Capítulo
3: La
contundente victoria de la naturaleza nueva.
Acuérdese Ud. de nuestra historia de la gallina y de su empollamiento.
Su desesperación es la imagen del estado de un gran número de personas en
nuestros días. ¿A qué se debía la congoja de la pobre gallina? Sencillamente
era la imposibilidad de no poder cambiar los patitos, y transformarlos a lo que
su instinto natural le decía que debían de ser los polluelos. Entre más
crecían, más deseosos estaban de echarse al agua tan pronto podían. Es cierto
que algunas veces iban a descansar debajo de sus alas, y entonces ella se imaginaba
que por fin había ganado la victoria, logrando mejorarles. Pero, ¡ay! las
decepciones continuaban porque ellos iban de mal en peor. Un día la señora
cuando oyó su angustioso cacareo, mandó a la hija pequeña para impedir que los
patitos se echaran en la charca, porque veía que la inquietud de la gallina por
estos empollados, perjudicaba seriamente el cuidado de los otros polluelos.
Esta ayuda produjo inmediatamente un verdadero sosiego a la pobre
gallina, porque aunque no pudo mejorar las inclinaciones de los pequeños vagabundos,
podía, sin embargo, vigilarles de más cerca.
Así también, todo el que nace del Espíritu de Dios posee instintos
propios de la nueva naturaleza que tiene. Estos instintos encuentran su placer
en la ley de Dios, y se someten a la dirección de su palabra. Descubre que se
las tiene que ver con los instintos y deseos de un carácter del todo opuesto y
propio de la naturaleza vieja. Así hay "las cosas de la carne" y
"las cosas del Espíritu". Los gustos y anhelos de estas dos
naturalezas son tan opuestos que se contrastan unos con otros de modo directo.
Pero lo que le molesta al recién convertido, es que él no puede hacer de
la carne lo que exige la Palabra de Dios. La ley no puede ayudar a la persona
nacida de nuevo, porque no le daría ninguna fuerza. En otras palabras, intenta
cumplir lo que Dios declara que es completamente imposible, es decir: sujetar
la carne a su santa ley (vea Ud. Romanos 8:7, 8). Encuentra que la carne quiere
ocuparse de las cosas de la carne; que es enemiga de la ley de Dios y de Dios
mismo.
Cuanto más el alma se esfuerce por lograr este imposible, tanto más
grande será su miseria. En efecto, aplicar la ley a la carne para lograr
someterla a ésta, no es hacer otra cosa que evidenciar siempre más su
desesperada iniquidad. Si Ud. le echa agua a la cal viva, en lugar de
enfriarla, no hace más que poner en evidencia el fuego que ella ocultaba. Lo
mismo pasa con la carne; aplique Ud. la ley y sólo logrará descubrir "la
iniquidad" que la carne encerraba desde antes.
"Porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado"
(Romanos 3:20). También es cierto que el creyente posee una naturaleza que
"quiere hacer [practicar] el bien", pero se da cuenta que el mal está
en él. Cuando renuncia a la lucha desesperada es libre, porque ha fijado su
mirada lejos de sí y exclama, "¡Miserable de mí! ¿Quién me librará?"
Entonces le da gracias a Dios por Jesucristo.
Así ha aprendido (todo lo que es necesario para efectuar la libertad de
una manera experimental) primero, que "la carne" es una cosa sin
valor alguno, y que en ella no está el bien, no existe remedio para ella
(Romanos 7:18; 8.7); y segundo, que aun en la nueva naturaleza, con sus
excelentes deseos, no existe poder eficaz, ni para hacer el bien, ni para
evitar el mal.
Pero el Espíritu de Dios, hace más que darle vida a un pecador muerto;
inmediatamente se constituye en potencia de esta vida. Cuando el recién
convertido cree "al Evangelio de vuestra salvación", el Espíritu
Santo como una persona distinta, viene a él, y vive en él (Efesios 1:13). Está
sellado para "el día de la redención", es decir, de la redención del
cuerpo (Efesios 4:30). Vea Ud. Romanos 8:9-14, 16 y las propias palabras del
Señor en Juan 14:17. Según 1 Corintios 6:19 su cuerpo viene a ser "templo
del Espíritu Santo, el cual está en vosotros... y que no sois vuestros" porque
"habéis sido comprados por precio".
Bajo una dirección enteramente nueva
Hace unos meses, vi el siguiente anuncio al frente de un gran edificio,
que parecía un hotel: "Esta casa se abrirá de nuevo al público en breve,
bajo una dirección enteramente nueva".
Por eso supuse que dicho hotel había cambiado de dueño. Dicho anuncio me
puso a pensar, mientras andaba, en el pasaje que acabamos de citar (1 Corintios
6:20). La casa era la misma de antes; las ventanas, las puertas, la chimenea y
las habitaciones interiores, tampoco habían cambiado; pero había un nuevo propietario
y por consiguiente "una dirección nueva y distinta".
El creyente es igual: sigue siendo el mismo individuo de antes, con
facultades idénticas que antes de su conversión; tal vez también con las mismas
ocupaciones; las mismas circunstancias sociales le rodean, pero ha pasado a ser
la propiedad personal de otro. El pertenece "a Cristo", y como tal,
ahora está bajo una "dirección del todo nueva". Puesto que el
Espíritu Santo mora ahora en el cuerpo del cristiano, establece en él su
residencia, y en lo sucesivo gobierna la casa de acuerdo a los principios
celestiales.
¡Qué solemne es todo esto, y al mismo tiempo, qué infinitamente
precioso!
En esto, está la fuerza del creyente para toda actividad según Dios; en
esto consiste su poder para resistir a la carne, a fin de hacer morir "las
obras de la carne" (Romanos 8:13). En Gálatas 5:17, se nos dice:
"Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es
contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis".
Deben tener mucho cuidado de no "contristar" al que ha venido para instruirnos
y "guiarnos", al Espíritu Santo de Dios, "con el cual fuisteis
sellados para el día de la redención" (Efesios 4:30). Pero dirán, si la
naturaleza mala todavía está en la persona convertida, siempre lista a
manifestarse, a dar señales de vida, ¿cómo puede decir la palabra que
cualquiera que es nacido de Dios no peca?
Note Ud. que no se trata de una cosa extraordinaria, que sólo pueden
entender unas pocas personas, que según una expresión vulgar, tienen "la
fe que se necesita". Este pasaje comprende el total de los que han nacido
de nuevo: "Todo aquel que es nacido de Dios".
—Pero— Ud. dirá —esto contradice por completo todo lo que experimento en
mí mismo, o lo que veo en los otros. Esto puede parecer cierto, pero consideremos
la cosa más de cerca y con oración, recordando siempre que el primer paso para
comprender la Palabra de Dios es creerla. "Por la fe entendemos"
(Hebreos 11:3).
Citaré un ejemplo que a menudo lo usaba un servidor de Dios, que ahora
está con el Señor, el del injerto del manzano silvestre. Sin duda, usted sabe
que esta operación empieza "decapitando" el manzano silvestre, luego
cuidadosamente se introduce en él el "injerto", que consiste en un
pequeño tallo del manzano bueno. Se le protege con una capa de arcilla colocada
alrededor de la hendedura, y se le deja crecer y desarrollar durante la
primavera y el verano.
Trasladémonos en pensamiento al huerto en donde el árbol en cuestión ha
sido plantado, y hablemos con el hortelano: — ¿Cómo llama Ud. este árbol? —le
preguntamos.
—Un manzano— nos contesta sencillamente.
—Pero ¿por qué no dice Ud. que es en parte manzano silvestre y en parte
manzano cultivado?
—Porque no se le ocurriría a un hortelano decir algo semejante. En
verdad antes era manzano silvestre; pero ahora es un buen manzano en la huerta.
En realidad es el mismo árbol pero, al ser decapitado, su historia como manzano
silvestre terminó. Y a partir del momento en que el injerto empiece a dar
señales de vida, su nueva historia como buen manzano empieza también.
—Pero ¿hay una posibilidad de que este manzano produzca manzanas
silvestres?
—No, y lo que es más, no puede. Tan imposible es que el manzano
cultivado produzca manzanas silvestres, como que el manzano silvestre produzca
buenas manzanas.
— ¿Quiere Ud. decir, con esto, que a este árbol no le queda
absolutamente nada del manzano silvestre?
—No, claro que no, pero sostengo que nada hay en él del manzano
silvestre que no haya sido condenado como tal, y si diera señales de vida
echando retoños del tronco viejo, inmediatamente debo podarlo y no perdonar el
más pequeño retoño.
Hagamos ahora una aplicación de esta figura. El manzano silvestre
representa a un hombre en su estado natural, antes de haber nacido de Dios. Su
segundo nacimiento, una vida nueva es semejante a la del injerto del manzano,
es producida en él por el Espíritu y la Palabra.
En sus epístolas el Apóstol Juan, habla de las cosas en general de una
manera abstracta. Lo mismo que el hortelano sostenía que el árbol era un buen
manzano, del mismo modo el Apóstol Juan, en el pasaje de que estamos hablando,
no considera al creyente más que en relación a la nueva naturaleza, a la vida
divina que posee al nacer de Dios.
Entonces así como es imposible que el manzano (considerado simplemente
como tal) lleve fruto silvestre, y esto porque es un manzano; igualmente es imposible
que el que es nacido de Dios (considerado como tal) practique el pecado.
"Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado" (1 Juan
3:9). ¿Cómo podría pecar una naturaleza divina?
Esta naturaleza divina en realidad fue la que Cristo manifestó durante
su peregrinaje en la tierra. El no pecó. ¿Cómo hubiera podido pecar? El venció
al mundo. El maligno no podía tocarle. "Porque viene el príncipe de este
mundo, y él nada tiene en mí" (Juan 14: 30). Pues como lo hemos visto ya,
estas mismas cosas son verdaderamente en los que han nacido de Dios, de tal
forma que el apóstol puede decir: "Que es verdadero en él [Cristo] y en
vosotros" (1 Juan 2:8).
¡Qué maravilloso es todo esto! Bien podemos y debemos exclamar en santa
adoración: "Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados
hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a El"
(1 Juan 3:1).
Aun cuando el apóstol presenta la naturaleza divina, de esta manera
abstracta y absoluta, no por esto pasa en silencio la existencia de la
naturaleza pecadora en el creyente. Así en el capítulo 1, versículo 8 de la 1ª
Epístola dice: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros
mismos, y la verdad no está en nosotros". Luego en el capítulo 2,
versículo 1, se nos exhorta a no pecar, y si pecamos el remedio se nos indica,
a saber, el Abogado cerca del Padre, Jesucristo el Justo, quien nos hace
encontrar de nuevo la comunión con el Padre, llevándonos a El como a hijos
suyos extraviados y nos lleva a reconocer nuestra locura y confesar nuestros
pecados.
Tenemos, además, en el versículo 9, la seguridad consoladora que:
"Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros
pecados, y limpiarnos de toda maldad". ¿Por qué fiel y justo? Porque
Jesucristo el justo, nos hizo plena justicia para siempre, cuando derramó su
preciosa sangre en la cruz.
Liberación del creyente de la antigua posición de Adán
En las epístolas de Pablo, el Espíritu Santo nos presenta la completa
liberación del creyente de la antigua posición en Adán, y nos da a conocer su
posición completamente justificado y perfectamente aceptado en Cristo. Nos
enseña también que aunque existan, en verdad, dos naturalezas diferentes en el
creyente. Dios da por terminada nuestra vieja condición de manzano silvestre.
Judicialmente en la cruz, nuestro viejo hombre queda crucificado con
Cristo, quedamos "circuncidados" como hombres en la carne (Colosenses
2:11), y ya no somos considerados como tales. Por esto también puede hablar del
tiempo en que nos hallábamos en la carne (Romanos 7:5), y en Romanos 8:9, puede
sencillamente afirmar que no estamos en la carne, sino en el Espíritu. Esto es
como el árbol que, si pudiera hablar, diría: "Yo no he perdido mi
individualidad como árbol, pero mientras en el pasado, yo era un manzano
silvestre en plena selva, ahora soy un manzano propio para fructificar en el
huerto".
Es muy precioso saber que Dios no nos ve ya ligados — unidos — a la vida
condenada del primer Adán, sino a la vida de resurrección de Cristo, el segundo
Adán. El dice, "Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con
Cristo en Dios" (Colosenses 3:3). "Ahora pues, ninguna condenación
hay para los que están en Cristo Jesús" (Romanos 8:1).
¿A cuál naturaleza debo alimentar?
Hemos visto que hay dos naturalezas, y que con sus diferentes orígenes
tienen gustos completamente distintos; existen pues "las cosas de la
carne" y "las del Espíritu". No olvidemos que estas dos naturalezas
reclaman a diario nuestra atención a sus respectivas necesidades. Vea Ud. dos
pajarillos pequeñitos en un nido de gorriones; ambos piden de comer con desesperación.
Un pichoncito apenas roto el cascarón, también grita en el nido: "Denme de
comer", y en el mismo nido un pequeño gorrión grita igualmente. Lo mismo
sucede con las dos naturalezas, solamente, que mientras los dos pajaritos
prosperan con el mismo alimento, en el creyente lo que nutre la vieja naturaleza
no tiene elemento nutritivo alguno para la nueva, y lo que es alimenticio para
la nueva, repugna absolutamente a la vieja.
Es en vista de esto, que se nos exhorta en Romanos 13:14: "No
proveáis para los deseos de la carne", y en 1 Pedro, 2:11 "Que os
abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma". En otra
parte se nos exhorta: "Desead, como niños recién nacidos, la leche
espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación" (1
Pedro, 2:2). Velemos, pues, como centinelas activos, y que todo lo que hagamos,
digamos, leamos y pensemos, lo probemos por medio de esta pregunta: Lo que hago
¿alimenta a la nueva naturaleza, o es la carne la que se aprovecha?
No dejen pasar nada por alto de lo que nutre a la carne, y que puede
"batallar contra el alma". ¡Cuántas dificultades serían resueltas por
esta simple pregunta! No olvidemos que, aparte de la cuestión de la salvación
del alma, el que "siembra para la carne", y el que "siembra para
el Espíritu", recogerán los frutos correspondientes en este mundo.
"Pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que
siembra para su carne, de la carne segará corrupción" (Gálatas 6:7, 8). No
se debe confundir jamás la mano del Padre en gobierno con el amor del corazón
del Padre.
Aunque sea un asunto distinto al que este folleto tiene por objeto,
quiero antes de terminar, decir dos palabras respecto al gobierno del Padre
sobre nosotros sus amados hijos en y por Cristo. Seguramente muchas veces y
contra su voluntad, el Padre, se ve, a pesar de su indecible amor por nosotros,
en el deber de castigarnos y azotarnos. Pero, si lo hace, lo hace "para lo
que nos es provechoso, para que participemos de su santidad."
De esta manera somos llevados a hacer morir nuestros "miembros que
están sobre la tierra". Porque si estos obran, negamos, de un modo
práctico, lo que somos en Cristo delante de Dios. Dejar obrar la carne es tan
malo, como el dejar sin cortar los retoños que brotan en el viejo tronco del
manzano injertado; éstos pondrían en peligro y en duda su injerto y no parecería,
moralmente, cambiado. Nosotros estamos en el mismo caso; no pareceríamos
cristianos, es decir, nacidos de Dios, nuevas criaturas.
Si no nos juzgamos a nosotros mismos y condenamos todo lo que en
nosotros es contra Dios, el Padre tendrá que hacerlo porque nos ama y nos
quiere vivos en el Espíritu.
¡Qué nos sea concedido el
ser caracterizado por una conciencia más sensible, y por una mayor desconfianza
de nosotros mismos! ¡Qué el Señor sea, de día en día, más evidentemente nuestro
único sustento, y su preciosa palabra de vida, nuestra delicia!
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