“Mirad, pues, cómo oís” (Lucas 8:18).
En la vida cristiana debemos cuidar no sólo qué
oímos sino también cómo oímos.
Es posible oír la Palabra de Dios con una
actitud de indiferencia. Podemos leer la Biblia como si leyéramos cualquier
otro libro, aparentemente despreocupados de que sea el Dios Todopoderoso quien
nos habla por medio de ella.
Podemos oír con una actitud crítica. Colocamos
al intelecto humano por encima de las Escrituras. Juzgamos a la Biblia en lugar
de permitir que ella sea la que nos juzgue.
Podemos oír con una actitud rebelde. Cuando
leemos aquellas porciones que tratan de las sobrias demandas del discipulado o
de la sujeción de la mujer y la necesidad de que se cubra la cabeza, nos
enfurecemos y nos negamos por completo a obedecer.
Podemos ser oidores olvidadizos, como el hombre
a quien se refiere el libro de Santiago: “que considera en un espejo su rostro
natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era”
(Lucas 1:23-24).
Quizá la clase más común es la de los oyentes
apáticos, éstos oyen tanto la Palabra de Dios que se vuelven insensibles.
Escuchan los sermones de una manera tan mecánica y rutinaria que no pueden
dejar de bostezar. Están hastiados de escuchar. Su actitud es: “¿Qué puedes
decirme que no haya oído ya?”
Cuanto más escuchamos la Palabra de Dios sin
obedecer lo que oímos, nos ensordecemos más y más. Si nos negamos a escuchar,
terminaremos perdiendo la capacidad de oír.
La mejor manera de oír es hacerlo con toda
seriedad y reverencia, determinados a obedecer de todo corazón, aun si nadie
más lo hace. El hombre sabio es aquel que no sólo escucha sino que practica lo
que oye. Dios está buscando hombres que tiemblen a Su Palabra (Isaías 66:2).
Pablo elogia a los tesalonicenses porque cuando
oyeron la Palabra de Dios, no la recibieron: “como palabra de hombres, sino
según es en verdad, la Palabra de Dios” (1Te_2:13). Seamos, pues, cuidadosos de
cómo oímos.
William McDonald
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