viernes, 2 de agosto de 2019

EL FRUTO DE LA TIERRA

“Al otro día de la pascua comieron del fruto de la tierra, los panes sin levadura, y en el mismo día espi­gas nuevas tostadas. Y el maná cesó el día siguiente, desde que comenzaron a comer del fruto de la tierra” (Josué 5:11-12).



Podemos considerar a Cristo de diferentes mane­ras:
—  como el Cordero cuya sangre fue derramada para reconciliamos con Dios;
    como el maná, verdadero pan que descendió del cielo;
    pero también como el fruto de la tierra, es decir Aquel que subió otra vez a la gloria, adonde estaba primero.
La manera en que acostumbramos a considerarlo, tendrá gran influencia en nuestra vida espiritual.
Aquellos que consideran a Jesús solamente como el Crucificado —sin duda pensamiento precioso y ben­dito—, no pueden conocer la liberación completa del mundo o de sí mismos; tampoco pueden gozar de la libertad y del gozo de la presencia de Dios.
Cuando abrazamos por la fe las bendiciones de la nueva creación que Dios nos dio en los lugares celes­tiales en Cristo, la verdadera Canaán, conocemos a Cristo allá arriba como “el fruto de la tierra”. “El grano de trigo” caído en la tierra murió (Juan 12:24), pero también resucitó, está vivo, y ahora está en la gloria. No consideramos solamente la obra de Cristo en la cruz por nosotros, ni las bendiciones de arriba derrama­das sobre nosotros durante nuestra marcha en la tierra: el “maná”; vemos a un Cristo perfecto en el cielo, una Persona viva en la gloria, por medio de la cual nos llegó toda bendición.
Se dice además que, con el fruto de la tierra, comieron “los panes sin levadura, y... espigas nuevas tostadas” que incontestablemente nos presentan los sufrimientos de Aquel que fue “molido por nuestros pecados” (Isaías 53:5), y sobre quien cayó el fuego del juicio divino. Tengamos presente el hecho de que, si bien estamos verdaderamente ocupados en un Cristo que subió al cielo, nunca hemos de olvidar que vino a la tierra, ni lo que hizo por nosotros en la cruz.
Ahora tenemos el privilegio de contemplar a Jesús glorificado, “el fruto de la tierra”, como aquello que dirige y absorbe nuestros corazones. Y cierta­mente es suficiente para llenar y satisfacer nuestras mentes y corazones. Escuchemos al inspirado apóstol que nos exhorta a buscar “las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Colosenses 3:1).
Los hijos de Israel se alimentaron del “cordero” durante la noche de la Pascua, del “maná” por la mañana temprano en el desierto, pero también del “fruto de la tierra” en Canaán cada vez que sintieron la necesidad.
La fiesta de la Pascua era celebrada como recuerdo del cordero sacrificado; por su sangre, la seguridad de ellos estaba garantizada. Debía comerse “asada al fuego” (Éxodo 12:9); esto evoca los sufri­mientos de la muerte que el Cordero de Dios sufrió por nosotros.
El “maná” nos habla de Aquel que bajó del cielo, “el pan vivo que descendió del cielo” (Juan 6:51). El maná era “una cosa menuda” a los ojos del hombre y debía ser recogida antes que caliente el sol porque “luego que el sol calentaba, se derretía” (Éxodo 16:14, 21); debemos tomar un tiempo para nutrirnos de Cristo antes de que las cosas de la tierra, aunque nece­sarias, nos absorban. Las cosas de Dios deberían tener la prioridad en nuestra vida. Empezar el día con la fuerza de Dios, es el secreto para que ese día vaya bien.
Como lo hemos visto, se podía comer “del fruto de la tierra” en todo momento. Los hijos de Israel no lo conocían antes de haber tomado posesión de Canaán. Allí había una provisión ilimitada. El fruto de la tierra representa a un Cristo perfecto, resucitado y elevado en la gloria. Lo vemos en los lugares celestia­les: la tierra de Canaán. Entramos en el Lugar Santí­simo por la sangre de Jesucristo (Hebreos 10:19), y allí contemplamos a Cristo como Cabeza del cuerpo, que es la Iglesia, “sobre todo principado y autoridad y poder y señorío” (Efesios 1:21-22); es el Hombre glo­rificado.
Al conocer de esta manera a este Hombre bendito en la gloria, tenemos en él, que es nuestra justicia, una provisión completa e inagotable de fuerza y bendición. En él somos aceptos y benditos, perfectos y sentados en los lugares celestiales. Por eso somos exhortados a permanecer en él, a andar en él, a estar “arraigados y sobreedificados en él” (Colosenses 2:7). ¡Maravilloso lugar de bendición! ¡Privilegio inefable!
El “cordero” se comía, como también el “maná” y el “fruto de la tierra”. ¿Qué instrucción podemos sacar? Cada uno de esos alimentos nos hablan de Cristo; entonces debemos alimentamos de él por la fe. No solamente pensar en él, o leer algo sobre él, oír o hablar nosotros mismos de él, sino también recibir en nuestros corazones la revelación que Dios nos da de Jesús, para nuestro mantenimiento y gozo. Los hijos de Israel no se contentaban en pensar en la carne del cor­dero o en mirarla; la comían. Lo mismo ocurría con el maná y con el fruto de la tierra. Sentían que necesita­ban de ello; tenían su porción de este alimento y así recibían la fuerza para caminar y servir. Podemos leer un capítulo de la Biblia u oír una predicación, y, sin embargo, lamentablemente podría decirse de nosotros, como de otros: “no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron” (Hebreos 4:2).
Nutrirse de Cristo es tener comunión con él y depender en todo de él; es apoyarse en él, tal como las Escrituras nos lo presentan y como el Espíritu Santo nos lo revela. Cuando el testimonio de Dios mismo en cuanto a su Hijo es recibido así en nuestros corazo­nes por la fe, Cristo se convierte en el alimento y la fuerza de nuestras almas. Cuanto más nos alimenta­mos de ese Cristo de las Escrituras, más somos atraí­dos hacia él.
No tenemos un poder visible que nos sostenga, como el pueblo de Israel que comía el “cordero”, el “maná” o el “fruto de la tierra”. Pero es muy impor­tante retener firmemente lo que para nosotros es la fuente de un buen estado de salud y actividad espiritual, de nuestro gozo y de nuestra fuerza: estar ocupados personalmente de Cristo mismo. Debemos desconfiar de prácticas o costumbres muertas, frías y formalistas: no tienen ningún beneficio. Es necesario más que nunca sentarse a los pies de Jesús y escuchar su Palabra. Permanezcamos en Cristo continuamente para hacer progresos espirituales y prácticos.
Creced, 2014

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