martes, 12 de marzo de 2019

LAS CANCIONES DEL SIERVO (3)

LA SEGUNDA CANCIÓN: LA PREPARACIÓN DEL SIERVO.
Isaías 49: 1 - 6 y SS.
Ahora, a diferencia de la primera, es el Siervo mismo quién habla, presentándose ante el audi­torio universal de los que son beneficiarios de su Obra. No hay otro pasaje igual en todo el libro, excepto la tercera canción y el oráculo del capítulo 61. A partir del vers. 7 Jehová responde en térmi­nos parecidos a los usados en la primera canción, y este diálogo nos ayuda a entender cuán íntima era la comunión que existía entre el Siervo y su Dios.
Esta canción versa sobre la preparación del Siervo para su ministerio, algo que requirió un proceso largo de entrenamiento. No es muy aventurado afirmar que se trata de los «años escondidos» en Nazaret antes del ministerio público. Incluso notamos que el potencial que hay en el Siervo está sin usar: la «espada» se está preparando, afilándose, la «flecha» sigue en la «aljaba». La Obra a realizar se halla en el porvenir todavía. Notemos brevemente los rasgos principales.

Su clara vocación. Vers. 1, 3 y 5.
Como Jeremías antes y Juan Bautista después, el Siervo tiene una convicción indubitable acerca del propósito divino que le trajo al mundo. Aún antes de nacer, recibió el llamamiento -indicio leve pero claro de su preexistencia-, y este hecho tuvo su confirmación en el Nombre que se le dio: Jesús, «Jehová es el Salvador» (Mateo 1:21). Y este nombre delata tanto la Persona como la Obra que vino a realizar.

Su concepción y nacimiento. Vers. 1.
No hemos de buscar aquí ningún indicio del nacimiento virginal (¿a quién puede interesarle la genealogía de un esclavo?, véase Marcos 1:1), sino que se le equipara con otros siervos de Dios como Jeremías y Pablo, ambos de los cuales se sabían llamados en fecha tan temprana de su existencia (Jer. 1:4; Gál. 1:15, y compárese con Lucas 1:15, 41).

Su preparación profética.
En su caso «la espada del Espíritu» fue perfectamente preparada, pero hubo un proceso lógico para ello, en la niñez y juventud del Siervo, por el que «se llenaba de sabiduría» (Lucas 2:40, 52). Por supuesto, este proceso no era de tipo académico, sino que la sabiduría lo tuvo que asimilar y recibir a pulso, día tras día, en comunión creciente con el Padre, al ser sometido a prueba en las condiciones normales de una vida humana, tanto en la vida laboral como la familiar, la religiosa, etc. Por el relato evangélico sabemos muy bien que Jesús gozaba de una convicción plena desde temprana edad acerca de quién era y para qué había venido (vers. 3).

Su protección providencial.
Las frases «me cubrió con la sombra de su mano... me guardó en su aljaba», juntamente con el vers. 8, indican que en este período formativo recibió una protección especial, como Lucas 1:35, Salmo 91:11-12 y Apoc. 12:5 también manifiestan. Suponemos que ésta fue retirada durante los tres años de su ministerio públi­co a fin de que el diablo pudiese tentarle cómo y cuándo quiso, lo que pondría de manifiesto la perfección del Siervo en toda clase de circunstancias.

Su prueba de paciencia.
Los vers. 2 y 4 nos dan algunos atisbos en este período de larga espera al que tuvo que ser sometido, cosa absolutamente necesaria si había de estar en condiciones óptimas para vencer al enemigo. Con un poco de imaginación podemos adivinar cómo serían las circunstancias del cotidiano vivir de Jesús en aquellos años de Nazaret. La vida giraría en torno al hogar de José y María, entre numerosos hermanos y hermanas menores (hubo por lo menos seis, que sepamos) y otros parientes, el taller de carpintería con su trabajo variado, el pue­blo con su bullicio, la sinagoga, etc. Al morir el padre asumiría él, como hijo mayor, la jefatura del hogar y del negocio, y es de suponer que, con el transcurso de los años, envuelto en esta vivencia rutinaria, tendría respon­sabilidades crecientes. No sabemos si prosperó la carpintería, pero es fácil comprender la complicada red de relaciones comerciales y sociales que se establecerían con la numerosa clientela que, seguramente, se com­pondría de toda clase de personas: labradores, pequeños comerciantes, oficiales romanos, fariseos, algún que otro noble o adinerado, etc.
Cual José, hijo de Jacob, «la palabra de Jehová le probó» (Sal. 106:19) en aquel tiempo - ¿y no sería posible suponer que alguna vez el Siervo pensase en términos análogos a lo expresado en el versículo 4? Las palabras rezuman confianza en su Dios, en cuyas manos descansa su «causa», pero a la vez reflejan cierta perplejidad al ir pasando los años y no ver ninguna señal todavía del momento de la dedicación total al minis­terio que había de realizar. Cuántas veces no se preguntaría Jesús, quizás después de un día difícil de tratar con clientes tacaños o aprovechados y de haber perdido horas yendo de un sitio para otro infructuosamente: ¿es por esto que estoy aquí, para cobrar facturas o establecer condiciones de pago con los que no pueden o no quieren pagar, o fabricar muebles bonitos para aquellos que no les interesa en absoluto a mi Dios, o construir alguna casa de veraneo para algún potentado romano, herodiano o publicano, que no piensan en otra cosa que robar a mi pueblo? En aquellos años, y no sólo después, Jesús hubo de ser tentado en todo según nuestra se­mejanza, pero, gracias a Dios, sin caer nunca en la trampa diabólica del pecado. Sabía que todo eso era necesa­rio pasarlo para que, como Hijo que era, «aprendiese la obediencia» (Hebr. 5:9). No hemos de pensar que todo le era absolutamente fácil; necesitó ser «perfeccionado por las cosas que sufrió», tanto antes como después de su salida al ministerio público.

La revelación creciente de la voluntad divina.
El tema del crecimiento físico - mental del Siervo es apasionante, pero aquí sólo podemos notar los rasgos más relevantes. Es de suponer que los acontecimientos que rodearon su concepción y nacimiento le serían contados después por sus padres cuando llegase a la edad de comprenderlos: el doble anuncio angelical, tanto a José como a María, del Nombre que había de llevar y el propósito de su Venida al mundo (en la medi­da que ellos lo habían entendido), su linaje davídico y una creciente revelación mediante las Escrituras en la comunión constante con su Padre. Leemos aquí del nombre de «Israel» que se le aplica, del propósito divino de restaurar al pueblo por su medio (vers. 5), y de alcanzar a los gentiles (vers. 6). Él es en sí mismo la salva­ción y el pacto (vers. 6 y 8), aunque los vers. 8 y ss. delatan por primera vez, en la serie de canciones, la oposi­ción que se levantaría a su gestión. Los términos mesiánicos del resto de los versículos, desde el 8 en adelante, son inconfundibles. Aunque los Evangelios no revelan más acerca de aquellos «años escondidos», es evidente por el único incidente que descorre el velo por unos instantes -cuando tenía doce años- que Jesús sabía quién era y para qué había venido (sin que esto implique un conocimiento de todos los detalles todavía).

Su poder. Vers. 5b.
Vemos una plena identificación entre el Siervo y su Dios, el cual le fortaleció en la larga prueba. «Dios mío es mi fuerza» dice; sólo el Padre podría darle la gracia y el poder suficientes para soportar y sacar provecho de aquellos treinta años de aprendizaje. Y todo esto nos proporciona precisas lecciones para el servi­cio cristiano en pos del Siervo que comentaremos al final de la tercera canción.

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