domingo, 3 de enero de 2016

UNA SOLA OFRENDA, VARIOS SACRIFICIOS (Parte I)



(Levítico 1 a 7)
"A Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Corintios 2:2).
INTRODUCCIÓN

Nos proponemos considerar la muerte del Señor Jesús, "la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre" (Hebreos 10:10). Será el tema cen­tral de la adoración de los redimidos en la eternidad, pero, aunque no podamos sondearlo aquí abajo, es la voluntad del Señor que nuestros corazones se ocupen en él.
Ya durante su vida, Jesús comenzó a enseñar a sus discípulos que "era necesario al Hijo del Hombre pade­cer mucho... y ser muerto" (Marcos 8:31). Y cuando atravesaba Galilea, "enseñaba a sus discípulos, y les decía: El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y le matarán" (9:31). "Por el camino subiendo a Jerusalén... volviendo a tomar a los doce aparte, les comenzó a decir las cosas que le habían de acontecer:... el Hijo del Hombre será entregado... y le condenarán a muerte" (10:32-33). Pero los discípulos "no entendían esta palabra" (9:32) y "le seguían con miedo".
Fue necesario que llegase el día de la resurrección y que tuviese lugar la maravillosa conversación en el camino de Emaús para hacer arder los corazones de los dos discípulos, declarándoles "en todas las Escrituras lo que de él decían": "¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas?" (Lucas 24:26-27). Entonces, el velo fue quitado para ellos, aunque no para el pueblo de Israel (2 Corintios 3:14). Pudieron discernir, a través del relato y las imágenes del Antiguo Testamento, y de los innumerables sacrificios de los cuales la sangre había corrido a través de los siglos, la figura de la sola ofrenda, por la cual "hizo perfectos para siempre a los santificados" (Hebreos 10:14).
Para nosotros también, el velo ha sido quitado, y, conducidos por el Espíritu de Dios, podemos conside­rar en estos sacrificios de antaño numerosas imágenes y diversos aspectos del sacrificio perfecto que debía ser cumplido en la cruz. Si Dios ha querido conservar para nosotros esas ordenanzas que no se aplican más a noso­tros y que eran sólo una "sombra de los bienes venide­ros" (v. 1), lo hizo para que lográramos tener una visión más amplia y más precisa de la persona y de la obra de Aquel que pudo decir: "Sacrificio y ofrenda y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron... y diciendo luego: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad" (v. 8-9).

En Éxodo vemos cómo Dios quiso sacar a su pue­blo de Egipto, no sólo a fin de liberarlo de la esclavitud de Faraón, sino para tenerlo para él: "Te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva" (Éxodo 4:23). Pero el pueblo era pecador, y fue menester la sangre de la Pascua sobre cada casa, para que fuese preservada del ángel destructor. A través del Mar Rojo y del desierto, fueron conducidos hasta el Sinaí, donde Dios pudo decirles: "Vosotros visteis lo que hice a los egip­cios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he tra­ído a mí" (Éxodo 19:4). Y Dios añadió: "Ahora, pues... vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa" (v. 5-6). El profeta precisará: "Este pueblo he creado para mí; mis alabanzas publicará" (Isaías 43:21).
Lamentablemente, Israel no respondió a lo que Dios tenía previsto para él; pronto se corrompieron y se apartaron. Hizo falta la intercesión de Moisés en Éxodo 33, para poder transmitir al pueblo las instrucciones recibidas sobre el monte de Sinaí para construir el tabernáculo: Una morada donde Dios podía habitar en medio de su pueblo. También en Éxodo, los sacerdotes, la familia de Aarón, fueron instituidos (cap. 28 y 29).
En Levítico 1:1, Dios habla "desde el tabernáculo de reunión", para indicar a su pueblo cómo aquellos que están fuera pueden acercarse a Él en su santuario. En Números 1:1, Dios habla a Moisés "en el desierto", camino a Canaán. Al principio del Deuteronomio 1:1, Dios habla "a este lado del Jordán", con vistas al país de Canaán de cómo había que comportarse.
Al final del Éxodo y al principio del Levítico tenemos una morada donde los sacrificios son ofreci­dos; aprendemos quién puede acercarse: sacerdotes y adoradores; y cómo lo hacen: con un sacrificio (Leví­tico 1-7).
1 Pedro 2:4-5, nos da la correspondencia actual de esas sombras de otrora: "Acercándoos a él, piedra viva... vosotros también, como piedras vivas, sed edi­ficados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo". Encontramos otra vez una casa, sacerdotes y sacrificios. Pero se trata de una casa espi­ritual: el conjunto de las piedras vivas, todos los resca­tados del Señor que han encontrado en El la vida eterna y que constituyen su casa, su Iglesia. A pesar de la ruina actual, podemos, en alguna medida, gozar de los privilegios de esta casa espiritual, reuniéndonos, como miembros del cuerpo de Cristo alrededor del Señor Jesús.
Los sacerdotes de hoy —"sacerdocio santo"—, no sólo son una familia, como la de Aarón y sus hijos en otro tiempo, sino todos los rescatados, como lo dice Apocalipsis 1:5-6: "Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo... sacerdo­tes para Dios, su Padre". Los cristianos son a la vez- adoradores, sacerdotes e hijos.
Ya no se deben ofrecer sacrificios con sangre, sino "sacrificios espirituales", "sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre" (Hebreos 13:15). Esta alabanza no es únicamente el agradecimiento de nuestros corazones por haber sido salvados, aunque esto tenga aquí su lugar, sino que es mucho más que eso. No venimos ante el Padre sólo para darle gracias, sino sobre todo para hablarle de su Hijo y de la obra que él cumplió en la cruz. Ante él, recordamos esta única ofrenda de su cuerpo hecha una vez para siempre. No se trata, de ninguna manera, de la repetición del sacrificio, sino de recordar la muerte del Señor, ya sea en nuestras oraciones, en nuestros cánticos o en la Cena. Consideramos ante Dios con agradecimiento y adoración los diversos y maravillo­sos aspectos. "Andaré alrededor de tu altar" (Salmo 26:6).

En el Antiguo Testamento, numerosas figuras nos hablan de la muerte de Cristo. Todas tienen algo en común. Ante todo no son un ejemplo de amor o de devoción, sino que presentan una vida ofrecida en lugar de otra. Jesucristo no murió solamente porque era piadoso, con el fin de ser un modelo de amor y de abnegación, sino: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado" (2 Corintios 5:21), "Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por noso­tros maldición" (Gálatas 3:13), y "Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios" (1 Pedro 3:18).
Esto nos presenta diversos aspectos o figuras de la muerte de Cristo. Las túnicas de pieles (que implican que un animal había sido inmolado) de Génesis 3:21 recuerdan cómo Dios provee a la desnudez del pecador. El sacrificio cruento de Abel, que llevó los primogéni­tos de sus ovejas, muestra la necesidad del derrama­miento de sangre —"Sin derramamiento de sangre no se hace remisión" (Hebreos 9:22)—, mientras que la ofrenda de Caín, fruto de su trabajo en una tierra mal­decida, no es aceptado. En Génesis 22, Abraham ofrece a Isaac, como Dios dará a su Hijo; pero, en realidad, el sacrificio de Isaac no es consumado: en su lugar, un carnero es ofrecido en holocausto. Durante la pascua, la sangre del cordero debe ser puesta sobre la puerta: Nos habla de la apropiación personal del sacrificio de Cristo. La serpiente de bronce en el desierto nos recuerda a Jesús hecho maldición por nosotros. Isaías 53 expresamente dice: "Todos nosotros nos descarria­mos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros" (v. 6). Al final de este capítulo, el profeta subraya cua­tro aspectos de la cruz: "Derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores" (v.12).
Entre todas estas figuras, los capítulos 1 a 7 del Levítico se destacan por darnos la institución divina de los principales sacrificios.
(Continuará)

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