viernes, 2 de agosto de 2019

ESCENAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (35)

  La caída de Jericó


En los anales de la historia no ha habido un sitio más notable que el de Jericó.





Los israelitas hablan cruzado el Jordán y se encontraban encampados en Gilgal. El día siguiente cesó el maná cuando hablan comenzado a comer el fruto de la nueva tierra. Al mandamiento del Señor, Josué y los israelitas comenzaron a rodear la ciudad de Jericó, que para ese tiempo se encontraba bien cerrada; nadie entraba ni salía. No tenían ni cañón ni ametralladora, solamente los hombres a pie, armados con espada y lanza. Rondaron la ciudad una vez el primer día. Regresaron al campo sin suceder nada. Así también el segundo día y el tercero, hasta llegar el séptimo día. ¡Qué sitio más extraño! Parece una locura a los hombres. Así suelen parecer a los hombres las cosas de Dios.
Cuando Dios había de vencer a Satanás, el enemigo nuestro más acérrimo, le plugo hacerlo por dejar morir a su Hijo unigénito. Así por morir venció, e hizo una grande conquista para nosotros. Pero la salvación por gracia, mediante la muerte de Cristo por nuestros pecados, parece a los hombres una locura. Sería más prudente, según el pensar de muchos, dejar a los hombres ganar su propia salvación por medio de sus obras. Empero Dios dice: “Por gracia sois salvos por la fe: y esto no de vosotros, pues es don de Dios: no por obras, para que nadie se gloríe”, Efesios 2.8,9.
Al llegar el séptimo día Dios mandó rodear la ciudad siete veces. ¡Qué prueba para la fe y la paciencia de los israelitas! ¡Qué insensatez a los habitantes de Jericó! Terminado este acto, los israelitas dieron un grito, los sacerdotes tocaron las trompetas y con grande estruendo las formidables murallas de Jericó se hundieron en la tierra. Los ejércitos de Israel avanzaron derecho sobre la ciudad, venciendo todo obstáculo y poniendo a los habitantes a filo de espada. Los despojos fueron muchos, y fueron consagrados a Dios.
La única parte de la muralla de Jericó que no cayó fue donde habitaba una que se llamada Rahab. Esta mujer había recibido dos espías que Josué mandó anteriormente a Jericó, y después de esconderlos sobre el techo de su casita, que estaba construida sobre la muralla, al anochecer los bajó de la ventana con una cuerda de escarlata, y así escaparon.
Estos hombres mandaron a la mujer colgar aquella cuerda de la ventana, y ofrecieron salvarle la vida a ella y a cualquiera de su familia que se hallara refugiado en la casa protegida por la cuerda.
Sólo así pudieron escapar el terrible juicio que sobrevino a Jericó y a sus habitantes. No era por ser buenos, porque Rahab a lo menos era una ramera. La salvación de entonces, como la de hoy día, era por gracia. La cuerda de escarlata nos recuerda la sangre de Jesucristo. Los hombres mismos se salvaron por la cuerda y no pudieron dar a la mujer otra cosa mejor. Es la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, que nos limpia de todo pecado, 1 Juan l .7.
Todas las demás casas cayeron, y los habitantes perecieron. Así perecerán todos los que confían en otra cosa que no sea la preciosa sangre de Jesús. Las fuertes murallas podían parecer mejor protección que una simple cuerda de escarlata, como también les parece a muchos que sea de más valor confiar en su iglesia, sus propios méritos o cosa alguna de ellos mismos.
La terrible destrucción de todos los demás habitantes de Jericó nos hace pensar cuán terrible será la eterna condenación de aquellos que no son salvos por la gracia. Amigo, lector: ¿has puesto tu fe únicamente en la obra de Cristo, o estás pensando salvarte a tu manera?

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