Para todos
resulta evidente el hecho de que, cuando un cristiano muere y va al cielo, ha
quedado completamente librado del poder del pecado. Es claramente imposible que
el pecado pueda ejercer algún dominio o autoridad sobre una persona muerta.
Pero si afirmamos que el creyente, en su vida actual, ha sido librado del poder
del pecado tan ciertamente como si hubiese muerto he ido al cielo, entonces ya
no se ve ni se admite esta verdad con tanta facilidad. El pecado no tiene más
dominio sobre un cristiano que el que puede tener sobre un hombre muerto y sepultado.
Nos referimos
al poder del pecado, no a su presencia. Que el lector advierta con cuidado este
punto. Existe una sustancial diferencia entre un cristiano aquí abajo y otro
allá arriba con respecto a la cuestión del pecado. Aquí, él es librado sólo del
poder del pecado; allá, será liberado de su presencia. En su condición
presente, el pecado mora en él; pero no tiene por qué reinar. Pronto, el pecado
ni siquiera habrá de morar en él. El imperio del pecado llegó a su fin. Ahora
ha comenzado el reinado de la gracia. “El pecado no se enseñoreará de vosotros;
pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14).
Y, nótese con
atención, en Romanos 6 el apóstol no está hablando del perdón de los pecados,
tema que trata en el capítulo 3. Nuestros pecados –bendito sea Dios– fueron totalmente
perdonados, borrados y eternamente cancelados. Pero, en el capítulo 6, el tema
no es «el perdón de los pecados», sino la completa liberación del pecado como poder
o principio reinante.
¿Cómo obtenemos
este inmenso favor? Por la muerte. Hemos muerto al pecado en la muerte de
Cristo. ¿Es esto cierto respecto de todo creyente? Sí, de todo creyente que se
halla bajo la bóveda del cielo. ¿No se trata de una cuestión de logros? De
ninguna manera. Es algo que pertenece a todo hijo de Dios, a todo verdadero
creyente. Es la posición común a todos ellos. ¡Bendita y santa posición! ¡Sea
alabado Aquel que la ganó para nosotros y que nos introdujo en ella! Vivimos
bajo el glorioso reinado de la gracia, la cual reina “por la justicia para vida
eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro” (Romanos 5:21).
Esta verdad,
que nos concede tal liberación, es poco comprendida por el pueblo del Señor.
Muy pocos, comparativamente hablando, han ido más allá del perdón de los
pecados, si han llegado siquiera a ello. No ven su plena liberación del poder
del pecado. Sienten la influencia del mismo y, basándose en sus propios
sentimientos en lugar de considerarse a sí mismos como lo que son según la
propia Palabra de Dios, se ahogan en un mar de dudas y temores en lo que
respecta a su conversión. En vez de estar ocupados con Cristo, lo están con su
propio estado interior, con su propia estimación. Contemplan su estado a fin de
obtener paz y consuelo, y por eso son –y deberán serlo– miserables. Nunca
obtendremos paz si la buscamos en nuestro estado o condición espiritual. El
camino para obtener paz es creer que hemos muerto con Cristo, que hemos sido
sepultados con él, que fuimos resucitados con él, que somos justificados en él
y que somos aceptos en él. En pocas palabras, debemos creer que, “como él es,
así somos nosotros en este mundo” (1.ª Juan 4:17).
Esto constituye
la sólida base de la paz. Y no sólo eso, sino que es el único secreto divino de
una vida santa. Estamos muertos al pecado. No se nos exhorta a hacernos morir a
nosotros mismos. Estamos muertos en Cristo. Un monje, un asceta o uno que hace
todos los esfuerzos posibles para alcanzar una perfección sin pecado, puede
tratar de dar muerte al pecado mediante diversos ejercicios corporales. Pero
¿cuál es el resultado inevitable?: Miseria. Sí, y tanta más miseria cuanto
mayor sea el afán por lograr tales fines. ¡Cuán diferente es el cristianismo!
Nosotros comenzamos con el bendito conocimiento de que estamos muertos al
pecado; y, con la bendita fe en ello, “hacemos morir”, no al cuerpo, sino sus
“obras”.
¡Ojalá que el
lector pueda vivir, por la fe, según el poder de esta plena liberación!
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