miércoles, 1 de octubre de 2014

LA MISERICORDIA

La misericordia es un aspecto del amor divino, tal como lo es la bondad, la gracia, la compasión. Es el sentimiento que lleva a la piedad y al socorro del mise­rable. El significado original es « un corazón sensible a la miseria».
La misericordia de Dios se ejerce en favor del hombre pecador y prosigue para con el creyente. Fue "por la entrañable misericordia de nuestro Dios... que nos visitó desde lo alto la aurora" (Lucas 1: 78), pues él "es rico en misericordia" (Efesios 2: 4). Salvados por su propia misericordia, somos llevados a bendecirle por su grande misericordia (Tito 3: 5; 1 Pedro 1: 3).
También el creyente tiene necesidad de la vigi­lancia de aquel que es el "Padre de misericordias" (2 Corintios 1: 3). Nuestro estado atrae la conmisera­ción divina que nos presta ayuda, nos advierte y se inte­resa por todos los detalles de nuestra vida. Es necesaria para todo creyente, individualmente. Esto explica por qué no encontramos la palabra "misericordia" en los saludos de las epístolas dirigidas a las asambleas. Si la encontramos en la epístola de Judas —la cual se dirige a todos los hijos de Dios— es porque el testimonio cris­tiano tiende a ser más y más individual.
Si bien éramos otrora vasos de ira, Dios hizo de nosotros "vasos de misericordia" (Romanos 9:23). Sostenidos actualmente por la actividad de nuestro "misericordioso y fiel sumo sacerdote" (Hebreos 2: 17), esperamos aún "la misericordia de nuestro Señor Jesu­cristo para vida eterna" (Judas 21). Ésta será la última manifestación de la misericordia: nuestra introducción en la vida eterna, cuando él venga a buscarnos.
Durante esta espera nosotros mismos tenemos que experimentar tales sentimientos. El Señor, cuando se dirigió al pueblo desde el monte, ¿no dijo: "Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es miseri­cordioso”? (Lucas 6: 36). Y el apóstol, ¿no nos exhorta a vestirnos de "entrañable misericordia”? (Colosenses 3: 12). Ésta es, efectivamente, uno de los frutos de la sabiduría de lo alto, la que está llena de misericordia (Santiago 3: 17).

La Bonne Nouvelle.

EL NOMBRE DE JESÚS…

…tal como está presentado en la epístola a los Hebreos
Hay una dulzura muy singular en el nombre de Jesús. No es su título oficial, sino su nombre personal; y este nombre personal del Señor tuvo, como para nosotros hoy, un atractivo y una suavidad particulares.
En la carta a los Hebreos hallamos el nombre de "Jesús" con mayor frecuencia, tal vez, que en las otras epístolas. Comprenderemos este hecho si recordamos que los hebreos estaban acostumbrados a la presencia de un sumo sacerdote y a un servicio levítico de carácter más o menos oficial Por lo tanto, venía muy al caso "presentarles al Señor Jesús en la simple majestad de su nombre personal.
Quisiera que detuviésemos un momento nuestro pensamiento sobre su Persona, tal como nos está des­cripta en el capítulo 2: 6-9: el Hombre glorificado, aquel en quien se cumplen todos los designios de Dios acerca del hombre.
"Todo lo sujetaste bajo sus pies", pero esto no lo vemos todavía. Mientras tanto, tenemos un precioso anticipo: disfrutamos del privilegio de levantar los ojos a los cielos abiertos, donde nuestra mirada se encuentra con Jesús. Lo vemos coronado de gloria y de honra, y nuestros corazones pueden decir: Es digno del lugar que ocupa; es digno de esa gloria suya; es digno de su corona aquel que, por la gracia de Dios, gustó la muerte por todo, por todo lo que le pertenecía a Dios y que estaba enajenado_____________________
En el capítulo 3:1, se nos invita a considerarle. ¡Qué ocupación para nosotros, para nuestro corazón, alma y espíritu! A menudo la olvidamos. Reconoce­mos que nuestro corazón necesita estar pendiente del Señor Jesús, pero pensamos que nuestro espíritu necesita otros temas para distraerse algo. Pero el Señor Jesús es suficiente, tanto para el espíritu como para el corazón.
“¡Considerad a... Jesús!", a aquel que vino hasta nosotros de parte de Dios, al enviado, al apóstol de Dios para el hombre. ¡Oh, qué embajador de paz y de  amor fue el apóstol de nuestra profesión! Fue asimismo el sumo sacerdote que iba del hombre a Dios. Así que aquel que estuvo aquí cual apóstol venido de Dios hacia el hombre, es ahora el sumo sacerdote del creyente hacia Dios. En la tierra y en el cielo, conside­radle a él, al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profe­sión, a Jesús. Somos participantes del llamamiento celestial, y somos celestiales porque él es celestial.
El apóstol habla de nosotros cual "hermanos san­tos, participantes del llamamiento celestial" (Hebreos 3: 1). Luego, en el capítulo 4: 14, nos exhorta diciendo: "Retengamos nuestra profesión", basada en la preciosa verdad de que tenemos un gran sumo sacerdote que penetró los cielos, Jesús, el Hijo de Dios. Como en otro tiempo el sumo sacerdote entraba en el lugar santo del tabernáculo y en el gran día de las expiaciones en el lugar santísimo, así también nosotros tenemos a aquel que traspasó los cielos para entrar en el lugar santísimo, y está allí ahora, lleno de comprensión, para socorrernos, para interesarse en nuestras dificultades y flaquezas, en nuestras pruebas y tristezas, prestándonos ayuda como solamente él puede hacerlo. Podemos hablar de la gracia siempre actual del Salvador. Podemos pensar en su gracia pasada, la que le hizo descender hasta nosotros y la cual manifestó en toda su vida, la que resplandeció en la cruz y brilla aun ahora en todo su esplendor.
¡Cómo Dios proveyó a todo rica y perfectamente, no sólo en el pasado (frente a nuestra condición de pecadores), sino también en el presente y en el porvenir de gozo y bendición que nos espera cuando estemos "siempre con el Señor"! (1 Tesalonicenses 4: 17). "Te­niendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios" (hebreos 4: 14) y sabiendo que necesitamos misericordia y gracia, se nos invita a acer­carnos confiadamente a él para alcanzar estas dos cosas: misericordia para el viaje, puesto que somos débiles, y gracia para el combate, puesto que necesita­mos socorro.
Capítulo 6: 17-20: ¡Qué gracia de parte de Dios, no solamente al darnos su Palabra, sino también al confirmarla por medio de un juramento! El precursor que entró por nosotros hasta dentro del velo nos da la seguridad, la garantía de la gloria que nos ha sido prometida y que está delante de nosotros. Él entró en los cielos y este hecho proporciona a nuestra esperanza un carácter celestial, porque él mismo está allí.
¿Quién podrá dudar de su salvación, puesto que aquel que llevó nuestros pecados entró en los cielos? Es la certeza más grande que se puede tener.
¡Qué firme consuelo tenemos! Es realmente un ancla del alma, la que penetra hasta dentro del velo, donde el precursor penetró por nosotros, Jesús, "hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec". Nuestra atención, nuestros pensamientos, nues­tro espíritu, nuestro corazón están fijos sobre él en el cielo donde está ahora.
Capítulo 7: 20-22: "Por tanto, Jesús es hecho fia­dor de un mejor pacto". Él vino a ser responsable de ese pacto. ¡Qué diferencia con Adán e Israel, quienes, tan pronto como recibieron el pacto, lo traspasaron! (Oseas 6: 7). Pero aquí, aquel que lo garantizó es Jesús, y su sangre es el fundamento de "un mejor pacto".
Capítulo 10: 19: Nosotros, que antes éramos peca­dores, sin ningún derecho ni posibilidad de entrar en el santuario (la presencia divina), a causa de nuestras cul­pas y del velo con que Dios se ocultaba al hombre, ahora estamos invitados a allegarnos con plena certi­dumbre de fe como consecuencia de la purificación de nuestros pecados por la sangre de Jesús y por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo mediante su sacrificio.
Capítulo 12: 2: El único medio por el cual pode­mos proseguir la carrera cristiana consiste en poner los ojos en Jesús. Es aquel que alienta, alegra y consuela. Por difícil que sea el camino, él lo abrió para nosotros. Si consideramos la senda, veremos en ella muchas pie­dras; si nos miramos a nosotros mismos, hallaremos la flaqueza de nuestro andar; mas fijando los ojos en Jesús vemos al autor y consumador de la fe. El capítulo 11 nos habla de hombres y mujeres que tuvieron una fe notable y esto nos maravilla; pero ellos son eclipsados por Jesús, como lo son todas las cosas de esta epístola. Los ángeles, Moisés, Aarón, todos los hombres de fe desaparecen frente al "autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz" (12: 2). Poniendo los ojos en Jesús, podemos acabar la carrera y hacerlo con paciencia.
Capítulo 12:22-24: Es hermoso considerar en estos versículos aquello a lo cual han llegado los san­tos: el monte de Sion, la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, la compañía de muchos millares de ángeles, etc.; pero hoy quisiera solamente llamar vues­tra atención sobre estas palabras: "Os habéis acer­cado... a Jesús". Él es presentado aquí como el media­dor de un pacto enteramente nuevo. En el capítulo 7 lo hemos visto como "fiador de un mejor pacto" y ahora como "Mediador del nuevo pacto". ¡Qué con­traste entre la voz de su sangre —que pregona gra­cia y perdón — y la de Abel, que clama a Dios desde la tierra!
Capítulo 13:10-13: Demos gracias a Dios por estas dos palabritas: "A él". Si se hubiera escrito sola­mente: "Salgamos, pues... fuera del campamento", ¿quién se arriesgaría? Pero es "a él (Jesús) fuera del campamento". Él está fuera, ¡preciosa compañía para los que salen!
El ciego del capítulo 9 de Juan, quien había sido echado de la sinagoga —lo que era algo terrible para un judío — descubrió que también Jesús había sido puesto fuera, y, habiéndolo él hallado, le pregunta: "¿Crees tú en el Hijo de Dios? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en él? Le dijo Jesús: Pues le has visto, y el que habla contigo, él es. Y él dijo: Creo, Señor; y le adoró" (Juan 9: 35-38). De ciego y mendigo que era, vino a ser un adorador del Hijo de Dios.
"Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, lle­vando su vituperio", y "ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza" (Hebreos 13: 13 y 15). ¿No es un blanco glorioso que debemos alcanzar?

Hemos visto en esta epístola a Jesús coronado de gloria y de honra, a Jesús el apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, a Jesús un gran sumo sacerdote, que atravesó los cielos, a Jesús el precursor que fue delante de nosotros, a Jesús el fiador sobre el cual todo reposa, a Jesús por cuya sangre podemos entrar en el santuario, a Jesús el autor y consumador de la fe, sobre el cual podemos fijar los ojos, a Jesús el mediador de un nuevo pacto, a Jesús al cual podemos salir fuera del campamento y cuyo nombre tenemos que confesar, a Jesús por el cual ofrecemos a Dios siempre "sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre".

El “Otro Consolador” (PARTE I)

Son tantas las opiniones erróneas que han surgido en medio de la cristiandad actual referentes al Espíritu Santo y a su actividad en la tierra, que es necesario referirse sin cesar a las enseñanzas que guardan armonía con las Sagradas Escrituras. Nos ayudan a distanciarnos de tendencias malsanas y a examinarnos para saber si estamos abiertos a una real actividad del Espíritu o no.
Que el tema cuyo estudio vamos a emprender nos ayude a recordar las verdades conocidas de muchos creyentes, pero que son tan fácilmente perdidas de vista.

El Espíritu Santo es una persona de la Deidad
Cuando Jesús se hizo bautizar en el Jordán, Dios fue revelado en su Trinidad: el Hijo de Dios estaba allí como hombre en la tierra, y empezaba su servicio; la voz de Dios el Padre vino del cielo, diciendo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia”; el Espíritu de Dios descendió “como paloma” sobre el Hijo de Dios hecho hombre (Mateo 3:13-17). Cuando el Señor Jesús, antes de su ascensión al cielo, encomendó a sus discípulos la gran misión de llevar el Evangelio al mundo entero, les dio la siguiente orden: “Por tanto, id... bautizándolos (a las naciones) en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mateo 28:19): un carácter importante del bautismo cristiano.
Numerosos pasajes del Nuevo Testamento demuestran que el Espíritu Santo no es solamente una «influencia» indescriptible que dimana de Dios, ni una «influencia» sobrehumana que él generara. Es más bien una persona, autónoma en pensamiento, en palabras y en hechos. Las expresiones siguientes aparecen repetidas veces: “el Espíritu todo lo escudriña”, el Espíritu habla, da testimonio, enseña, ordena, guía; el Espíritu envía a Bernabé y Pablo, arrebata a Felipe, intercede por nosotros, etc.
En la cristiandad actual, ¡cuántas cosas cuyo origen es de hecho humano, impuro o aun demoníaco, son atribuidas al Espíritu de Dios! No se puede, pues, insistir suficientemente en la verdad de que el Espíritu tiene los mismos caracteres que los del Padre y del Hijo. Como Dios —el Padre y el Hijo— es santo (Juan 17:11), así también la Palabra lo llama expresa e intencionalmente el Espíritu Santo (Lucas 1:35), en contraste con el espíritu del hombre que no es santo, o bien con los espíritus maléficos. Permanece separado de la injusticia o de la impureza bajo todas sus formas. — Como el Señor Jesús dice de sí mismo: “Yo soy... la verdad” (Juan 14:6), de la misma manera el Espíritu es llamado repetidas veces “el Espíritu de verdad” (14:17). — Dios es amor y el Espíritu es igualmente un Espíritu de amor (2 Timoteo 1:7). — El fruto del Espíritu, todas sus manifestaciones en la vida del creyente están en perfecto acuerdo con el carácter de Dios (Gálatas 5:22-23).

El Espíritu Santo, el “otro Consolador”[1], iba a venir a la tierra
Dios no mandó a su Hijo al mundo para que se quedara en la tierra. Jesús sabía “que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre” (Juan 13:1). Esta hora llegó cuando Jesucristo hubo cumplido el mandato que Dios el Padre le había encomendado en su primera venida al mundo, y esto para Su plena gloria y Su entera satisfacción.
Pero ¿qué le pasó a la “manada pequeña” que creía en él y que él dejó en el mundo cuando partió? Hasta entonces, la había guardado y protegido de acuerdo con el nombre del Padre, de manera que ninguno de los suyos pereciese, salvo Judas, el hijo de perdición (Juan 17:12). Jesús se hallaba todo el tiempo cerca de sus discípulos; allí es donde se le podía ver. Estaban bien guardados en su mano y por su amor maravilloso. Les enseñaba, contestaba sus preguntas y resolvía sus problemas. Siempre podían llegarse a él con sus desamparos, sus angustias, sus dificultades y sus necesidades. En su proximidad, su corazón hallaba siempre sosiego, paz y gozo. El Señor era para ellos un Consolador perfecto. De esto los evangelios dan testimonio. Entonces comprendemos muy bien que la noticia de su regreso al Padre, donde ya no lo podrían ver, los llenara de tristeza (16:19-22).
Pero el Señor mismo sabía que, después de su partida, “otro Consolador” (14:16-17) vendría hacia los suyos y que estaría cerca de ellos por la eternidad. No solamente estaría cerca de la “manada pequeña” de aquellos días, sino también con la Iglesia entera que estaría en la tierra desde entonces y hasta su regreso. Este “otro Consolador” sería el Espíritu Santo que el Padre iba a enviarles en el nombre de Jesús (14:26)
Este cambio ¿les produciría una pérdida a los discípulos? Lo pensaban, porque ¡aún sabían tan pocas cosas sobre la persona del Espíritu Santo y su oficio! Pero el Señor Jesús conocía el cambio maravilloso que resultaría de la morada del Espíritu en los creyentes; por eso les dice: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros; más si me fuere, os lo enviaré” (16:7).

Jesús describe la obra del Espíritu entre los suyos
Antes de subir al cielo, el Resucitado dijo a sus discípulos: “Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas. He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lucas 24:46-49; compárese con Hechos 1:8). Tenemos el privilegio de ser testigos suyos en un mundo que ha despreciado a Cristo y que lo ha desechado con odio. Por eso se necesita la fuerza divina que es dada a los suyos en el poder del Espíritu Santo. Los doce discípulos no iban a tardar en ver lo que esta fuerza era capaz de hacer: los mismos que, en los días que siguieron la resurrección, habían cerrado las puertas por miedo de los judíos (Juan 20:19, 26), se mostraron llenos de valor frente a la multitud en el día de Pentecostés. Pedro mismo, el que había tenido miedo de confesar a Cristo en el patio del sumo sacerdote, anunciaba entonces, lleno del Espíritu Santo, el Evangelio de Cristo resucitado con gran poder a los judíos reunidos en Jerusalén de entre numerosas naciones, de manera que este día “tres mil personas” fueron agregadas (véase Hechos 2:38-41). Y desde estos primeros días de la historia de los apóstoles, siempre se ha comprobado que el “poder desde lo alto” se halla allí donde hay creyentes que buscan cumplir con la misión del Señor con dedicación y confianza en Él.
En Juan 14 a 16, el Señor describe muy especialmente la misión que, al llegar a este mundo, el Espíritu Santo iba a cumplir para los creyentes que están aquí abajo. Notemos algunas expresiones:
“El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (14:26). Esto se refiere primeramente al hecho de que, después de la venida del Espíritu, los apóstoles entendieron el significado de las palabras que habían oído de la boca de su maestro. Les recordó también a los autores de los evangelios todo lo que había acontecido durante el ministerio del Señor y los dirigió de tal manera que cada uno de sus escritos llevara un carácter particular.
Aparte de eso, el deseo del Espíritu de verdad es el de guiar a los creyentes “a toda la verdad” (16:13), en todo lo que nos es dado en Cristo resucitado y glorificado para el tiempo actual y para la eternidad. Así como fue con el Señor Jesús en este mundo, el Espíritu “no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere”. Al principio utilizó a los apóstoles para esto, especialmente al apóstol Pablo; hizo que comprendieran toda la verdad, y los hizo capaces de enseñar a los creyentes verbalmente y por carta. Por medio de sus escritos inspirados del Nuevo Testamento (la Palabra de Dios está completa; ya no hay nada que agregarle; Colosenses 1:25), nos enseña a nosotros, los creyentes de los tiempos actuales, y no cesa de recordarnos lo que en ellos está escrito. El Espíritu Santo da fuerza y dirección para el servicio de la Palabra (1 Pedro 4:11; 1 Corintios 12:4), y es “la unción” (1 Juan 2:27) que capacita aun a los “hijitos” en la fe para recibir la enseñanza que es conforme a la verdad.
En relación con la gloria del Señor, y con su venida para establecer su reino, el Espíritu iba a anunciar “las cosas que habrán de venir” (Juan 16:13) por medio de los escritos del Nuevo Testamento.
Una de las metas principales de la obra de este “otro Consolador” consiste en colocar frente al corazón de los creyentes a la persona del Hijo de Dios, nuestro Señor y Redentor. En efecto, “el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (Efesios 3:16-17) halla su realización con la morada de Cristo, por la fe, en nuestros corazones. Así, el Señor Jesús dice del Espíritu: “él dará testimonio acerca de mí” (Juan 15:26). “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (16:14).

La venida del Espíritu Santo
Diez días después de la ascensión del Señor al cielo, su promesa se cumplió: el Padre envió al “otro Consolador” para morar con los suyos y estar en ellos a fin de cumplir con todo lo que Jesús había dicho (Juan 14:16-17).
Este poderoso acontecimiento no pasó inadvertido (Hechos 2:1-21). En este día, los creyentes “estaban todos unánimes juntos”; oyeron de repente “un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos ellos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen”.
El rumor de esto se propagó por toda Jerusalén. Todo el pueblo de los judíos tenía que saber que la palabra del profeta Joel se acababa de cumplir (Joel 2:28-32).
Luego Pedro, con el poder del Espíritu, llamó a los “varones israelitas” al arrepentimiento y les anunció el Evangelio de Jesucristo.
Millares de judíos creyeron al Evangelio y fueron salvos. Pero los dirigentes y la gran masa del pueblo que habían crucificado al Señor rechazaron también el testimonio del Espíritu Santo, persiguieron a la Iglesia y acabaron por dispersarla. En consecuencia, Dios abandonó a su pueblo terrenal. Pero, por su transgresión vino la salvación a los gentiles (Romanos 11:11).
Detengámonos ahora, y tomemos el tiempo para preguntarnos: ¿Qué significa para el creyente individualmente la presencia del “otro Consolador” en la tierra? ¿Y qué significa para la Iglesia del Señor? Las respuestas a estas preguntas son familiares a varios de nuestros lectores, pero estas verdades ¿no se nos escapan muy fácilmente en nuestra vida cristiana, a pesar de su importancia práctica fundamental? ¡Cuántas dificultades tenemos para hacerlas volver siempre a nuestros corazones y para examinarnos, para ver si nuestro comportamiento está conforme a ellas! Ya hemos hablado de la manera en que el Señor describe la acción del Espíritu entre los suyos. Para contestar a nuestras dos preguntas, refirámonos a los escritos inspirados del apóstol Pablo; conservan toda su vigencia hoy en día.

Nuestro cuerpo, templo del Espíritu Santo
En Romanos 8, que citaremos repetidas veces en relación con este tema, se dice expresamente en el versículo 9: “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él”. Poseer el Espíritu no es, pues, el privilegio de algunos cristianos adelantados. Cuando el hombre cree en el Evangelio y se vuelve a Dios, es nacido “de agua y del Espíritu” (Juan 3:5). Al creer es también “sellado con el Espíritu Santo de la promesa” (Efesios 1:13).
Ahora mora en el corazón purificado por la fe (1 Corintios 3:16). El cuerpo con el cual el redimido servía hasta entonces al pecado es hecho ahora el templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19).
Esto tiene consecuencias maravillosas y de gran alcance: el creyente es llevado a una nueva posición. Estaba “en la carne”, pero ahora está “en el Espíritu” (Romanos 8:9, V.M.). Ya no es “deudor” (Romanos 8:12) o esclavo de la carne para obedecer a sus concupiscencias, sino que ahora pertenece a Dios, al Espíritu de Dios, a fin de que esté lleno del pensamiento del Espíritu que “es vida y paz” (8:9, 6).
“El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (nos hace captar esto). Ya no somos esclavos bajo la ley, sino que hemos recibido “el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (8:15-16). Esto caracteriza ahora nuestra relación con Dios. Y en los que son hechos “hijos”, el Espíritu logra producir fruto y obras para la gloria del Padre, no por obligación, sino suscitando y manteniendo en sus corazones los sentimientos e intereses apropiados.
Además, para cada creyente individualmente, el Espíritu Santo de la promesa es “las arras de nuestra herencia”, dadas a los que son coherederos con Jesucristo, hasta la redención futura de la posesión adquirida por Cristo (Efesios 1:14). La morada del Espíritu es pues también la prueba segura del derecho de los gentiles a la herencia, mientras que anteriormente no tenían ninguna promesa.
(Continuará)



[1] N. del E.: Esta expresión “otro Consolador” está tomada de Juan 14:16, y es importante como prueba de la personalidad distintiva del Espíritu, puesto que el empleo de un pronombre personal en relación con él —“otro”—, lo compara con la persona misma del Señor. “Otro” Consolador, aparte del Señor mismo en la tierra, de modo que, si el Señor tiene su propia personalidad, se puede deducir que el Espíritu también la tiene.

La Liberación

Para todos resulta evidente el hecho de que, cuando un cristiano muere y va al cielo, ha quedado completamente librado del poder del pecado. Es claramente imposible que el pecado pueda ejercer algún dominio o autoridad sobre una persona muerta. Pero si afirmamos que el creyente, en su vida actual, ha sido librado del poder del pecado tan ciertamente como si hubiese muerto he ido al cielo, entonces ya no se ve ni se admite esta verdad con tanta facilidad. El pecado no tiene más dominio sobre un cristiano que el que puede tener sobre un hombre muerto y sepultado.
Nos referimos al poder del pecado, no a su presencia. Que el lector advierta con cuidado este punto. Existe una sustancial diferencia entre un cristiano aquí abajo y otro allá arriba con respecto a la cuestión del pecado. Aquí, él es librado sólo del poder del pecado; allá, será liberado de su presencia. En su condición presente, el pecado mora en él; pero no tiene por qué reinar. Pronto, el pecado ni siquiera habrá de morar en él. El imperio del pecado llegó a su fin. Ahora ha comenzado el reinado de la gracia. “El pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14).
Y, nótese con atención, en Romanos 6 el apóstol no está hablando del perdón de los pecados, tema que trata en el capítulo 3. Nuestros pecados –bendito sea Dios– fueron totalmente perdonados, borrados y eternamente cancelados. Pero, en el capítulo 6, el tema no es «el perdón de los pecados», sino la completa liberación del pecado como poder o principio reinante.
¿Cómo obtenemos este inmenso favor? Por la muerte. Hemos muerto al pecado en la muerte de Cristo. ¿Es esto cierto respecto de todo creyente? Sí, de todo creyente que se halla bajo la bóveda del cielo. ¿No se trata de una cuestión de logros? De ninguna manera. Es algo que pertenece a todo hijo de Dios, a todo verdadero creyente. Es la posición común a todos ellos. ¡Bendita y santa posición! ¡Sea alabado Aquel que la ganó para nosotros y que nos introdujo en ella! Vivimos bajo el glorioso reinado de la gracia, la cual reina “por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro” (Romanos 5:21).
Esta verdad, que nos concede tal liberación, es poco comprendida por el pueblo del Señor. Muy pocos, comparativamente hablando, han ido más allá del perdón de los pecados, si han llegado siquiera a ello. No ven su plena liberación del poder del pecado. Sienten la influencia del mismo y, basándose en sus propios sentimientos en lugar de considerarse a sí mismos como lo que son según la propia Palabra de Dios, se ahogan en un mar de dudas y temores en lo que respecta a su conversión. En vez de estar ocupados con Cristo, lo están con su propio estado interior, con su propia estimación. Contemplan su estado a fin de obtener paz y consuelo, y por eso son –y deberán serlo– miserables. Nunca obtendremos paz si la buscamos en nuestro estado o condición espiritual. El camino para obtener paz es creer que hemos muerto con Cristo, que hemos sido sepultados con él, que fuimos resucitados con él, que somos justificados en él y que somos aceptos en él. En pocas palabras, debemos creer que, “como él es, así somos nosotros en este mundo” (1.ª Juan 4:17).
Esto constituye la sólida base de la paz. Y no sólo eso, sino que es el único secreto divino de una vida santa. Estamos muertos al pecado. No se nos exhorta a hacernos morir a nosotros mismos. Estamos muertos en Cristo. Un monje, un asceta o uno que hace todos los esfuerzos posibles para alcanzar una perfección sin pecado, puede tratar de dar muerte al pecado mediante diversos ejercicios corporales. Pero ¿cuál es el resultado inevitable?: Miseria. Sí, y tanta más miseria cuanto mayor sea el afán por lograr tales fines. ¡Cuán diferente es el cristianismo! Nosotros comenzamos con el bendito conocimiento de que estamos muertos al pecado; y, con la bendita fe en ello, “hacemos morir”, no al cuerpo, sino sus “obras”.
¡Ojalá que el lector pueda vivir, por la fe, según el poder de esta plena liberación!

El Unigénito y Primogénito

"Todo aquel que niega al Hijo, no tiene al Padre," dice el apóstol: solemnes palabras de advertencia, que haremos bien en tomar con nosotros en nuestra consideración de las relaciones del Hijo con el Padre. También tenemos que recordar las propias palabras del Señor, que "nadie, sino el Padre, conoce al hijo." No se propone impedir nuestro sondear lo que las Escrituras nos presentan en cuanto a la persona del Señor, sino solo para darnos reverencia_ una reverencia que implica, ciertamente, atenta atención a lo que ha sido escrita en ésta.
Dos de los comentarios más populares del día -- el de Adam Clarke y de Albert Barnes -- niegan la eterna filiación (que Cristo es el Hijo eterno de Dios) del Señor. Ya que desde allí esta doctrina se ha extendido entre otros, y confusión está en las mentes y pensamientos de muchos en el tiempo presente_ realmente, se ha deslizado en los pensamientos de aquellos una vez aparentemente claros en cuanto a esto. Tomemos, por tanto, esta verdad nuevamente, fundamental como es, para investigar lo que la palabra de Dios, siempre y sola autorizada, declara. Y podemos, al mirar, que nos sea dado al menos ver más claramente, la "gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y verdad." No es la deidad del Señor la que estaré ahora examinando. Aquellos a quienes estoy hablando aquí, gracias a Dios están claros en cuanto a que Cristo, es en el sentido más pleno, Dios _ y debe ser honrado de la misma manera que el Padre. Además, es a causa de esto mismo que ellos objetan que la expresión "Hijo Unigénito" sea Su título en Deidad. No intento tomar sus vistas o argumentos, sin embargo, sino simplemente ver en las Escrituras_ la doctrina por sí misma.
Es acerca de Su Filiación que el apóstol insiste como distinguiendo al Señor aun como hombre de los ángeles (Heb.1:5): "Porque, ¿a cuál de los ángeles dijo Él en algún tiempo, Tú eres Mi Hijo, Yo te he engendrado hoy?" Es claramente como hombre nacido en el mundo que Él es dirigido, porque "este día" es tiempo, y no eternidad, y del mismo modo la citación del apóstol de esto en la sinagoga de Antioquia (Hech. 13:33) lo implica. Esto es aún más notable porque también los ángeles son llamados "hijos de Dios," como en Job1:6; 38:7. Aquí, el ser hijos es común a todos los seres espirituales creados por el "Padre de espíritus" (Heb.12:9) es distinguido de la verdadera relación de "Hijo Unigénito". Esto debe notarse cuidadosamente, e insistir en ello como lo es en el anuncio del ángel a María.: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la sombra del Altísimo te hará sombra; por tanto el santo ser que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios." Aquí está en condición de criatura Uno que es más que una criatura. Los hombres pueden ser "linaje de Dios," y los ángeles "hijos," aun así ninguno de ellos toca este lugar o hereda este nombre.
De esta manera, razona el apóstol, a ninguno de los ángeles se dice, "Yo le seré un Padre, y él me será un hijo." Este es una vez más mencionado como en humanidad. "Yo le seré por Padre" sería completamente imposible que le fuera dicho en algún otro carácter. Pero aquí también una real y plena relación es indicada más allá de una mera criatura.
"Engendrar" es la base distinta de estas relaciones, y declara la realidad de esto. Tal fue el Señor, aun como hombre.
Esta Filiación (ser Hijo) como hombre ha sido confundida quizás por la mayoría de los cristianos con Su deidad. Fundamentada sobre Su relaciones divinas esto lo es, y aun cuidadosamente distinguido de ello, como hemos visto. Su título en este respecto, en las Escrituras, el "Primogénito," como en relaciones divinas Él es el "Hijo Unigénito." Un título que claramente mantiene lo que es exclusivamente Suyo como el otro afirma Su participar en gracia con otros. Las palabras usadas, también debemos notar, son diferentes. "Engendrado" habla del Padre, "nacido," de la madre. La primera, solo de divina paternidad; la segunda naturalmente nos recuerda otro elemento que aquel que es divino.
En maravillosa gracia hay otros también, no entre los ángeles, sino entre los hombres, y hombres caídos, que han sido escogidos para ser nacidos de Dios. Quienes, como nacidos del Espíritu, son participantes de lo que es espíritu_ de una naturaleza espiritual. Es con estos, el fruto de Su obra, que el Señor se asocia como Primogénito. "porque a los que antes conoció, a estos también predestinó para ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el Primogénito entre muchos hermanos" (Rom.8:29). Y su relación con Él como "hermanos" claramente se declara que es a causa de su ser "uno" (origen) con el mismo Señor. "porque Él que santifica y los santificados son todos de uno: por lo cual Él no se avergüenza de llamarlos hermanos, diciendo declararé Tu nombre a Mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré" (Heb.2:11,12)
Aquí debemos recordar que el título "Primogénito" único engendrado, un compuesto de "engendrar;" "primero" "para concebir." No puede afirmarse que esta es la fuerza exclusiva de estas palabras. El actual primer nacido podía perder su lugar, y otro obtenerlo, como lo vemos en Esaú y Jacob, Rubén y José; y así dice Dios de David, "lo haré Mi primogénito, más alto que los reyes de la tierra" (Sal. 139:27). De la misma manera es con "la asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos" (Heb.12:23), que es sin duda la asamblea cristiana, en clara distinción de los "espíritus de los justos hechos perfectos," que son los santos del A. Testamento. Aun así son estos últimos quienes son los primogénitos en el tiempo, mientras los primeros han tenido la precedencia en lugar y privilegio. Y es de este modo que comprendo el lenguaje en Col.1:12, donde hablando del Señor, el apóstol lo llama "la imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda criatura". Aquí es en humanidad que Él declara al Padre; y aquel que de este modo ha venido a ser hombre, aun así es el Creador de todo, como lo dice también el apóstol, si él toma Su lugar, en maravillosa condescendencia y amor, en Su propia creación, debe necesariamente ser el Cabeza de ésta. Esta es Su preeminencia, no en prioridad de tiempo, como muchos han pensado, lo que aquí se afirma. Que "Él es antes de todas las cosas," esto lo declara claramente el v.17.
El mismo pasaje en Colosenses distingue también dos cosas que están en peligro ahora de ser confundidas por algunos. "Y Él es la cabeza del cuerpo, la iglesia: que es el comienzo, el Primogénito de los muertos, para que en todas las cosas Él pueda tener la preeminencia." Esto se declara como otra cosa de ser "primogénito de cada criatura," aunque para nosotros las dos cosas ahora prácticamente han venido a ser una. Pero Él era el "Segundo hombre" antes que fuese el Hombre resucitado, como también somos renacidos antes de que nuestros cuerpos sean vivificados. Entre nosotros y Él existe esta clara e inmensa diferencia, que nosotros, como primogénitos aun ahora, somos el fruto de Su obra; considerando que Su ser Primogénito está fundamentado sobre Su deidad. De este modo el apóstol dice. "Él es la imagen del Dios invisible, el Primogénito de cada criatura; porque por él todas las cosas fueron creadas, las que están en el cielo y las que están en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, dominios,...todas las cosas fueron creadas por Él y para Él; y Él es antes de todas las cosas, y por Él todas las cosas consisten." Es a esto, entonces, que Su título como Primogénito se debe; y señala claramente a la encarnación, no a la resurrección. La Escritura es clara, por tanto, en cuanto a la aplicación a esto para nosotros de tan precioso título de nuestro Señor, mientras a través de todo brilla la gloria de una más sorprendente relación con el Padre, distinto y completamente divino, "la gloria," como dice el apóstol Juan "del Unigénito Hijo en el seno del Padre." Este título es solo usado por el apóstol Juan, y cinco veces, mientras ese de "Primogénito", en su evangelio y epístolas, nunca es usado, este es un hecho de gran significado, porque el tema peculiar de Juan es la deidad del Señor.
Pero no somos dejados a esto, porque los mismos pasajes excluyen toda posibilidad de duda. Una verdad de esta forma no podría admitirse quedar en la más mínima oscuridad; y para aquellos contentos con tomar la Escritura como ésta está, sin racionalizar, no hay posibilidad de error.
El primer pasaje es decisivo: "y el Verbo se hizo carne, y tabernaculizó entre nosotros, (y vimos Su gloria, gloria como el Unigénito con el Padre) lleno de gracia y verdad." Presento lo que es más literal que nuestra versión común, y preserva la importante conexión con el tabernáculo de antiguo. En ese, la gloria de Dios ha morado; en la oscuridad, no en la luz; encerrado, inaccesible al hombre. Aquí estaba ahora el tabernáculo_ la carne de Cristo, en el cual moraba la plenitud de la gloria de la Deidad, y muy accesible_ gloria divina a la cual ahora se podía acercar y contemplar, porque estaba revelada en gracia y verdad. ¿Y qué era esta gloria revelada de esta manera? Esta era la gloria como del Unigénito Hijo con el Padre: ese era su carácter; la gloria del Unigénito es la misma gloria de Dios. Nada puede ser más claro que esta declaración. Esta es reiterada en la enfática manera del apóstol en los vv. 17,18: porque la ley fue dada por Moisés, y la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. Nadie jamás ha visto a Dios; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, Él le ha declarado." Aquí tenemos el mismo contraste con la ley, cuando Dios moraba invisible en la oscuridad; la misma gracia y verdad como el carácter en el cual Cristo ha venido ahora. ¿Y quién es el que declara, al Padre solamente ahora? El Unigénito Hijo del Padre, que está en Su seno. No Uno que "está" ahora; esa no es la fuerza de la expresión, sino "Uno estando"_ o que siempre está_ allí. Negar que Él sea el Hijo siempre sería tanto como negar que el Padre haya sido siempre el Padre. Esto sería la negación de las relaciones divinas_ hacer al "Padre" no un nombre real o esencial de Dios, sino solo un carácter asumido por Él en el tiempo. Esto rebajaría insondablemente todo el carácter de la revelación. Pero es el Hijo Unigénito que de este modo está en el seno del Padre; es Él, y no otro; no siempre encarnado, pero siempre el Unigénito_ el Hijo divino y eterno.
Una vez más, en el cap.3 tenemos la verdad de estas relaciones divinas doblemente presionadas, de acuerdo a la manera del apóstol. Las familiares palabras del v.17 están llenas de esto en el mismo corazón del evangelio: "porque de tal manera amó Dios al mundo que dio a Su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en Él cree no perezca sino que tenga vida eterna." Esta es la clara prueba de este amor de Dios que fue Su Hijo Unigénito al cual dio; y entonces todas las bendiciones dependen de la recepción de este don. "Porque no envió a Dios a Su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo pueda ser salvo a través de Él." Aquí, ¡cuán claro es que Él era el Unigénito Hijo antes de que viniese al mundo; y el amor divino fue manifestado al enviar Dios de este modo al objeto de Su amor!
Casi solamente he citado textos de las Escrituras, que son suficientemente claros como para necesitar algún extenso comentario, que solo los oscurecería. Nuestra fe en este se mostrará solo en el justo gozo de nuestra adoración aquí en presencia de la cámara de Dios a quien hemos sido llevados.

LOS ÁNGELES EN EL SEPULCRO DEL SEÑOR

Pregunta: Si uno compara las cuatro narraciones de la resurrección del Señor que une los Evangelios, una constante de diferencias respecto al número de ángeles que estaban presentes. Mateo y Marcos nos habla de un ángel (Mt. 28:2-7; Mr. 16:5-7), cuando Lucas y Juan están mencionando dos (Le 24:4-7; Juan 20:12-13). ¿Cómo podría conciliar estas narraciones?
Respuesta: Este asunto que llama nuestra atención sobre los problemas importantes y de orden general. Decimos primeramente que no está en la comparación para decir con plena certeza como están contextualizados los diferentes acontecimientos que nos son referidos en el asunto de la resurrección del Señor y como ellos han sucedidos históricamente. Más una cosa es cierta: si nuestros conocimientos reúnen todos los detalles históricos, no oiremos más las pequeñas dificultades para comprobar la verdad de los diferentes testimonios de las Santas Escrituras.
Debemos además recordar que Dios mismo es el autor de lo que está escrito en la Biblia, y que manifiestamente no estaba en su propósito comunicarnos todos los detalles históricos - ya sea en este o en otros. Los cuatro escritores de los evangelios nos presentan a Cristo revelado sobre diferentes aspectos: Mateo, como el Mesías; Marcos, como el Siervo; Lucas, como el Hijo del hombre; Juan, como el Hijo de Dios. Esta es la razón esencial de las diferencias entre los Evangelios. De este modo, por ejemplo, Mateo no tenía más que la misión de relatarnos la ascensión del Señor. Sí no teníamos su relato, ni siquiera sabríamos esto, de que Jesús había ascendido efectivamente al cielo después de su resurrección.
En cuanto al número de ángeles que se vieron en el sepulcro vacío después de la resurrección, debemos tener en consideración que los cuatro escritores, no siempre hacen el relato de los mismos acontecimientos. Más esa mañana, diferentes grupos de personas han venido a este lugar en momentos diferentes. Ellos obran en una menor parte, de las diferentes escenas, de escenas que no cubren exactamente los mismos hechos.
La importancia de la resurrección del Señor explica fácilmente que algunos grupos, y algunos discípulos, sí vinieron al sepulcro. Y las diferentes personas que han venido no todas han visto y entendido la misma cosa. Como ejemplo concluyente, mencionamos la visita de Pedro y Juan, y aquellas mujeres creyentes. En el reconocimiento de la noticia de la resurrección del Señor los dos discípulos entran buscando en el sepulcro. Ellos registran en el interior. Pedro y Juan están incluso entrando en el sepulcro, pero él no nos está diciendo que ellos han visto algún ángel (Juan 20:6,8). Entre tanto algunas mujeres caminaron desde la entrada previamente y vieron “a un joven sentado al lado derecho, cubierto de una larga ropa blanca*(Mr. 16:5). Después de los apóstoles, María Magdalena desciende en el sepulcro y ve “a dos ángeles con vestiduras blancas, que estaban sentados el uno a la cabecera, y el otro a los pies donde el cuerpo de Jesús había sido puesto* (Juan 20:11-12). Aquellos dan evidencia que los ángeles no son visibles en la misma forma para todos los visitantes del sepulcro.
En lo que concierne a las mujeres de Mateo 28, este no está diciendo formalmente que ellas habían visto un ángel. Ellas entendieron que el ángel habló, y esto que ellas han visto posteriormente parece todavía la luz de un relámpago (v.3). Las mujeres de Marcos 16 han ingresado en el sepulcro y han visto un *un joven sentado* (vers. 5). Con aquello que menciona Lucas 24 se encuentran ambos “dos varones... con vestiduras resplandecientes*. Él apareció en las diferentes escenas. Nunca jamás fue dicho por las mujeres mencionando en lo que ellas habían estado; y lo mejor para nosotros, es muy importante no desear lo que Dios de ningún modo a dicho.
Los comentaristas creyentes son unánimes para clasificar en el orden siguiente los diferentes acontecimientos desde el momento más importante entre todos:
1.- María de Magdala y la otra María estaban sentadas frente al sepulcro y miraban al cuerpo de Jesús que estaba depositado (Mt. 27:61; Mr. 15:47; Lucas 23:55).
2.- Unas mujeres estaban volviendo para preparar las especias aromáticas y ungüentos. Según nuestra manera de señalar el tiempo, esto sería el viernes en la tarde (Lucas. 23:56).
3.- Al fin del Sabbat, es decir el sábado en la tarde, María de Magdala y la otra María han venido a mirar el sepulcro (Mt. 28:1). Ellas estaban sin embargo volviendo para comprar especias aromáticas (Mr. 16:1).
4.- De la extraordinaria y magna mañana, el primer día de la semana, hubo acontecido la resurrección del Señor, acompañado de un temblor en la tierra. Un ángel del Señor está descendiendo del cielo, moviendo la piedra y estaba sentado sobre ella (Mt 28:2).
5.-‘fue de mañana, siendo aún oscuro”, María Magdalena ha venido al sepulcro, después corren hacia Pedro y Juan, y les dan las referencias de lo que había acontecido en el sepulcro “del Señor” (Juan 20:1,2).
6.- “...muy de mañana, el primer día de la semana”, las mujeres han venido al sepulcro y han entrado. Ellas han sabido por los ángeles que el Señor ha resucitado. Él les ha mandado a ir hacia sus discípulos para informarles de la resurrección de Jesús (Mt. 28:5-7; Mr. 16:1-7; Lucas. 24:1-10).
7.- Hemos aprendido, que Juan y Pedro estuvieron buscando en el sepulcro y se aseguraron de que estaba vacío. Después ellos han retornado a su casa (Lucas 24:12; Juan 20:3-10).
8.- María de Magdala, que había visitado a los dos discípulos, está durante ese tiempo descansando cerca del sepulcro. Allí, ella ve a dos ángeles, que le dicen: “Mujer, ¿por qué lloras?” Después el Señor se manifiesta a ella. Es a ella primeramente que Él ha aparecido. Él en seguida la ha enviado hacia sus hermanos con un mensaje (Juan 20:11-18; Mr. 16:8-11).
Tras esta situación, a vista de este conjunto, volvemos aún sobre el asunto de los ángeles. Está claro que en algunas escenas, son dos ángeles los que se vieron. Sí, para la misma escena, los evangelios dan indicaciones diferentes (un ángel, dos ángeles), hay para eso una razón muy simple. En sus narraciones, Mateo y Marcos no hablan de un ángel porque ellos tenían la misión de poner delante de nuestra mirada al ángel que habló a las mujeres. Por el contrario, Lucas da atención por un “aquí está” que están en el suceso dos hombres que se encuentran con ellas y que ellos le hablan. Seguramente, uno solo a pronunciado las palabras, pero él tenía un doble testimonio.
No ha existido de ningún modo -no puede haber - una contradicción en los relatos bíblicos. Están las diferencias, pero ellas complementan las escenas que nosotros hemos referido.
¡Que Dios nos de tener siempre un profundo respeto por la manera de hablar del Espíritu Santo!

D.V. Extraído de “Le messager Evangelique"

Es triste erial el mundo

Es triste erial el mundo:
Es un peregrinar:
Aun en lo más hermoso
La muerte se ha de hallar;
Más al Cordero en gloria
Y al cielo de solaz,
Su Espíritu nos guía,
—Probados— más en paz.

Con otros peregrinos
Los yermos al cruzar,
Dulce es cantar, gozosos:
"Se ve ya nuestro hogar";
Cumplidos los trabajos,
Lecciones y el sufrir,
De Dios Padre esperamos
La bienvenida oír.

Allá a los santos todos,
Juntados de doquier—
Do no hay desconocidos,
Los anhelamos ver;
Los ángeles gloriosos
Reunidos han de estar,
Mas es tu rostro, ¡oh Cristo!,
Lo que hemos de admirar.