡Cuán infinitamente precioso es todo
esto para nuestras almas! Tener a Dios revelado en la persona de Cristo, de
manera que podemos conocerle, regocijarnos en Él, hallar todas nuestras
delicias en Él, llamarle “Abba Padre”, marchar en la luz de su bendita faz,
tener comunión con Él y con su Hijo Jesucristo, conocer el amor de su corazón,
el amor mismo con que ama al Hijo, ¡qué profunda bendición! ¡Qué plenitud de
gozo! ¡Cómo podríamos alabar y bendecir lo suficiente al Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo por la maravillosa gracia que desplegó hacia nosotros,
al introducirnos en tal esfera de bendiciones y privilegios, y al colocarnos en
tan maravillosa relación consigo mismo en el Hijo de su amor! ¡Oh, que nuestros
corazones le alaben! ¡Que nuestras vidas le glorifiquen! ¡Que el único gran
objeto de todo nuestro ser moral sea magnificar su Nombre!
C.H.
MACKINSTOSH
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