C.H. MACKINTOSH
Aquí
nuevamente vemos que el cristianismo nos coloca delante de Cristo solo. El hecho
“de conocerle” (Filipenses 3:10) constituye la aspiración del verdadero
cristiano. Si la posición del cristiano es “ser hallado en él”, “conocerle”
constituye su único objeto, su única meta. La filosofía de los antiguos tenía
un adagio que era constantemente presentado a la atención de sus discípulos:
«Conócete a ti mismo.» El cristianismo, al contrario, tiene otra palabra, que
tiende a un objeto más noble y elevado. Nos insta a conocer a Cristo, a hacer
de él el objeto de nuestro corazón, a fijar nuestra mirada en él.
Esto
y sólo esto constituye el objeto del cristiano. Tener cualquier otro objeto no
constituye en absoluto el cristianismo, y lamentablemente los cristianos tienen
otros objetos en que ocuparse. Por eso decíamos al principio de nuestro artículo,
que lo que deseábamos presentar a nuestros lectores es el cristianismo y no la
marcha de los cristianos. Poco importa cuál sea el objeto que nos ocupa; desde
el momento que no es Cristo, no es el cristianismo. El anhelo del verdadero
cristiano tenderá siempre hacia lo que se dice en estas palabras: “A fin de
conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus
padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte” (v. 10).
La meta
del cristiano no es hacer su camino en el mundo, ir en busca del dinero,
procurar alcanzar una posición social elevada, buscar engrandecer su familia,
hacerse de un nombre y buscar fama. Él no aspira a ser considerado un gran
hombre, un hombre rico, un hombre popular. No, ninguna de estas cosas es un objeto
cristiano. Ellas pueden constituir las aspiraciones de aquellos que no han
hallado mejores bienes; pero el cristiano ha hallado a Cristo. En esto reside
toda la diferencia. Puede parecer natural para un hombre que no conoce a Cristo
como su justicia, hacer lo mejor que pueda para forjar su propia justicia; pero
para aquel cuya posición está en un Cristo resucitado, la más perfecta justicia
que pudieran producir los esfuerzos humanos, no sería más que una pérdida. Es
exactamente lo mismo cuando se trata de un objeto. La cuestión no es decir:
«¿Qué hay de malo en tal o cual cosa?», sino: «¿Es esto de Cristo?».
Es
útil considerar esto, pues estamos seguros de que una de las grandes causas de
la baja condición espiritual que prevalece entre los cristianos, se debe
justamente al hecho de que la mirada es quitada de Cristo, y fijada en tal o
cual objeto inferior. El objeto puede tener en sí mismo cierto valor moral para
un hombre del mundo, para un hombre que no ve nada más allá de su lugar en la naturaleza,
en la vieja creación. Pero, para el cristiano, no es así. Él no es de este
mundo. Está en el mundo, pero no es del mundo. Ellos “no son del mundo, como
tampoco yo soy del mundo”, dice nuestro amado Señor (Juan 17:14). “Nuestra
ciudadanía está en los cielos” (Filipenses 3:20), y nunca debiéramos estar
satisfechos con un objeto inferior a Cristo. No importa en lo más mínimo la
posición social en la cual estemos. Un hombre puede ser un recolector de
residuos o un príncipe, o puede ocupar uno de los numerosos grados entre estos
dos extremos sociales; es todo lo mismo si Cristo constituye su único y
verdadero objeto. No es la condición social de un hombre, sino el objeto que
persigue, lo que le confiere su carácter.
El
apóstol Pablo no tenía sino un solo objeto: Cristo. Ya sea que se quedase en un
lugar o que estuviese de viaje, que predicase el Evangelio o que juntase ramas
secas para las estacas (Hechos 18), que estableciese iglesias o que hiciera
tiendas, su objeto era Cristo. Tanto de noche como de día, en casa o fuera de
ella, por mar o por tierra, solo o con otros, en público o en privado, Pablo
podía decir: “Una cosa hago” (v. 13); y esto, notémoslo bien, no se trata
solamente de Pablo el diligente apóstol, Pablo el santo arrebatado al tercer cielo,
sino de Pablo el cristiano vivo, activo y caminante; de aquel que podía
decirnos: “Hermanos, sed imitadores de mí” (v. 17). Y no deberíamos
contentarnos con nada menos. Nuestras faltas —es triste decirlo, pero es
cierto—, son numerosas; pero mantengamos siempre ante nuestros ojos el
verdadero objeto. El escolar, que escribe unas líneas, sólo puede esperar que
la página que redacta quede prolija si mantiene sus ojos fijos en la primera
línea del encabezamiento que subrayó con una regla. Ahora bien, si luego aparta
su mirada de la línea modelo, y se empieza a fijar en la última línea que acaba
de trazar —lo cual es una tendencia muy común—, entonces cada línea subsiguiente se irá desviando cada vez
más de la precedente. Lo mismo ocurre con nosotros: Apartamos la mirada de
nuestro divino y perfecto modelo, y comenzamos a considerarnos a nosotros
mismos, a fijarnos en nuestros propios esfuerzos, en lo que somos nosotros, en
nuestros propios intereses, en nuestra reputación. Comenzamos a pensar en lo
que estaría de acuerdo con nuestros principios, con la profesión que hacemos,
con nuestra posición en el mundo, en lugar de pensar en el único objeto que el
cristianismo pone ante nosotros, esto es, Cristo.
Pero
—dirá alguno— ¿dónde se halla esto? En efecto, si lo buscamos en las filas de
los cristianos de nuestros días, ello será ciertamente difícil. Pero es lo que
nos dice el tercer capítulo de la epístola a los Filipenses, y esto ha de
bastarnos. Hallamos allí un modelo del verdadero cristianismo, que debemos tener
única y continuamente ante los ojos. Si nuestros corazones quisieran ir en pos
de otras cosas, entonces juzguémoslos. Comparemos las líneas que trazamos con
la línea modelo, y busquemos seriamente reproducir una copia fiel a partir de
ella. Sin duda habremos de llorar por nuestras frecuentes caídas, pero
estaremos ocupados con nuestro verdadero objeto, y tendremos así formado
nuestro carácter cristiano; porque, no lo olvidemos, éste es el móvil que nos
hace actuar, que forma nuestro carácter; cada objeto anhelado, forma nuestro
carácter. Si mi meta es el dinero, seré avaro; si busco el poder, seré
ambicioso; si amo las letras, seré un literato; si mi objeto es Cristo, seré
cristiano. No se trata aquí de una cuestión de vida o de salvación, sino de
cristianismo práctico. Si alguien nos pidiera que definamos en pocas palabras
qué es un cristiano, en seguida responderíamos que es un hombre cuyo objeto es
Cristo. Esto es muy simple. ¡Ojalá que podamos experimentar el poder de esta
verdad, de manera de manifestar un carácter de discípulos más sano y vigoroso,
en estos días en que tantos cristianos, lamentablemente, tienen sus
pensamientos en las cosas terrenales!
Concluiremos
este breve e imperfecto esbozo de un tema tan amplio e importante, con algunas
palabras sobre la esperanza del cristiano.
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