(Levítico 1 a 7)
"A Jesucristo, y a
éste crucificado" (1 Corintios 2:2).
INTRODUCCIÓN
Nos proponemos considerar la muerte del Señor Jesús, "la ofrenda
del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre" (Hebreos 10:10). Será
el tema central de la adoración de los redimidos en la eternidad, pero, aunque
no podamos sondearlo aquí abajo, es la voluntad del Señor que nuestros
corazones se ocupen en él.
Ya durante su vida, Jesús comenzó a enseñar a sus discípulos que
"era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho... y ser muerto"
(Marcos 8:31). Y cuando atravesaba Galilea, "enseñaba a sus discípulos, y
les decía: El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y le matarán"
(9:31). "Por el camino subiendo a Jerusalén... volviendo a tomar a los
doce aparte, les comenzó a decir las cosas que le habían de acontecer:... el
Hijo del Hombre será entregado... y le condenarán a muerte" (10:32-33).
Pero los discípulos "no entendían esta palabra" (9:32) y "le
seguían con miedo".
Fue necesario que llegase el día de la resurrección y que tuviese lugar
la maravillosa conversación en el camino de Emaús para hacer arder los
corazones de los dos discípulos, declarándoles "en todas las Escrituras lo
que de él decían": "¿No era necesario que el Cristo padeciera estas
cosas?" (Lucas 24:26-27). Entonces, el velo fue quitado para ellos, aunque
no para el pueblo de Israel (2 Corintios 3:14). Pudieron discernir, a través
del relato y las imágenes del Antiguo Testamento, y de los innumerables
sacrificios de los cuales la sangre había corrido a través de los siglos, la
figura de la sola ofrenda, por la cual "hizo perfectos para siempre a los
santificados" (Hebreos 10:14).
Para nosotros también, el velo ha sido quitado, y, conducidos por el
Espíritu de Dios, podemos considerar en estos sacrificios de antaño numerosas
imágenes y diversos aspectos del sacrificio perfecto que debía ser cumplido en
la cruz. Si Dios ha querido conservar para nosotros esas ordenanzas que no se
aplican más a nosotros y que eran sólo una "sombra de los bienes venideros"
(v. 1), lo hizo para que lográramos tener una visión más amplia y más precisa
de la persona y de la obra de Aquel que pudo decir: "Sacrificio y ofrenda
y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron... y
diciendo luego: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad" (v.
8-9).
En Éxodo vemos cómo Dios quiso sacar a su pueblo de Egipto, no sólo a
fin de liberarlo de la esclavitud de Faraón, sino para tenerlo para él:
"Te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva" (Éxodo 4:23).
Pero el pueblo era pecador, y fue menester la sangre de la Pascua sobre cada
casa, para que fuese preservada del ángel destructor. A través del Mar Rojo y
del desierto, fueron conducidos hasta el Sinaí, donde Dios pudo decirles:
"Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas
de águilas, y os he traído a mí" (Éxodo 19:4). Y Dios añadió:
"Ahora, pues... vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente
santa" (v. 5-6). El profeta precisará: "Este pueblo he creado para
mí; mis alabanzas publicará" (Isaías 43:21).
Lamentablemente, Israel no respondió a lo que Dios tenía previsto para
él; pronto se corrompieron y se apartaron. Hizo falta la intercesión de Moisés
en Éxodo 33, para poder transmitir al pueblo las instrucciones recibidas sobre
el monte de Sinaí para construir el tabernáculo: Una morada donde Dios podía
habitar en medio de su pueblo. También en Éxodo, los sacerdotes, la familia de
Aarón, fueron instituidos (cap. 28 y 29).
En Levítico 1:1, Dios habla "desde el tabernáculo de reunión",
para indicar a su pueblo cómo aquellos que están fuera pueden acercarse a Él en
su santuario. En Números 1:1, Dios habla a Moisés "en el desierto",
camino a Canaán. Al principio del Deuteronomio 1:1, Dios habla "a este
lado del Jordán", con vistas al país de Canaán de cómo había que
comportarse.
Al final del Éxodo y al principio del Levítico tenemos una morada donde
los sacrificios son ofrecidos; aprendemos quién puede acercarse: sacerdotes y
adoradores; y cómo lo hacen: con un sacrificio (Levítico 1-7).
1 Pedro 2:4-5, nos da la correspondencia actual de esas sombras de
otrora: "Acercándoos a él, piedra viva... vosotros también, como piedras
vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer
sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo".
Encontramos otra vez una casa, sacerdotes y sacrificios. Pero se trata de una
casa espiritual: el conjunto de las piedras vivas, todos los rescatados del
Señor que han encontrado en El la vida eterna y que constituyen su casa, su
Iglesia. A pesar de la ruina actual, podemos, en alguna medida, gozar de los
privilegios de esta casa espiritual, reuniéndonos, como miembros del cuerpo de
Cristo alrededor del Señor Jesús.
Los sacerdotes de hoy —"sacerdocio santo"—, no sólo son una
familia, como la de Aarón y sus hijos en otro tiempo, sino todos los
rescatados, como lo dice Apocalipsis 1:5-6: "Al que nos amó, y nos lavó de
nuestros pecados con su sangre, y nos hizo... sacerdotes para Dios, su
Padre". Los cristianos son a la vez- adoradores, sacerdotes e hijos.
Ya no se deben ofrecer sacrificios con sangre, sino "sacrificios
espirituales", "sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que
confiesan su nombre" (Hebreos 13:15). Esta alabanza no es únicamente el
agradecimiento de nuestros corazones por haber sido salvados, aunque esto tenga
aquí su lugar, sino que es mucho más que eso. No venimos ante el Padre sólo
para darle gracias, sino sobre todo para hablarle de su Hijo y de la obra que
él cumplió en la cruz. Ante él, recordamos esta única ofrenda de su cuerpo
hecha una vez para siempre. No se trata, de ninguna manera, de la repetición
del sacrificio, sino de recordar la muerte del Señor, ya sea en nuestras
oraciones, en nuestros cánticos o en la Cena. Consideramos ante Dios con
agradecimiento y adoración los diversos y maravillosos aspectos. "Andaré
alrededor de tu altar" (Salmo 26:6).
En el Antiguo Testamento, numerosas figuras nos hablan de la muerte de
Cristo. Todas tienen algo en común. Ante todo no son un ejemplo de amor o de
devoción, sino que presentan una vida ofrecida en lugar de otra. Jesucristo no
murió solamente porque era piadoso, con el fin de ser un modelo de amor y de
abnegación, sino: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo
pecado" (2 Corintios 5:21), "Cristo nos redimió de la maldición de la
ley, hecho por nosotros maldición" (Gálatas 3:13), y "Cristo padeció
una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a
Dios" (1 Pedro 3:18).
Esto nos presenta diversos aspectos o figuras de la muerte de Cristo.
Las túnicas de pieles (que implican que un animal había sido inmolado) de
Génesis 3:21 recuerdan cómo Dios provee a la desnudez del pecador. El
sacrificio cruento de Abel, que llevó los primogénitos de sus ovejas, muestra
la necesidad del derramamiento de sangre —"Sin derramamiento de sangre no
se hace remisión" (Hebreos 9:22)—, mientras que la ofrenda de Caín, fruto
de su trabajo en una tierra maldecida, no es aceptado. En Génesis 22, Abraham
ofrece a Isaac, como Dios dará a su Hijo; pero, en realidad, el sacrificio de
Isaac no es consumado: en su lugar, un carnero es ofrecido en holocausto.
Durante la pascua, la sangre del cordero debe ser puesta sobre la puerta: Nos
habla de la apropiación personal del sacrificio de Cristo. La serpiente de
bronce en el desierto nos recuerda a Jesús hecho maldición por nosotros. Isaías
53 expresamente dice: "Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada
cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos
nosotros" (v. 6). Al final de este capítulo, el profeta subraya cuatro
aspectos de la cruz: "Derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con
los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los
transgresores" (v.12).
Entre todas estas figuras, los capítulos 1 a 7 del Levítico se destacan
por darnos la institución divina de los principales sacrificios.
(Continuará)
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