Contra los amonitas.
El hecho de que David ya era rey absoluto
sobre Israel de ninguna manera quería decir que habían terminado las hazañas de
sus hombres. La nación estaba acosada por enemigos que por mucho tiempo se
habían acostumbrado a saquear con impunidad. Ahora que había paz internamente
Joab fue comisionado a atender a estos pueblos vecinos.
La primera batalla de importancia fue contra las fuerzas de Amón,
fortalecidas ellas por treinta mil mercenarios contratados en Siria. La
narración en 2 Samuel 10 y 1 Crónicas 19 da a entender que Joab tuvo la
desventaja de tener que dividir sus tropas en dos. Su hermano Abisai estaba a
la cabeza de un grupo y Joab mismo del otro. Sería uno de sus mejores momentos;
la clave de su éxito está en su discurso a Abisai antes del encuentro: “Si los
sirios pudieren más que yo, tú me ayudarás; y si los hijos de Amón pudieren más
que tú, yo te daré ayuda. Esfuérzate, y esforcémonos por nuestro pueblo, y por
las ciudades de nuestro Dios; y haga Jehová lo que bien le pareciere”.
Aun siendo capitán del ejército, reconoció que su hermano y él se
necesitaban mutuamente y estaba dispuesto a recibir y dar ayuda. Esta es una
verdad clave en la esfera de la asamblea y una que nos cuesta aprender. Pablo
exhorta a los creyentes: “Los que somos
fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a
nosotros mismos”, Romanos 15.1. Está en contraste directo con nuestro
instinto natural y viene a la mente una expresión que se oye en el mundo: “El
más débil a la pared”. Escribiendo a otros, el mismo apóstol exhorta:
“Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo”,
Gálatas 6.2. Y, si vamos a una carta a los corintios, encontramos que él
demuestra ampliamente nuestra dependencia el uno del otro como miembros del cuerpo
de Cristo y anhela que “los miembros todos se preocupen los unos por los
otros”, 1 Corintios 12.25.
Otra cosa en la mente de Joab fue la necesidad de dar un buen ejemplo.
Su pueblo esperaba de su líder una orientación y estímulo. Que un soldado raso
mostrara timidez sería una falta, pero en Joab sería un desastre. La posición
que ostentaba era un privilegio que conllevaba una responsabilidad.
A Timoteo se le recuerda de esto mismo: “Sé ejemplo de los creyentes en
palabra, conducta, amor espíritu, fe y pureza”, 1 Timoteo 4.12. Pedro,
dirigiéndose específicamente a los ancianos, habla de ser ejemplos de la grey,
1 Pedro 5.3. Y Santiago, consciente del perjuicio que puede resultar de los
fracasos de uno que ha asumido liderazgo entre el pueblo de Dios, dice en el
3.1: “No os hagáis maestros muchos de vosotros, sabiendo que recibiremos mayor
condenación”. Un liderazgo proactivo y ejemplar es esencial en cualquier
asamblea para que su testimonio sea eficaz; los hermanos que no lo pueden dar,
deben ceder a los que sí pueden.
Joab tenía una meta positiva en esta batalla, como había tenido también
en su ataque contra los jebuseos. Peleaba contra los sirios pero a la vez “por
las ciudades de nuestro Dios”. Él sabía que Israel nunca estaría a salvo
mientras los enemigos ocupaban la heredad del pueblo de Dios. Nos trae a la
mente los ataques que Pablo lanzaba contra aquellos que describía como enemigos
de la cruz de Cristo, Filipenses 3.18, aun cuando su ministerio era positivo y
no negativo. “Escribo estando ausente, para no usar de severidad cuando esté
presente, conforme a la autoridad que el Señor me ha dado para edificación, y
no para destrucción”, 2 Corintios 13.10. La
manera más segura de combatir el error es enseñar la verdad con un enfoque
positivo y luego ponerla por obra.
Posiblemente se presten a confusión las palabras finales de Joab a su
hermano: “Haga Jehová lo que bien le pareciere”. Esto no da a entender una
actitud de fatalismo en cuanto al desenvolvimiento de la batalla por delante.
Los hijos de Israel podían confiar en las promesas específicas que habían
recibido de Dios. La tierra les había sido prometida a ellos como nación, y
estaban asegurados de la ayuda divina contra sus enemigos con tal que le
confiaran todo a Él. Por no contar con tantos hombres, y por estar mal
posicionados, ellos dudaban de sí mismos y veían su dependencia de Dios. Un
líder espiritual discernía qué haría Dios y por esto podía confiar que todo
saldría bien.
En nuestra propia lucha espiritual nosotros también contamos con
“preciosas y grandísimas promesas”, 2 Pedro 1.4. Pero parece que a menudo
pensamos que los eventos están gobernados por una suerte ciega en vez de un
Padre omnipotente y omnisciente. Por ejemplo, después de una reunión de
predicación del evangelio, tal vez poco asistida o con ningún indicio de
interés de parte de los inconversos que asistieron, algún hermano dirá en señal
de derrota: “Mi palabra… no volverá a mí vacía”, Isaías 55.11, sin siquiera
citar el resto del versículo: “Hará lo que yo quiero, y será prosperada en
aquello para que la envié”. Esa semi-cita es un bálsamo para calmar nuestra
conciencia cuando hay, o parece haber, una carencia de bendición, como si de
alguna manera misteriosa los oyentes inexistentes van a recibir beneficio de un
evangelio que no les fue predicado. Pero las Escrituras muestran en diversas
partes que el Señor tiene un hondo deseo de bendecir, y raras veces abrazamos
en plena certidumbre de fe las promesas que Él ha dado.
Una promesa no apropiada ni disfrutada como un hecho consumado es de
poco valor a nuestros corazones. El deseo de Pablo es que comprobásemos cuál
sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta, Romanos 12.2. El
conocimiento de la voluntad suya y la dependencia de las promesas suyas nos
aseguran de nuestras acciones y da confianza de que serán bendecidas.
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