miércoles, 1 de octubre de 2014

Meditación

“Mirad, pues, cómo oís” (Lucas 8:18).


En la vida cristiana debemos cuidar no sólo qué oímos sino también cómo oímos.
Es posible oír la Palabra de Dios con una actitud de indiferencia. Podemos leer la Biblia como si leyéramos cualquier otro libro, aparentemente despreocupados de que sea el Dios Todopoderoso quien nos habla por medio de ella.
Podemos oír con una actitud crítica. Colocamos al intelecto humano por encima de las Escrituras. Juzgamos a la Biblia en lugar de permitir que ella sea la que nos juzgue.
Podemos oír con una actitud rebelde. Cuando leemos aquellas porciones que tratan de las sobrias demandas del discipulado o de la sujeción de la mujer y la necesidad de que se cubra la cabeza, nos enfurecemos y nos negamos por completo a obedecer.
Podemos ser oidores olvidadizos, como el hombre a quien se refiere el libro de Santiago: “que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era” (Lucas 1:23-24).
Quizá la clase más común es la de los oyentes apáticos, éstos oyen tanto la Palabra de Dios que se vuelven insensibles. Escuchan los sermones de una manera tan mecánica y rutinaria que no pueden dejar de bostezar. Están hastiados de escuchar. Su actitud es: “¿Qué puedes decirme que no haya oído ya?”
Cuanto más escuchamos la Palabra de Dios sin obedecer lo que oímos, nos ensordecemos más y más. Si nos negamos a escuchar, terminaremos perdiendo la capacidad de oír.
La mejor manera de oír es hacerlo con toda seriedad y reverencia, determinados a obedecer de todo corazón, aun si nadie más lo hace. El hombre sabio es aquel que no sólo escucha sino que practica lo que oye. Dios está buscando hombres que tiemblen a Su Palabra (Isaías 66:2).
Pablo elogia a los tesalonicenses porque cuando oyeron la Palabra de Dios, no la recibieron: “como palabra de hombres, sino según es en verdad, la Palabra de Dios” (1Te_2:13). Seamos, pues, cuidadosos de cómo oímos.
                        William McDonald

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