La caída de Jericó
Los israelitas
hablan cruzado el Jordán y se encontraban encampados en Gilgal. El día
siguiente cesó el maná cuando hablan comenzado a comer el fruto de la nueva
tierra. Al mandamiento del Señor, Josué y los israelitas comenzaron a rodear la
ciudad de Jericó, que para ese tiempo se encontraba bien cerrada; nadie entraba
ni salía. No tenían ni cañón ni ametralladora, solamente los hombres a pie,
armados con espada y lanza. Rondaron la ciudad una vez el primer día.
Regresaron al campo sin suceder nada. Así también el segundo día y el tercero,
hasta llegar el séptimo día. ¡Qué sitio más extraño! Parece una locura a los
hombres. Así suelen parecer a los hombres las cosas de Dios.
Cuando Dios
había de vencer a Satanás, el enemigo nuestro más acérrimo, le plugo hacerlo
por dejar morir a su Hijo unigénito. Así por morir venció, e hizo una grande
conquista para nosotros. Pero la salvación por gracia, mediante la muerte de
Cristo por nuestros pecados, parece a los hombres una locura. Sería más
prudente, según el pensar de muchos, dejar a los hombres ganar su propia
salvación por medio de sus obras. Empero Dios dice: “Por gracia sois salvos por
la fe: y esto no de vosotros, pues es don de Dios: no por obras, para que nadie
se gloríe”, Efesios 2.8,9.
Al llegar el
séptimo día Dios mandó rodear la ciudad siete veces. ¡Qué prueba para la fe y
la paciencia de los israelitas! ¡Qué insensatez a los habitantes de Jericó!
Terminado este acto, los israelitas dieron un grito, los sacerdotes tocaron las
trompetas y con grande estruendo las formidables murallas de Jericó se
hundieron en la tierra. Los ejércitos de Israel avanzaron derecho sobre la
ciudad, venciendo todo obstáculo y poniendo a los habitantes a filo de espada.
Los despojos fueron muchos, y fueron consagrados a Dios.
La única parte
de la muralla de Jericó que no cayó fue donde habitaba una que se llamada
Rahab. Esta mujer había recibido dos espías que Josué mandó anteriormente a
Jericó, y después de esconderlos sobre el techo de su casita, que estaba
construida sobre la muralla, al anochecer los bajó de la ventana con una cuerda
de escarlata, y así escaparon.
Estos hombres
mandaron a la mujer colgar aquella cuerda de la ventana, y ofrecieron salvarle
la vida a ella y a cualquiera de su familia que se hallara refugiado en la casa
protegida por la cuerda.
Sólo así
pudieron escapar el terrible juicio que sobrevino a Jericó y a sus habitantes.
No era por ser buenos, porque Rahab a lo menos era una ramera. La salvación de
entonces, como la de hoy día, era por gracia. La cuerda de escarlata nos
recuerda la sangre de Jesucristo. Los hombres mismos se salvaron por la cuerda
y no pudieron dar a la mujer otra cosa mejor. Es la sangre de Jesucristo, el
Hijo de Dios, que nos limpia de todo pecado, 1 Juan l .7.
Todas las demás
casas cayeron, y los habitantes perecieron. Así perecerán todos los que confían
en otra cosa que no sea la preciosa sangre de Jesús. Las fuertes murallas
podían parecer mejor protección que una simple cuerda de escarlata, como
también les parece a muchos que sea de más valor confiar en su iglesia, sus
propios méritos o cosa alguna de ellos mismos.
La
terrible destrucción de todos los demás habitantes de Jericó nos hace pensar
cuán terrible será la eterna condenación de aquellos que no son salvos por la
gracia. Amigo, lector: ¿has puesto tu fe únicamente en la obra de Cristo, o
estás pensando salvarte a tu manera?
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