martes, 12 de marzo de 2019

LOS VERDADEROS ADORADORES

“Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan 4:23).



Estas palabras del Señor Jesús nos recuerdan que Dios quiere salvar a los pecadores y hacerlos adoradores. Desea que comprendan lo que hizo de ellos, así como también lo que espera de ellos. “Como a sensatos os hablo”, dijo el apóstol Pablo (1 Corintios 10:15).
Nos proponemos buscar en la Biblia la respuesta a las siguientes preguntas:

¿Por qué adorar?
¿Quién debe ser adorado?
¿Quiénes son los que adoran?
¿Dónde, cuándo y cómo conviene adorar?

¿Por qué adorar?
El principio de la mayoría de las religiones consiste en cumplir obras y ceremonias para apaciguar a Dios y satisfacer su justicia. Los paganos traen sus ofrendas a los ídolos para que éstos les sean favorables y los protejan del mal que les pudiera sobrevenir.
Pero nosotros, los cristianos, no adoramos a Dios el Padre y a su Hijo Jesucristo movidos por tales cosas. No alabamos para ser salvos, protegidos o liberados, sino porque lo somos. No podemos hacer nada por nosotros mismos para nuestra salvación: ni amar a Dios, ni agradarle, ni obedecerle. Fue Él quien lo hizo todo, dándonos un Salvador.
La adoración a Dios es simplemente la expresión de nuestro agradecimiento y la ocasión de glorificar su grandeza.
Volvamos a considerar la diferencia fundamental que hay entre la verdadera alabanza y la religión de los hombres. El hombre quiere hacer algo y aportar alguna cosa; piensa así que Dios se lo agradecerá perdonándole y ocupándose en él. Nosotros, los creyentes, comprendemos que Dios nos dio todo por amor. Simplemente nos conviene alabarle, reconociendo lo que es y lo que hizo. El amor que expresamos en la alabanza es la adecuada respuesta al Suyo: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19).
En la cristiandad, pocos son los hijos de Dios que han comprendido bien este deber y privilegio. Un ejemplo del evangelio nos hace tomar conciencia de él. Lucas 17:11-19 nos muestra al Señor Jesús sanando a diez leprosos. De ellos, uno solo —un samaritano— vuelve para agradecerle. “Y los nueve ¿dónde están?” dice el Señor. Es como si a cada uno de aquellos a quienes ha “limpiado” —es decir, a quienes ha lavado sus pecados— le preguntara con tristeza: «¿Por qué no estás tú presente a la cita fijada para decirme gracias y dar gloria a Dios?»

¿Quién debe ser adorado?
Antes de la venida de Cristo a la tierra, los creyentes, como Abraham, adoraban ya a Dios. Él se había revelado a ellos como el “Todopoderoso” (Génesis 17:1) y como el “Altísimo” (Génesis 14:22); le adoraban como tal. Más tarde, los israelitas alabaron a “Jehová”, pero no conocían a Dios como “Padre”.
Después de su muerte y resurrección, el Señor anuncia a sus discípulos, por medio de María Magdalena, que se han establecido nuevas relaciones: “Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17). Este maravilloso mensaje afirma que, en adelante, los creyentes son introducidos en la misma relación que el Señor Jesús tiene con el Padre. “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Juan 5:11).
Como consecuencia de la ascensión del Señor Jesús al cielo —donde está sentado a la diestra de Dios— el Espíritu Santo es dado a los creyentes. Él nos une a Cristo y nos introduce en la dulce relación de hijos. Ahora podemos llamar a Dios «nuestro Padre». Hemos “recibido el Espíritu de adopción por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15).
Si consideramos lo que éramos en otro tiempo y lo que Dios, en su amor, hizo por nosotros, nuestros corazones se llenarán de agradecimiento hacia él. “Porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34).
Pero también adoramos al Señor Jesucristo. Apocalipsis 4 y 5 nos muestra una escena futura que tendrá lugar en el cielo tras el arrebatamiento de la Iglesia. En el centro hay un trono; en medio de ese trono, un “Cordero como inmolado”; alrededor del trono, una inmensa multitud de seres celestiales. Allí vemos a veinticuatro ancianos, los cuales representan a todos los creyentes. Éstos echan sus coronas delante del trono, se postran y cantan un nuevo cántico: “Con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes” (5:9-10). Este Cordero es el Señor Jesucristo. De todos los pueblos de la tierra habrá rescatado almas preciosas. Todas ellas estarán allí, alrededor del trono, cantando en la misma lengua el mismo cántico. Recordarán la misma historia y alabarán a la misma Persona.
¿Se encontrará usted allí? ¿Formará parte de esa inmensa multitud de criaturas felices? No espere hasta estar en el cielo y ver al Cordero para alabarle. Ahora mismo está usted invitado a adorar al Padre y al Hijo.

¿Quién puede adorar?
Al principio del libro del Éxodo, el pueblo de Israel se encontraba esclavo en Egipto; al final de éste, pasó a ser adorador en el desierto. Construyó el tabernáculo donde Dios deseaba habitar. Allí, por intermedio de los sacerdotes, el pueblo podía acercarse a Él para adorarle.
¿Qué ocurrió, pues, entre ambas situaciones? Algo extraordinario: la redención —o rescate—, de la cual nos habla en figura la Pascua y la travesía del mar Rojo.
Por consiguiente, esto nos enseña cuáles son las condiciones necesarias para llevar a un esclavo de Satanás a la posición de adorador: Debe ser rescatado. Dios puede ser adorado únicamente por aquellos que son salvos. Muchas personas se dicen cristianos, frecuentan las «iglesias»; pero si ellas no han recibido al Señor Jesús como su Salvador, Dios no puede aceptar esa clase de culto.
Ahora surge otra pregunta: ¿Pueden ser adoradores todos los rescatados? Sí. Para confirmarlo, ¿sabe usted a quién habló el Señor Jesús por primera vez sobre la adoración? No fue a los discípulos, ni a Nicodemo, maestro de Israel, sino a una pobre mujer que vivía en inmoralidad, a una samaritana (Juan 4:23). Tan pronto como ella aprendió a conocer a su Salvador —al Salvador del mundo— vino a formar parte de aquellos que pueden adorar al Padre. Así, pues, todos los rescatados —hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, sean de la raza que fueren— tienen el derecho y el gozo de adorar al Padre.
Sin embargo, nunca olvidemos que Dios es santo. Si un cristiano se deja sorprender por el mal y no lo juzga o se deja seducir por doctrinas que contradicen la Biblia, Dios jamás acepta el culto que tal persona pretende rendirle.
          Antes de hablarle de adoración a la mujer samaritana, Jesús le hizo ver su estado de inmoralidad. Para poder adorar al Padre, era necesario que ella cambiara de vida. “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:15-16).

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