“Al otro día de la pascua comieron del fruto
de la tierra, los panes sin levadura, y en el mismo día espigas nuevas
tostadas. Y el maná cesó el día siguiente, desde que comenzaron a comer del
fruto de la tierra” (Josué 5:11-12).
Podemos considerar a Cristo de diferentes
maneras:
— como
el Cordero cuya sangre fue
derramada para reconciliamos con Dios;
—
como
el maná, verdadero pan que
descendió del cielo;
—
pero
también como el fruto de la tierra, es decir Aquel que
subió otra vez a la gloria, adonde estaba primero.
La manera en que acostumbramos a
considerarlo, tendrá gran influencia en nuestra vida espiritual.
Aquellos que consideran a Jesús solamente
como el Crucificado —sin duda pensamiento precioso y bendito—, no pueden
conocer la liberación completa del mundo o de sí mismos; tampoco pueden gozar
de la libertad y del gozo de la presencia de Dios.
Cuando abrazamos por la fe las bendiciones
de la nueva creación que Dios nos dio en los lugares celestiales en Cristo, la
verdadera Canaán, conocemos a Cristo allá arriba como “el fruto de la tierra”.
“El grano de trigo” caído en la tierra murió (Juan 12:24), pero también
resucitó, está vivo, y ahora está en la gloria. No consideramos solamente la
obra de Cristo en la cruz por nosotros, ni las bendiciones de arriba derramadas
sobre nosotros durante nuestra marcha en la tierra: el “maná”; vemos a un
Cristo perfecto en el cielo, una Persona viva en la gloria, por medio de la
cual nos llegó toda bendición.
Se dice además que, con el fruto de la
tierra, comieron “los panes sin levadura, y... espigas nuevas tostadas” que
incontestablemente nos presentan los sufrimientos de Aquel que fue “molido por
nuestros pecados” (Isaías 53:5), y sobre quien cayó el fuego del juicio divino.
Tengamos presente el hecho de que, si bien estamos verdaderamente ocupados en
un Cristo que subió al cielo, nunca hemos de olvidar que vino a la tierra, ni
lo que hizo por nosotros en la cruz.
Ahora tenemos el privilegio de contemplar a
Jesús glorificado, “el fruto de la tierra”, como aquello que dirige y absorbe
nuestros corazones. Y ciertamente es suficiente para llenar y satisfacer
nuestras mentes y corazones. Escuchemos al inspirado apóstol que nos exhorta a
buscar “las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios”
(Colosenses 3:1).
Los hijos de Israel se alimentaron del
“cordero” durante la noche de la Pascua, del “maná” por la mañana temprano en
el desierto, pero también del “fruto de la tierra” en Canaán cada vez que
sintieron la necesidad.
La fiesta de la Pascua era celebrada como
recuerdo del cordero sacrificado; por su
sangre, la seguridad de ellos estaba garantizada. Debía comerse “asada al
fuego” (Éxodo 12:9); esto evoca los sufrimientos de la muerte que el Cordero
de Dios sufrió por nosotros.
El “maná” nos habla de Aquel
que bajó del cielo, “el pan vivo que descendió del cielo” (Juan 6:51). El maná
era “una cosa menuda” a los ojos del hombre y debía ser recogida antes que
caliente el sol porque “luego que el sol calentaba, se derretía” (Éxodo 16:14,
21); debemos tomar un tiempo para nutrirnos de Cristo antes de que las cosas de
la tierra, aunque necesarias, nos absorban. Las cosas de Dios deberían tener
la prioridad en nuestra vida.
Empezar el día con la fuerza de Dios, es el secreto para que ese día vaya bien.
Como lo hemos visto, se podía comer “del
fruto de la tierra” en todo momento. Los hijos de Israel no lo conocían antes
de haber tomado posesión de Canaán. Allí había una provisión ilimitada. El
fruto de la tierra representa a un Cristo perfecto, resucitado y elevado en la
gloria. Lo vemos en los lugares celestiales: la tierra de Canaán. Entramos en
el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo (Hebreos 10:19), y allí
contemplamos a Cristo como Cabeza del cuerpo, que es la Iglesia, “sobre todo
principado y autoridad y poder y señorío” (Efesios 1:21-22); es el Hombre glorificado.
Al conocer de esta manera a este Hombre
bendito en la gloria, tenemos en él, que es nuestra justicia, una provisión
completa e inagotable de fuerza y bendición. En él somos aceptos y benditos,
perfectos y sentados en los lugares celestiales. Por eso somos exhortados a
permanecer en él, a andar en él, a estar “arraigados y sobreedificados en él”
(Colosenses 2:7). ¡Maravilloso lugar de bendición! ¡Privilegio inefable!
El “cordero” se comía, como también el
“maná” y el “fruto de la tierra”. ¿Qué instrucción podemos sacar? Cada uno de
esos alimentos nos hablan de Cristo; entonces debemos alimentamos de él por la
fe. No solamente pensar en él, o leer algo sobre él, oír o hablar nosotros
mismos de él, sino también recibir en nuestros corazones la revelación que Dios
nos da de Jesús, para nuestro mantenimiento y gozo. Los hijos de Israel no se
contentaban en pensar en la carne del cordero o en mirarla; la comían. Lo
mismo ocurría con el maná y con el fruto de la tierra. Sentían que necesitaban
de ello; tenían su porción de este alimento y así recibían la fuerza para
caminar y servir. Podemos leer un capítulo de la Biblia u oír una predicación,
y, sin embargo, lamentablemente podría decirse de nosotros, como de otros: “no
les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la
oyeron” (Hebreos 4:2).
Nutrirse de Cristo es tener comunión
con él y depender en todo de él; es apoyarse en él, tal como las Escrituras nos
lo presentan y como el Espíritu Santo nos lo revela. Cuando el testimonio de
Dios mismo en cuanto a su Hijo es recibido así en nuestros corazones por la
fe, Cristo se convierte en el alimento y la fuerza de nuestras almas. Cuanto
más nos alimentamos de ese Cristo de las Escrituras, más somos atraídos hacia
él.
No tenemos un poder visible que nos
sostenga, como el pueblo de Israel que comía el “cordero”, el “maná” o el
“fruto de la tierra”. Pero es muy importante retener firmemente lo que para
nosotros es la fuente de un buen estado de salud y actividad espiritual, de
nuestro gozo y de nuestra fuerza: estar ocupados personalmente de Cristo mismo.
Debemos desconfiar de prácticas o costumbres muertas, frías y formalistas: no
tienen ningún beneficio. Es necesario más que nunca sentarse a los pies de
Jesús y escuchar su Palabra. Permanezcamos en Cristo continuamente para hacer
progresos espirituales y prácticos.
Creced, 2014
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