I.
EL
AMOR
Antes
de considerar en detalle el contenido de este maravilloso pasaje, hay dos
importantes cuestiones preliminares que merecen nuestra atención, a saber, el
marco de este capítulo y el significado de “amor”.
Primeramente,
el marco de este capítulo: los capítulos 12, 13 y 14 de esta Epístola forman
una sección bien definida de ella, que trata del tema de los dones espirituales;
el capítulo 12 habla de la abundancia de los dones repartidos; el 13 habla de
su energía vital; y el 14 habla de su digno ejercicio.
Así
que, entre la dotación del capítulo 12 y el ejercicio del capítulo 14, está
colocado este sublime cántico, demostrando que solamente el amor puede
garantizar el buen uso en el capítulo 14 de lo que ha sido otorgado en el
capítulo 12.
Se
ha observado que “a cada lado de este capítulo aun brama el tumulto de
argumento y reconvención. Pero dentro del capítulo todo es calma; sus frases se
desenvuelven en una melodía casi rítmica, las figuras se desarrollan con una
exactitud casi retórica”. Nos podemos imaginar cómo el amanuense del apóstol
debe haberse detenido para observar el rostro de su maestro, al notar el cambio
repentino en el estilo de su dictado, y habrá visto iluminarse su faz como si
hubiera sido el rostro de un ángel, al representársele esta visión de
perfección divina. Esta es la primera descripción detallada que tenemos de
este elemento de virtud y no podemos menos que extrañamos que haya sido Pablo
y no Juan que nos la ha dado. Para las mentes de ambos grandes apóstoles, a
pesar de todas sus otras divergencias, el amor representaba la principal
verdad y la principal doctrina del Cristianismo y no dudamos que ambos lo
derivaban de una misma fuente —el carácter y ejemplo de Cristo.
A
la Iglesia de Corinto “no le faltaba nada en ningún don”, pero era muy
deficiente en cuanto al amor, según parece por la lectura de la epístola. Pero
el Espíritu Santo aquí declara que, si uno no tiene amor, no tiene nada; y si
tiene amor, por mucho que le falte tiene lo que más vale. Esto, naturalmente,
nos lleva a la consideración del otro punto preliminar: el significado de amor
La
Versión Hispano Americana ha hecho bien en substituir la palabra “amor” por la
palabra “caridad” de la Versión Cipriano de Valera, porque esta expresión ha
cambiado de significado. Generalmente significa el dar limosna, como en la
frase “un acto de caridad”, o “una persona caritativa”; y el amor se contrasta
con esta idea en el versículo 3. Pero se puede dar limosna sin amor, de manera
que la palabra “caridad” como ahora la entendemos es una versión del todo
inadecuada de la palabra en este capítulo, y en cualquier otro lugar que ocurre
en el Nuevo Testamento.
Es
bien que observemos al principio que el amor aquí no está definido, sino tan
sólo exhibido. “Hay ocasiones cuando la definición es destrucción”. ¿Quién jamás
puso en duda la belleza de la puesta del sol? ¿Pero quién la puede definir? El
astrónomo nos puede dar las matemáticas del hecho, y no dudo que entren las
matemáticas en la puesta del sol, pero no hay la gloria del ocaso en las
matemáticas. La belleza definida es la belleza destruida. Pero, aunque el amor
no puede ser definido, puede ser descrito y demostrado, y prestando buena
atención a las expresiones del amor, llegaremos a comprender y apreciar su
verdadera naturaleza.
Sea
dicho, primeramente, pues, que el amor es espiritual. Hay tres palabras en el
idioma griego que se traducen “amor”. Una de ellas se refiere al amor
pasional, a la lujuria, al deseo sensual. La palabra se encuentra en el Antiguo
Testamento en Esther, Ezequiel, Oseas y Proverbios, pero nunca en el Nuevo
Testamento. La idea que encierra es tan vil, que el Cristianismo no halló uso
para ella.
La
segunda de estas palabras habla del amor de impulso, de afecto o cariño, de
inclinación natural. La hallamos en palabras tales como “filosofía” y
“Filadelfia”. Se encuentra en ambos Testamentos y habla generalmente de
nuestro amor mutuo, de afecto entre parientes y amigos.
Pero
la tercera palabra, la que se emplea en este capítulo y tan a menudo en el
Nuevo Testamento, expresa el carácter determinado por la voluntad, y no la
espontánea emoción natural. Denota el amor que elige su objeto con decisión
de la voluntad, de manera que llega a ser una devoción abnegada o compasiva
para y en favor del mismo. La palabra se emplea en todos los casos donde la
dirección de la voluntad es el punto que debe considerarse. Así que “amor” y
no “afecto” o “cariño” se emplea para la actitud cristiana hacia los enemigos.
El Cristianismo tomó esta palabra y le infundió un significado enteramente
nuevo, que lo distingue de todo lo que sea sensual o meramente emotivo, esta
palabra es, pues, absolutamente libre de mancha de ninguna idea vil.
Así
que lo primero que debe aprenderse es la cualidad espiritual del amor. Ahora,
sea dicho en segundo lugar, que el amor es divino. Esta tercera palabra tiene
el singular honor de ser el único sustantivo que denota un atributo moral que
se emplea como predicado de Dios mismo de una manera simple y sin explicación o
imitación alguna: “Dios es amor”.
Por
lo tanto, no estamos cantando un concepto abstracto cuando cantamos el himno
conmovedor de Jorge Matheson:
“¡Oh!
Amor que no me dejarás,
Descansa
mi alma siempre en Tí;”
pero
estamos adorando a Aquel que no solamente ama, pero es amor, cuyo carácter es
santo amor.
Es
este hecho, que Dios es amor, que da a la palabra “amor”, como se emplea en el
Nuevo Testamento su cualidad celestial. De estos escritos aprendemos que este
amor se descubre esencialmente tan sólo en Dios, se demuestra perfectamente tan
sólo por Dios, y se deriva mediatamente tan sólo de Dios.
Y
porque es espiritual y divino, debe agregarse, en tercer lugar, que el Amor es
indestructible. El apóstol dice aquí que mientras que otras cosas se acabarán,
el amor permanece, nunca fenece. No depende de, ni es afectado por, nada fuera
de sí. Se complace en derramarse tanto sobre los dignos como sobre los
indignos y, en el corazón humano, se mueve hacia arriba y hacia afuera, hacia
arriba a Dios, hacia afuera a los hombres. En el capítulo que estamos estudiando
se nos presenta la segunda de estas acciones.
Kagawa
ha ido al fondo del asunto cuando dice que “El Amor es la ley de la vida. Es el
principio básico de la salud espiritual; la suprema fuerza constructora de la
vida; el formador del carácter, el revelador de la verdad, el secreto del
desarrollo y la prenda del cumplimiento”.
La
distinción entre el amor natural y el sobrenatural, entre el afecto humano y
el amor que es espiritual, divino e indestructible, está bien demostrada en la
conversación que tuvo el Cristo resucitado con Pedro, sobre la playa del Lago
de Galilea, una mañana al amanecer. Esta es, en substancia, la conversación:
Jesús
preguntó a Pedro: “¿Me amas más que éstos?” Pedro respondió: “Sí, Señor, tú
sabes que te quiero”.
Jesús
le preguntó por segunda vez, “¿Me amas?” y Pedro respondió. “Sí, Señor, tú
sabes que te quiero”.
Por
tercera vez Jesús preguntó, “¿Me quieres?” y entristecióse Pedro de que le
hubiese dicho la tercera vez: “¿me quieres?” No se entristeció porque Jesús le
preguntó tres veces, sino porque la tercera vez Jesús descendió a su palabra,
como él no se había elevado a la palabra que empleó Jesús. Y le respondió:
“Señor, tú sabes todas las cosas, tú conoces que te quiero”.
Este
pasaje notable demuestra que la fe de Pedro en sí mismo había sido tan
severamente sacudida por sus negaciones de su Señor, que no se atrevía ahora a
profesar este amor espiritual e indestructible hacia Él, pero puede confesar
su afecto humano. Pero después de Pentecostés el apóstol se elevó al nivel más
alto y comprobó su amor con su muerte.