(Lucas 18:1-8)
La
parábola del juez injusto, —así como los párrafos antecedentes del capítulo
17—, presenta la condición del remanente judío del fin. No obstante, es muy
instructiva para nosotros los cristianos.
El
juez injusto no poseía los primeros rudimentos del conocimiento de Dios. En
esto era similar muchos dignatarios de la cristiandad actual. “Ni temía a Dios,
ni respetaba a hombre” (v. 2). Para quien no tiene dicho temor de Dios, la
sabiduría divina es letra muerta. Sin tal temor ni siquiera puede suponer el
carácter del Dios que aborrece el mal bajo todas sus formas. El alma, pues,
está sin Dios.
Tal
hombre, al no tener a Dios, sino a sí mismo como punto de comparación, sólo
obtiene este resultado: se constituye en juez de todos los hombres, salvo de sí
mismo, pues sin Dios el hombre natural es incapaz de juzgarse. Entonces se
coloca en el centro, en lugar de Dios y, sin juzgarse, juzga a los demás.
Semejante
juicio siempre lo lleva a no respetar a los hombres, a despreciarlos. Así se
levanta una estatua en medio de la bancarrota y de la ruina moral de la
humanidad; y, según su propia opinión, permanece solo e intacto sobre tales
escombros.
Como
lo veremos, el carácter de la pobre viuda es un fiel retrato del remanente
judío del fin; no obstante, ofrece un importante punto de contacto con el
nuestro. Apurémonos a comprobarlo, pues al Señor le sirvió como tema de
exhortación a sus discípulos. Éstos, así como esa viuda, debían “orar siempre,
y no desmayar” (v. 1). Ante nosotros se presenta una infinidad de necesidades,
ya sea en lo que nos concierne personalmente, sea en lo que se refiere al
pueblo de Dios, o en lo que se relacione con el mundo. Todo ello son temas de
oraciones, intercesiones y de súplicas continúas dirigidas al Dios de gracia.
He aquí lo que tenemos que hacer; pero, en circunstancias muy diferentes a las
de la viuda. Ella invocaba al juez; pero los cristianos jamás lo haríamos,
porque invocamos al Padre. El Señor, entregado a las manos de sus verdugos
dijo: “Padre, perdónalos.” La viuda dijo: “Hazme justicia (o véngame) de mi
adversario”, mientras que nosotros sólo podemos implorar la misericordia de
Dios sobre ellos. Sin embargo, en medio de las pruebas suscitadas por el mundo
contra los santos, sabemos que Dios ejerce paciencia antes de intervenir por
nosotros: “¿Y Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y
noche, aunque sea longánime acerca de ellos?” (RV 1909). Sabemos que Dios
juzgará; pero que su promesa es cierta y que usa de paciencia, “no queriendo
que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2.a Pedro
3:9).
En
la parábola, el Señor alude a los “escogidos que claman a él día y noche”, para
que se les haga justicia, como en el Salmo 83:1. Esa pobre viuda es, pues, la
figura del remanente judío que atravesará la tribulación al final de los días y
que podrá invocar con insistencia la venganza del Juez, porque dicha venganza
será para tales creyentes el único medio de liberación. Toda esa escena no nos
concierne directamente; sin embargo, además de alentarnos a orar siempre y no
desmayar, nos asegura que Dios manifiesta paciencia antes de intervenir por los
suyos por medio de juicios. De Su lado, no faltará nada: “Os digo que pronto
les hará justicia” (Lucas 18:8). Estas palabras son proféticas; pero, por
anticipación, los discípulos del Señor pudieron verificarlas como una realidad
histórica y parcial cuando Jerusalén fue destruida.
Jesús
añadió: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?”
De
hecho, el remanente judío que “clama día y noche”, se convencerá de la
intervención libertadora del “Hijo de Hombre”, solamente cuando lo vea. Será
necesario, pues, que Él aparezca ante los ojos de esos fieles para que crean.
Así
sucedió con Tomás. El Señor le dijo: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados
los que no vieron, y creyeron... No seas incrédulo, sino creyente” (Juan
20:27-29). De modo que, únicamente bajo este aspecto, el remanente será incrédulo
y no creerá en la realidad de la liberación por medio del Hijo del Hombre en
persona, por medio de Aquel a quien el pueblo crucificó en la antigüedad, hasta
que lo vean con sus ojos.
Así
que, en los versículos que estamos meditando, en los que el Señor dice: “Cuando
venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra? “no habla de aquella fe, de
la fe que acompaña a la vista, sino de la fe de los que hayan creído en la
intervención del Hijo del Hombre sin verlo. ¿La hallará quizás en uno u otro del
remanente que, bajo la influencia de reminiscencias cristianas, haya esperado
al Cristo como Hijo del Hombre, en lugar de esperar sólo en la intervención
celestial de Jehová? Es la pregunta que el Señor deja abierta en este versículo,
a la cual no se nos da respuesta. Pero, vemos el hecho de que, hasta que los
del remanente lo vean a Él, permanecerán incrédulos en relación con dicha
intervención personal. Hasta ese momento, la fe de ellos será en Dios (v. 7) a
quien, sumidos
en la
angustia, clamarán día y noche. Además, por esa misma fe en Dios, ellos sabrán que
un día él intervendrá, puesto que leemos que dirán: “¿Hasta cuándo?”
Pero,
la fe, nuestra fe en el Hijo del Hombre ahora invisible y que viene
personalmente a manifestarse mediante el juicio, para establecer su reino, a
ellos les faltará. Serán incrédulos hasta que el Hombre crucificado les muestre
sus heridas.
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