lunes, 5 de septiembre de 2016

UNA SOLA OFRENDA, VARIOS SACRIFICIOS (Parte IX)

(Levítico 1 a 7)
"A Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Corintios 2:2).         


4. EL SACRIFICIO DE PAZ (Levítico 3; 7:11-36)
En la institución de los sacrificios, el sacrificio de paz estaba tercero en la lista (Levítico 1-5). Ahora, al tratarse de las "leyes" de las ofrendas (Levítico 6-7) vemos que es el último. Éste no se ofrecía para ser "aceptado", como el holocausto, ni para ser "perdo­nado", como el sacrificio por el pecado, sino que el que lo ofrecía lo hacía para dar gracias (7:12). Sabía, por la fe, que había sido aceptado en Cristo, que sus pecados habían sido borrados por Su sacrificio, y que, de esta manera, podía tener comunión con el Padre, con su Hijo Jesucristo y con sus hermanos (1 Juan 1:3).
Tal es el sacrificio de paz. Cristo "hizo la paz mediante la sangre de su cruz" (Colosenses 1:20); "anunció las buenas nuevas de paz" (Efesios 2:17); "él es nuestra paz" (Efesios 2:14).
Expresa, además, la comunión. Hay una parte para Dios: la sangre y la grosura; otra parte para los sacerdotes: la espalda y el pecho, y, finalmente, otra para el adorador y sus invitados: el resto de la ofrenda. Según 1 Corintios 10:18 (V.M.), el que llevaba un sacrificio de paz, deseaba tener comunión con el altar. Asimismo, en la Cena tenemos comunión con Dios res­pecto al sacrificio de su Hijo; tenemos comunión con el cuerpo y con la sangre de Cristo que fueron dados por nosotros; expresamos la comunión unos con otros par­ticipando todos de aquel mismo pan.
Sacrificio de acción de gracias, sacrificio de paz y de comunión, este sacrificio era una ofrenda voluntaria de olor grato. Implicaba un ejercicio personal ante Dios: "Sus manos traerán..." (Levítico 7:30). Sólo aquellos que saben que sus pecados han sido perdona­dos a causa de la obra del Señor Jesús y que son en alguna medida conscientes de haber sido hechos acep­tos en el Amado, pueden ofrecer el sacrificio de paz y realizar la comunión fraternal; aquellos que no conocen al Señor por sí mismos, no tienen aquí parte alguna. No podrían participar —no decimos asistir— del culto de acción de gracia y menos aún de la Cena del Señor.

La parte de Dios
Como siempre, la ofrenda debía ser sin defecto.
La sangre era rociada alrededor del altar. Incluso cuando no se trata de perdón ni de aceptación, la san­gre de Cristo guarda todo su valor ante Dios, sea cual fuere el aspecto bajo el cual se considere la obra de su Hijo. Él es la eterna base de nuestra relación con Dios.
La grosura era quemada enteramente sobre el altar. Ella representa lo que hacía las delicias de Dios en Cristo: la energía interior, la devoción a su voluntad hasta la muerte: "No... mi voluntad, sino la tuya" (Lucas 22:42). Juan 10:17 nos da el alcance de esto: "Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida". Sólo Dios puede apreciar realmente esta devoción de su Hijo hasta la muerte. Lo contemplamos, adoramos, felices de que en esta obra haya una parte especialmente para Dios.
Levítico 7:22-27 insiste en el hecho de que ningún israelita debía comer la sangre, ni la grosura. No pode­mos entrar en el "misterio de la piedad", Dios manifes­tado en carne (1 Timoteo 3:16), el Señor Jesús, que vino como hombre para poder ofrecer su cuerpo (Hebreos 10:10) en sacrificio y derramar su sangre. "Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre" (Lucas 10:22). El valor único de su sangre y de su persona sobrepasa el entendimiento de la criatura.

4. EL SACRIFICIO DE PAZ (Levítico 3; 7:11-36)                   

La parte de los sacerdotes
El pecho, ofrecido junto con la grosura, mecido ante Dios, era comido después por Aarón y sus hijos. El pecho nos habla del amor de Cristo que excede a todo conocimiento, según la oración de Efesios 3:19. Como sacerdotes, somos llamados a alimentarnos de este amor de Cristo, y a ser "plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor" (Efesios 3:18) de Aquel que podía decir: "Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos" (Éxodo 21:5). Es el amor de Cristo por su Padre, por su esposa (la Iglesia), por cada uno de sus rescatados. Alimentados de este amor, podremos ser llenos de toda la plenitud de Dios. Pero jamás podremos comprenderlo en su plenitud: ¡Excede a todo conocimiento! Es también la grosura quemada sobre el altar.
El alimento forma al hombre interior; lo que comemos se transforma en parte de nosotros mismos. Llenos del amor de Cristo, los rescatados son conduci­dos a imitarlo. "Como el Padre me ha amado, así tam­bién yo os he amado; permaneced en mi amor" (Juan 15:9): a esto corresponde alimentarse del pecho del sacrificio de paz. Y el Señor añade: "Que os améis unos a otros, como yo os he amado" (Juan 15:12). Ali­mentados del amor del Señor, arraigado y sobreedificado en él, manteniéndonos firmes en él, podremos amarnos unos a otros.
Los sacerdotes también comían de la ofrenda vegetal que acompañaba al sacrificio (Levítico 7:12). Esta nos habla del andar de Cristo. Alimentarse de ella es, como lo hemos visto, penetrar profunda y personal­mente en el andar de Cristo aquí abajo. Llenos así de él, seremos formados interiormente para "andar como él anduvo" (1 Juan 2:6). Amar como él nos amó, andar como él anduvo, tal es la parte de los "sacerdotes": cre­yentes que no sólo se gozan de ser salvos, de tener paz con Dios, de experimentar Sus cuidados y bendiciones, sino que toman a pecho lo que conviene a Dios, lo que El desea, lo que él pide:
¿De qué incienso la fragancia Pura, a Ti subiera en loor? El nardo de nuestra alabanza, ¡Oh Jesús! ¿No es tu mismo amor?
La espaldilla elevada también era la parte del sacerdote. Esta espaldilla nos hace pensar ante todo en la fuerza y en el poder (compárese con Éxodo 28:12; Lucas 15:5). Es la oración de Efesios 1:18-20: "para que sepáis... cuál es la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la ope­ración del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos". ¡Qué poder debe Dios desplegar para arrancar un alma a Satanás y al mundo, y hacer de ella su hijo! El mismo poder operó en Cristo a fin de resucitarlo de entre los muertos. Pronunciar una simple fórmula no da la vida, pero comer su carne y beber su sangre (Juan 6:54), es decir, creer con todo nuestro ser a un Cristo muerto, implica la operación de todo el poder de Dios, para la apropiación personal por la fe de las virtudes de ese sacrificio.
Pero si consideramos la espaldilla elevada, en rela­ción con 1 Samuel 9:24, desde el punto de vista de Cristo mismo, reconoceremos su parte personal, la por­ción elevada que corresponde a Aquel que tiene toda la preeminencia. Él dio su sangre y ofreció el sacrificio perfecto (Levítico 7:33). Obediente hasta la muerte, recibió un nombre que es sobre todo nombre; está sen­tado a la diestra de la Majestad en las alturas; el princi­pado estará sobre su hombro; y toda rodilla se doblará ante Él.

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