sábado, 6 de octubre de 2012

Las Dos Naturalezas del Creyente


Capítulo 3: La contundente victoria de la naturaleza nueva.
Acuérdese Ud. de nuestra historia de la gallina y de su empollamiento. Su desesperación es la imagen del estado de un gran número de personas en nuestros días. ¿A qué se debía la congoja de la pobre gallina? Sencillamente era la imposibilidad de no poder cambiar los patitos, y transformarlos a lo que su instinto natural le decía que debían de ser los polluelos. Entre más crecían, más deseosos estaban de echarse al agua tan pronto podían. Es cierto que algunas veces iban a descansar debajo de sus alas, y entonces ella se imaginaba que por fin había ganado la victoria, logrando mejorarles. Pero, ¡ay! las decepciones continuaban porque ellos iban de mal en peor. Un día la señora cuando oyó su angustioso cacareo, mandó a la hija pequeña para impedir que los patitos se echaran en la charca, porque veía que la inquietud de la gallina por estos empollados, perjudicaba seriamente el cuidado de los otros polluelos.
Esta ayuda produjo inmediatamente un verdadero sosiego a la pobre gallina, porque aunque no pudo mejorar las inclinaciones de los pequeños vagabundos, podía, sin embargo, vigilarles de más cerca.
Así también, todo el que nace del Espíritu de Dios posee instintos propios de la nueva naturaleza que tiene. Estos instintos encuentran su placer en la ley de Dios, y se someten a la dirección de su palabra. Descubre que se las tiene que ver con los instintos y deseos de un carácter del todo opuesto y propio de la naturaleza vieja. Así hay "las cosas de la carne" y "las cosas del Espíritu". Los gustos y anhelos de estas dos naturalezas son tan opuestos que se contrastan unos con otros de modo directo.
Pero lo que le molesta al recién convertido, es que él no puede hacer de la carne lo que exige la Palabra de Dios. La ley no puede ayudar a la persona nacida de nuevo, porque no le daría ninguna fuerza. En otras palabras, intenta cumplir lo que Dios declara que es completamente imposible, es decir: sujetar la carne a su santa ley (vea Ud. Romanos 8:7, 8). Encuentra que la carne quiere ocuparse de las cosas de la carne; que es enemiga de la ley de Dios y de Dios mismo.
Cuanto más el alma se esfuerce por lograr este imposible, tanto más grande será su miseria. En efecto, aplicar la ley a la carne para lograr someterla a ésta, no es hacer otra cosa que evidenciar siempre más su desesperada iniquidad. Si Ud. le echa agua a la cal viva, en lugar de enfriarla, no hace más que poner en evidencia el fuego que ella ocultaba. Lo mismo pasa con la carne; aplique Ud. la ley y sólo logrará descubrir "la iniquidad" que la carne encerraba desde antes.
"Porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado" (Romanos 3:20). También es cierto que el creyente posee una naturaleza que "quiere hacer [practicar] el bien", pero se da cuenta que el mal está en él. Cuando renuncia a la lucha desesperada es libre, porque ha fijado su mirada lejos de sí y exclama, "¡Miserable de mí! ¿Quién me librará?" Entonces le da gracias a Dios por Jesucristo.
Así ha aprendido (todo lo que es necesario para efectuar la libertad de una manera experimental) primero, que "la carne" es una cosa sin valor alguno, y que en ella no está el bien, no existe remedio para ella (Romanos 7:18; 8.7); y segundo, que aun en la nueva naturaleza, con sus excelentes deseos, no existe poder eficaz, ni para hacer el bien, ni para evitar el mal.
Pero el Espíritu de Dios, hace más que darle vida a un pecador muerto; inmediatamente se constituye en potencia de esta vida. Cuando el recién convertido cree "al Evangelio de vuestra salvación", el Espíritu Santo como una persona distinta, viene a él, y vive en él (Efesios 1:13). Está sellado para "el día de la redención", es decir, de la redención del cuerpo (Efesios 4:30). Vea Ud. Romanos 8:9-14, 16 y las propias palabras del Señor en Juan 14:17. Según 1 Corintios 6:19 su cuerpo viene a ser "templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros... y que no sois vuestros" porque "habéis sido comprados por precio".

Bajo una dirección enteramente nueva
Hace unos meses, vi el siguiente anuncio al frente de un gran edificio, que parecía un hotel: "Esta casa se abrirá de nuevo al público en breve, bajo una dirección enteramente nueva".
Por eso supuse que dicho hotel había cambiado de dueño. Dicho anuncio me puso a pensar, mientras andaba, en el pasaje que acabamos de citar (1 Corintios 6:20). La casa era la misma de antes; las ventanas, las puertas, la chimenea y las habitaciones interiores, tampoco habían cambiado; pero había un nuevo propietario y por consiguiente "una dirección nueva y distinta".
El creyente es igual: sigue siendo el mismo individuo de antes, con facultades idénticas que antes de su conversión; tal vez también con las mismas ocupaciones; las mismas circunstancias sociales le rodean, pero ha pasado a ser la propiedad personal de otro. El pertenece "a Cristo", y como tal, ahora está bajo una "dirección del todo nueva". Puesto que el Espíritu Santo mora ahora en el cuerpo del cristiano, establece en él su residencia, y en lo sucesivo gobierna la casa de acuerdo a los principios celestiales.
¡Qué solemne es todo esto, y al mismo tiempo, qué infinitamente precioso!
En esto, está la fuerza del creyente para toda actividad según Dios; en esto consiste su poder para resistir a la carne, a fin de hacer morir "las obras de la carne" (Romanos 8:13). En Gálatas 5:17, se nos dice: "Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis". Deben tener mucho cuidado de no "contristar" al que ha venido para instruirnos y "guiarnos", al Espíritu Santo de Dios, "con el cual fuisteis sellados para el día de la redención" (Efesios 4:30). Pero dirán, si la naturaleza mala todavía está en la persona convertida, siempre lista a manifestarse, a dar señales de vida, ¿cómo puede decir la palabra que cualquiera que es nacido de Dios no peca?

Note Ud. que no se trata de una cosa extraordinaria, que sólo pueden entender unas pocas personas, que según una expresión vulgar, tienen "la fe que se necesita". Este pasaje comprende el total de los que han nacido de nuevo: "Todo aquel que es nacido de Dios".
—Pero— Ud. dirá —esto contradice por completo todo lo que experimento en mí mismo, o lo que veo en los otros. Esto puede parecer cierto, pero consideremos la cosa más de cerca y con oración, recordando siempre que el primer paso para comprender la Palabra de Dios es creerla. "Por la fe entendemos" (Hebreos 11:3).
Citaré un ejemplo que a menudo lo usaba un servidor de Dios, que ahora está con el Señor, el del injerto del manzano silvestre. Sin duda, usted sabe que esta operación empieza "decapitando" el manzano silvestre, luego cuidadosamente se introduce en él el "injerto", que consiste en un pequeño tallo del manzano bueno. Se le protege con una capa de arcilla colocada alrededor de la hendedura, y se le deja crecer y desarrollar durante la primavera y el verano.
Trasladémonos en pensamiento al huerto en donde el árbol en cuestión ha sido plantado, y hablemos con el hortelano: — ¿Cómo llama Ud. este árbol? —le preguntamos.
—Un manzano— nos contesta sencillamente.
—Pero ¿por qué no dice Ud. que es en parte manzano silvestre y en parte manzano cultivado?
—Porque no se le ocurriría a un hortelano decir algo semejante. En verdad antes era manzano silvestre; pero ahora es un buen manzano en la huerta. En realidad es el mismo árbol pero, al ser decapitado, su historia como manzano silvestre terminó. Y a partir del momento en que el injerto empiece a dar señales de vida, su nueva historia como buen manzano empieza también.
—Pero ¿hay una posibilidad de que este manzano produzca manzanas silvestres?
—No, y lo que es más, no puede. Tan imposible es que el manzano cultivado produzca manzanas silvestres, como que el manzano silvestre produzca buenas manzanas.
— ¿Quiere Ud. decir, con esto, que a este árbol no le queda absolutamente nada del manzano silvestre?
—No, claro que no, pero sostengo que nada hay en él del manzano silvestre que no haya sido condenado como tal, y si diera señales de vida echando retoños del tronco viejo, inmediatamente debo podarlo y no perdonar el más pequeño retoño.
Hagamos ahora una aplicación de esta figura. El manzano silvestre representa a un hombre en su estado natural, antes de haber nacido de Dios. Su segundo nacimiento, una vida nueva es semejante a la del injerto del manzano, es producida en él por el Espíritu y la Palabra.
En sus epístolas el Apóstol Juan, habla de las cosas en general de una manera abstracta. Lo mismo que el hortelano sostenía que el árbol era un buen manzano, del mismo modo el Apóstol Juan, en el pasaje de que estamos hablando, no considera al creyente más que en relación a la nueva naturaleza, a la vida divina que posee al nacer de Dios.
Entonces así como es imposible que el manzano (considerado simplemente como tal) lleve fruto silvestre, y esto porque es un manzano; igualmente es imposible que el que es nacido de Dios (considerado como tal) practique el pecado. "Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado" (1 Juan 3:9). ¿Cómo podría pecar una naturaleza divina?
Esta naturaleza divina en realidad fue la que Cristo manifestó durante su peregrinaje en la tierra. El no pecó. ¿Cómo hubiera podido pecar? El venció al mundo. El maligno no podía tocarle. "Porque viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí" (Juan 14: 30). Pues como lo hemos visto ya, estas mismas cosas son verdaderamente en los que han nacido de Dios, de tal forma que el apóstol puede decir: "Que es verdadero en él [Cristo] y en vosotros" (1 Juan 2:8).
¡Qué maravilloso es todo esto! Bien podemos y debemos exclamar en santa adoración: "Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a El" (1 Juan 3:1).
Aun cuando el apóstol presenta la naturaleza divina, de esta manera abstracta y absoluta, no por esto pasa en silencio la existencia de la naturaleza pecadora en el creyente. Así en el capítulo 1, versículo 8 de la 1ª Epístola dice: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros". Luego en el capítulo 2, versículo 1, se nos exhorta a no pecar, y si pecamos el remedio se nos indica, a saber, el Abogado cerca del Padre, Jesucristo el Justo, quien nos hace encontrar de nuevo la comunión con el Padre, llevándonos a El como a hijos suyos extraviados y nos lleva a reconocer nuestra locura y confesar nuestros pecados.
Tenemos, además, en el versículo 9, la seguridad consoladora que: "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad". ¿Por qué fiel y justo? Porque Jesucristo el justo, nos hizo plena justicia para siempre, cuando derramó su preciosa sangre en la cruz.

Liberación del creyente de la antigua posición de Adán
En las epístolas de Pablo, el Espíritu Santo nos presenta la completa liberación del creyente de la antigua posición en Adán, y nos da a conocer su posición completamente justificado y perfectamente aceptado en Cristo. Nos enseña también que aunque existan, en verdad, dos naturalezas diferentes en el creyente. Dios da por terminada nuestra vieja condición de manzano silvestre.
Judicialmente en la cruz, nuestro viejo hombre queda crucificado con Cristo, quedamos "circuncidados" como hombres en la carne (Colosenses 2:11), y ya no somos considerados como tales. Por esto también puede hablar del tiempo en que nos hallábamos en la carne (Romanos 7:5), y en Romanos 8:9, puede sencillamente afirmar que no estamos en la carne, sino en el Espíritu. Esto es como el árbol que, si pudiera hablar, diría: "Yo no he perdido mi individualidad como árbol, pero mientras en el pasado, yo era un manzano silvestre en plena selva, ahora soy un manzano propio para fructificar en el huerto".
Es muy precioso saber que Dios no nos ve ya ligados — unidos — a la vida condenada del primer Adán, sino a la vida de resurrección de Cristo, el segundo Adán. El dice, "Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Colosenses 3:3). "Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús" (Romanos 8:1).

¿A cuál naturaleza debo alimentar?
Hemos visto que hay dos naturalezas, y que con sus diferentes orígenes tienen gustos completamente distintos; existen pues "las cosas de la carne" y "las del Espíritu". No olvidemos que estas dos naturalezas reclaman a diario nuestra atención a sus respectivas necesidades. Vea Ud. dos pajarillos pequeñitos en un nido de gorriones; ambos piden de comer con desesperación. Un pichoncito apenas roto el cascarón, también grita en el nido: "Denme de comer", y en el mismo nido un pequeño gorrión grita igualmente. Lo mismo sucede con las dos naturalezas, solamente, que mientras los dos pajaritos prosperan con el mismo alimento, en el creyente lo que nutre la vieja naturaleza no tiene elemento nutritivo alguno para la nueva, y lo que es alimenticio para la nueva, repugna absolutamente a la vieja.
Es en vista de esto, que se nos exhorta en Romanos 13:14: "No proveáis para los deseos de la carne", y en 1 Pedro, 2:11 "Que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma". En otra parte se nos exhorta: "Desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación" (1 Pedro, 2:2). Velemos, pues, como centinelas activos, y que todo lo que hagamos, digamos, leamos y pensemos, lo probemos por medio de esta pregunta: Lo que hago ¿alimenta a la nueva naturaleza, o es la carne la que se aprovecha?
No dejen pasar nada por alto de lo que nutre a la carne, y que puede "batallar contra el alma". ¡Cuántas dificultades serían resueltas por esta simple pregunta! No olvidemos que, aparte de la cuestión de la salvación del alma, el que "siembra para la carne", y el que "siembra para el Espíritu", recogerán los frutos correspondientes en este mundo. "Pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción" (Gálatas 6:7, 8). No se debe confundir jamás la mano del Padre en gobierno con el amor del corazón del Padre.
Aunque sea un asunto distinto al que este folleto tiene por objeto, quiero antes de terminar, decir dos palabras respecto al gobierno del Padre sobre nosotros sus amados hijos en y por Cristo. Seguramente muchas veces y contra su voluntad, el Padre, se ve, a pesar de su indecible amor por nosotros, en el deber de castigarnos y azotarnos. Pero, si lo hace, lo hace "para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad."
De esta manera somos llevados a hacer morir nuestros "miembros que están sobre la tierra". Porque si estos obran, negamos, de un modo práctico, lo que somos en Cristo delante de Dios. Dejar obrar la carne es tan malo, como el dejar sin cortar los retoños que brotan en el viejo tronco del manzano injertado; éstos pondrían en peligro y en duda su injerto y no parecería, moralmente, cambiado. Nosotros estamos en el mismo caso; no pareceríamos cristianos, es decir, nacidos de Dios, nuevas criaturas.
Si no nos juzgamos a nosotros mismos y condenamos todo lo que en nosotros es contra Dios, el Padre tendrá que hacerlo porque nos ama y nos quiere vivos en el Espíritu.
¡Qué nos sea concedido el ser caracterizado por una conciencia más sensible, y por una mayor desconfianza de nosotros mismos! ¡Qué el Señor sea, de día en día, más evidentemente nuestro único sustento, y su preciosa palabra de vida, nuestra delicia!

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