JUAN 14
Introducción
La escena solemne y las
graves palabras de Juan 13 constituyen un buen preludio para el discurso de
Juan 14. En el capítulo trece hemos visto cómo ha quedado expuesta la total
corrupción de la carne, tanto en el falso discípulo como en el verdadero. Si el
Judas carnal prefiere una insignificante suma de plata antes que, al Hijo de
Dios, será capaz de traicionar al Señor con la más vil de las delaciones
aprovechándose de Su prueba de amor. Con Pedro aprendemos que la carne del
creyente busca la credibilidad profesando el amor y la devoción a Cristo. El
hombre carnal no es otra cosa que simple barro en manos del diablo, y cuando la
carne de los santos no es juzgada se convierte en un material muy maleable para
él.
Un mal insospechado en el
círculo de los doce, la sombra de una pérdida aun mayor que iban a
experimentar, y la premonición de una negación anticiparon el desastre sobre la
pequeña compañía. Uno de ellos, el que lo va a traicionar, ha salido a la
noche. El Señor va adonde ellos no pueden ir. Pedro pronto negará a su Maestro,
y la pena, por no decir la confusión que siente el alma acecha con fuerza en
los atribulados corazones de los discípulos, como la sombra de sucesos
venideros que avanza sigilosamente entre ellos.
Pedro, que hasta este punto
había sido muy imprudente, está ahora callado. En estos últimos discursos no
vamos a oír más su voz. Por ahora todos permanecen silenciosos en presencia de
la partida del Señor que va a ser revelada, de la traición de Judas y de la
negación
inminente de Pedro. Oímos en este punto la voz del Señor
rompiendo el silencio con unas palabras que llegan al alma: «No se turbe
vuestro corazón», y que debieron de ser un bálsamo de consuelo infinito para
los corazones de esta compañía abatida por el dolor. Pero, aunque el Señor
hable solo a once, recordemos lo que alguien dijo una vez: «la audiencia es más
numerosa de lo que parece». En primer plano están los once, detrás la Iglesia
universal. Los oyentes son hombres como nosotros que representan a otros. Son
muy estimados
por
el Señor como personas, como demuestra su lenguaje afectuoso, y son preciosos a
sus ojos como representantes de todos «los que han de creer en mí por medio de
la palabra de ellos».
Este discurso destaca de manera principal porque respira
consuelo y aliento para los corazones turbados. Comienza con esas dulces
palabras, que poco antes de terminar volvemos a escuchar enteras: «No se turbe
vuestro corazón, ni tenga miedo». Los afanes de la vida diaria no son aquí el
foco principal de estudio, aunque parezca que el Señor quiera aligerarla de
ellos con estos delicados términos. Se trataba de la turbación del corazón que
perdía a Aquel cuyo amor había ganado el afecto de ellos. Un poco más adelante,
el Señor les dice: «Ahora voy al que me envió… porque os he dicho estas cosas,
la tristeza ha llenado vuestro corazón». La turbación era la causante de que
estos corazones satisfechos con la presencia de Cristo sintieran ahora,
apenados por su ausencia, el dolor de la prueba al ver cómo eran dejados en un
mundo malo.
Para curar esta turbación, el Señor nos eleva por encima del
pecado de los hombres y del fracaso de los santos a la comunión de las Personas
divinas, a las que nos une por medio de la fe con Aquel en el lugar adonde ha
ido. Nos establece en unas relaciones con el Padre en el cielo y nos pone bajo
el control del Espíritu Santo en la tierra. Para consolar nuestros corazones,
somos establecidos en unas relaciones con cada una de las Personas divinas: el
Hijo (1-3), el Padre (4-14) y el Espíritu Santo (15-26).
Mientras
discurren los discursos veremos exhortaciones en cuanto a la manifestación de
fruto y al testimonio en un mundo del que solo podemos esperar que nos
aborrezca, nos persiga y nos cause problemas. Por eso mismo, somos llamados a
hacer frente a la oposición de un mundo en el plano exterior y llevados a la
comunión con las Personas divinas en una escena íntima. La comunión santa de
ese hogar en nuestra intimidad nos da la preparación que necesitamos para hacer
frente a las pruebas del mundo exterior.
Los
discípulos en relación con Cristo Juan 14:1-3
El
discurso se inicia con las delicadas y conmovedoras palabras «No se turbe
vuestro corazón». Solo el Señor podía pronunciarlas en gracia ante la
solemnidad del momento. Justo antes había predicho la triple negación de Pedro,
y por cuanto esta predicción iba precedida por las palabras «me seguirás más
tarde» va seguida poco después por estas otras: «No se turbe vuestro corazón».
Conociendo de primera mano la traición que había cometido Judas y la negación
de Pedro, los discípulos tenían todos los motivos para sentirse turbados.
En esta primera parte del discurso el Señor habla de tres
cosas que pueden quitar del corazón nuestra turbación. En primer lugar, se
sitúa
ante nosotros como el Objeto de fe en la gloria: «Creéis en Dios… (creemos en
el Dios que jamás hemos visto y ahora el Señor se apartará de la vista de ellos
para pasar a la gloria), …creed también en mí». Como Hombre en la gloria,
Cristo viene a ser nuestro recurso y nuestra áncora del corazón. Todo lo que es
terrenal nos decepcionará y el mundo no dejará de tentarnos, como la carne, que
mirará de traicionarnos, pero Cristo en la gloria seguirá siendo el recurso
inagotable de nuestra fe. Como alguien ha dicho: «no existe consuelo duradero
fuera de Cristo». Unos leales amigos cristianos y una familia que nos quiera,
unas circunstancias favorables, una buena salud y unas óptimas perspectivas de
futuro son todo producto de esta tierra, y por este mismo motivo están abocados
al fracaso, pero solo Cristo en la gloria es en quien la fe descansa y
encuentra el recurso inagotable para su pueblo mientras dure la dilatada noche
de su ausencia.
v.
2. Acto seguido, y a fin de consolar nuestros corazones, el
Señor nos revela el nuevo hogar: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones;
si no, ya os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros».
Además de tenerlo a Él como único recurso en la gloria, tenemos la casa del
Padre como nuestro hogar de residencia. Tomemos nota de que la palabra
mansiones significa realmente moradas, es decir, un hogar del que nunca más
saldremos una vez hayamos entrado, y allí es donde moraremos. En la tierra no
tenemos ninguna residencia duradera, somos peregrinos y extranjeros aquí.
Nuestro hogar de morada está en la casa del Padre, donde hay muchas
habitaciones. En la Tierra no hubo sitio para Cristo, y dispusieron de muy poco
aquellos que eran de Él, pero en la casa del
Padre hay sitio para todos los que son de Cristo, grandes y
pequeños. Si no fuera así, Él se lo habría dicho a los discípulos. No los habría
reunido apartándolos de este mundo si en realidad no los estuviera guiando a
una escena de felicidad bien conocida por Él, como era la casa del Padre. En la
cruz preparó a su pueblo para dicho lugar, y hacia allí iba, a fin de preparar
con Su presencia en la gloria el lugar para su pueblo. Somos transportados de
esta evanescencia terrenal hasta las escenas cambiantes del tiempo para entrar
en espíritu en un mundo mejor y encontrarnos con un hogar preparado en la casa
del Padre.
v.
3. Después, el Señor pone ante nosotros, para consuelo de
nuestros corazones, su venida para recibirnos en el hogar. Cuando sea oportuno
veremos otros pasajes que nos revelarán el orden de los acontecimientos en
relación a su venida, pero ahora veremos lo que significa el gozo supremo de
que Él venga y dé por terminado nuestro peregrinaje en este desierto. Su venida
curará todos los cismas del pueblo de Dios y reunificará a los santos
dispersados y divididos. Pondrá fin al sufrimiento, a las pruebas y a las
labores denodadas de su pueblo. Nos sacará de una escena de tinieblas y muerte
para mostrarnos la entrada a un hogar de luz, vida y amor. Y por encima de
todo, nos introducirá en la compañía de Jesús para que gocemos de ella: «Os
tomaré conmigo, para que donde yo estoy vosotros también estéis». ¿Qué sería el
cielo si no estuviera Jesús? Sin ninguna duda, será algo muy bendito hallarnos
en una escena donde «nunca más habrá muerte, ni dolor ni llanto», donde
abundarán la santidad y la perfección, pero si Jesús no estuviera presente el
corazón no estaría satisfecho. La felicidad suprema de su venida es que
nosotros estaremos con Él. Mientras tanto nos acompaña por este tenebroso mundo
de muerte, y en la casa del Padre estaremos con Él en un hogar de vida eternal.
El
más noble aspecto de su venida es el que también nos revela los anhelos
secretos de su corazón. De las palabras del Señor se desprende un profundo
deseo de querer tener a su pueblo consigo para su gozo y satisfacción. Si
tenemos nuestro tesoro en el cielo, su tesoro lo tiene Él en esta tierra.
Cristo se ha ido, pero el corazón de Cristo sigue aquí. Como alguien dijo una
vez: «si su corazón está aquí Él no puede estar lejos». Con qué consuelo llenan
estos primeros versículos los corazones turbados. Cristo es en la gloria
nuestro recurso inagotable. Allí tenemos un hogar que nos espera y un Hombre
que nos está aguardando.
Veamos
también qué bendición se desprende de las enseñanzas del Señor, y lo poco que
se asemejan a las maneras de enseñar del hombre. En breve nos instruirá en
cuanto al viaje a través de este mundo y nos avisará acerca de las pruebas y
persecuciones, pero antes que nada nos revela su fin glorioso. Deberíamos
esperar hablar de estos temas tan elevados al final de este discurso; sin
embargo,
el
Señor utiliza una manera mejor y más perfecta de revelárnoslos. No dejará que
hagamos el viaje solos a través de un mundo hostil hasta no haber dado la
seguridad a nuestros corazones de que tenemos un hogar de residencia con Él en
la casa del Padre, ya que
quiere
que transitemos bajo la luz del hogar al cual conduce. Bien cierta es la
afirmación que «la travesía por este valle muda de color cuando más allá se ve
el horizonte».
Estas
revelaciones trascendentales del mundo invisible nos son presentadas con
palabras sencillas y familiares. Unas verdades que dejan en su asombro a los
más inteligentes y que cualquier niño creyente en Jesús puede llegar a
entender.